Michael Crichton - Latitudes Piratas

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Jamaica, en el año 1665, es una pequeña colonia británica rodeada de territorios españoles y franceses. El Caribe es el gran escenario de las batallas y las luchas entre estos colonizadores. Entre ellos, los corsarios atacan, roban, raptan y matan para hacerse con los tesoros ajenos. Por lo tanto, cuando el gobernador inglés de la isla se entera de la proximidad de un galeón español cargado de riquezas, encarga al corsario Charles Hunter y a sus bucaneros que asalten el barco. Será una difícil y temeraria aventura, pues el comandante de El Trinidad es el sanguinario comandante Cazalla, el favorito del rey español Felipe IV. Esta novela es una espléndida recreación de la vida de la época en Port Royal, aquella ciudad peligrosa, capital de Jamaica, poblada de burdeles, tabernas y de hombres sin ley. En una demostración de su gran talento, Michael Crichton narra la acción trepidante en tierra y mar: raptos y traiciones, huracanes y sorprendentes abordajes.

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Tras los primeros momentos de luz Hunter se sintió decepcionado. Por la forma como se balanceaba el navio en su ancla podía ver que no estaba gravemente dañado. Con mucha fortuna, había logrado maniobrar en la oscuridad y salir de la bahía sin chocar con el coral ni encallarse.

Una de las velas colgaba hecha trizas. Parte del aparejo estaba destrozado y la proa estaba astillada y rota. Pero eran daños menores; el navio de guerra de Bosquet estaba a salvo, y se balanceaba tranquilamente en las aguas costeras iluminadas por el sol. Hunter sentía una enorme fatiga y una gran decepción. Siguió contemplando un rato el barco, fijándose en su movimiento.

– Por la sangre de Cristo -exclamó en voz baja.

Enders, a su lado, también se había fijado.

– Oleaje largo -dijo.

– El viento es favorable -corroboró Hunter.

– Sí. Al menos un par de días más.

Hunter miró fijamente el mar que, hinchándose en olas largas y lentas, balanceaba adelante y atrás el navio español anclado. Soltó una blasfemia.

