– Volved a vuestro camarote -ordenó Hunter-. Encerraos por dentro y no salgáis. No salgáis para nada, y no abráis la puerta a nadie.
Los ojos de la mujer estaban abiertos de pavor. Asintió y regresó a su camarote. Hunter esperó hasta comprobar que cerraba la puerta, y entonces, tras un momento de vacilación, subió a cubierta, exponiéndose nuevamente a la furia de la tormenta.
Bajo cubierta, la tormenta daba miedo, pero sobre la cubierta principal superaba a la imaginación. El viento golpeaba el buque como un bruto invisible, con la fuerza de mil brazos fuertes que tiraban de las extremidades de los marineros, arrancándolos de cualquier agarradero o apoyo. La lluvia golpeó a Hunter con tal fuerza que al principio se puso a gritar. Durante unos segundos no logró ver nada. Distinguió a Enders al timón, firmemente sujeto en su posición.
Hunter fue hacia él, agarrándose a la cuerda guía que seguía el borde del puente, hasta que llegó al refugio del castillo de popa. Cogió otra cuerda y se la ató al cuerpo, se inclinó hacia Enders y gritó:
– ¿Cómo va?
– Ni mejor, ni peor -contestó Enders gritando-. Aguantamos, y aguantaremos un poco más, pero no más de unas horas. Percibo que el barco empieza a quebrarse.
– ¿Cuántas horas?
La respuesta de Enders se perdió bajo la montaña de agua que les cayó encima y barrió el puente.
Era una respuesta tan buena como cualquier otra, pensó Hunter. Ningún barco podría resistir aquella violencia mucho tiempo, y menos aún un barco tan gravemente dañado.
De vuelta en su camarote, lady Sarah Almont supervisó la destrucción causada por la tormenta y por los marineros que la habían agredido mientras ella hacía sus preparativos. Cuidadosamente, a pesar del balanceo del barco, enderezó las velas en el suelo y las encendió una por una, hasta que las cinco estuvieron encendidas. Después rascó un pentagrama sobre la madera y se colocó sobre él.
Estaba muy asustada. Cuando madame de Rochambeau, la francesa, le había mostrado lo que estaba de moda en la corte de Luis XIV, le había parecido divertido e incluso se había reído un poco. Pero se decía que en Francia las mujeres mataban a sus hijos recién nacidos para asegurarse la eterna juventud. Si era cierto, quizá aquel pequeño hechizo le salvaría la vida…
¿Qué mal había en ello? Cerró los ojos y escuchó el aullido de la tormenta a su alrededor.
– Greedigut -susurró, sintiendo cómo sus labios pronunciaban cada letra. Se acarició el cuerpo, arrodillada en el suelo sobre el pentagrama inciso-. Greedigut. Greedigut, ven a mí.
El suelo osciló furiosamente, las velas se deslizaron a un lado y después a otro. Tuvo que detenerse para cogerlas. Era imposible concentrarse. ¡Ser bruja era realmente difícil! Mada- me de Rochambeau no le había hablado de hechizos a bordo de barcos. Tal vez allí no funcionaban. O tal vez solo eran una sarta de tonterías francesas.
– Greedigut… -gimió. Se acarició.
De repente, le pareció que la tormenta se aplacaba.
¿O era solo su imaginación?
– Greedigut, ven a mí, tómame, poséeme…
Imaginó unas garras, sintió el viento azotando su camisón, percibió su presencia…
Y el viento cesó.
QUINTA PARTE. La Boca del Dragón
32
Hunter despertó de un sueño inquieto con la extraña sensación de que algo andaba mal. Se sentó en la cama y se dio cuenta de que todo estaba más tranquilo; el movimiento del galeón era menos frenético y el viento se había reducido a un susurro.
Se apresuró a subir a cubierta, donde caía una ligera lluvia. Vio que el mar se había calmado y la visibilidad había mejorado. Enders, todavía al timón, parecía extenuado, pero sonreía.
– Lo hemos logrado, capitán -dijo-. El barco está maltrecho, pero ha resistido.
Enders apuntó a estribor. Había tierra a la vista; el bajo y gris perfil de una isla.
– ¿Qué es? -preguntó Hunter.
– No lo sé -contestó Enders-. Pero pronto lo sabremos.
El galeón había ido de aquí para allá durante dos días y dos noches, y no tenían ni idea de cuál era su posición. Se acercaron a la isla, que era plana, estaba cubierta de arbustos y no parecía demasiado acogedora. Incluso desde lejos se distinguían los cactus que cubrían la costa.
– Me da la sensación de que estamos al sur del archipiélago de Barlovento -dijo Enders, entornando los ojos pensativamente-. Probablemente cerca de la Boca del Dragón, y son aguas peligrosas. -Suspiró-. Si al menos viéramos el sol, podríamos determinar nuestra posición.
La Boca del Dragón era la franja de agua entre las islas caribeñas de Barlovento y la costa de Sudamérica, un estrecho cuyas aguas eran famosas y temidas, aunque en aquel momento estuvieran muy tranquilas.
A pesar del mar en calma, El Trinidad seguía oscilando y balanceándose como un borracho. Aun así, y con las velas destrozadas, lograron rodear el extremo meridional de la isla y encontrar una cala que les protegiera en la costa occidental. Tenía un fondo arenoso que les sería útil para las tareas de reparación. Hunter aseguró el navio y su exhausta tripulación bajó a tierra a descansar.
No se divisaba a Sanson ni al Cassandra por ninguna parte; que hubieran sobrevivido o no al huracán no parecía importar mucho a los hombres de Hunter, absolutamente agotados. Los hombres se echaron con sus ropas mojadas en la playa y durmieron con la cara apoyada en la arena y los cuerpos abandonados como cadáveres. El sol apareció brevemente detrás de unas nubes que se disipaban. Hunter sintió que el cansancio se apoderaba de él y se durmió con los demás.
Los tres días siguientes fueron agradables. La tripulación trabajó sin descanso reparando el galeón, arreglando los daños causados debajo de la línea de flotación y las vergas de la superestructura maltrecha. Tras un registro del barco no se encontró madera a bordo. Normalmente, un galeón del tamaño de El Trinidad transportaba vergas y mástiles adicionales en la bodega, pero los españoles los habían descargado para poder llevar más carga. Los hombres de Hunter tuvieron que arreglárselas con lo que tenían.
Enders observó el sol con su astrolabio y calculó la latitud. No estaban lejos de los fuertes españoles de Cartagena y Maracaibo, o de la costa sudamericana. Pero aparte de esto, no sabían nada de la isla en la que se encontraban, a la que bautizaron como cayo Sin Nombre.
Como capitán, Hunter se sentía vulnerable con El Trinidad inclinado a un lado, incapaz de navegar. Si los atacaban, tendrían dificultades para defenderse. De todos modos no tenía motivos para temer nada; parecía evidente que la isla estaba deshabitada, al igual que los dos islotes más cercanos por el sur.
Sin embargo, había algo hostil e inquietante en el cayo Sin Nombre. La tierra era árida y estaba repleta de cactus, que en algunos puntos tenían la densidad de un bosque. Pájaros de vivos colores gritaban en lo alto de la vegetación, y sus chillidos se propagaban con el viento. Un viento que no cesaba nunca; era cálido, desquiciante, y soplaba a casi diez nudos, de día y de noche, con una sola y breve tregua al amanecer. Los hombres se acostumbraron a trabajar y dormir con el rugido del viento en los oídos.
Había algo en aquel lugar que hizo que Hunter apostara algunos guardias alrededor del barco y de las hogueras encendidas por la tripulación. Se dijo que era por la necesidad de restablecer la disciplina entre sus hombres, pero en realidad era una especie de presagio. La cuarta noche, a la hora de cenar, asignó los turnos de guardia. Enders se encargaría del primero; él se ocuparía de la guardia de medianoche, y le relevaría Bellows. Mandó a un hombre a notificarlo a Enders y a Bellows. El hombre volvió una hora más tarde.
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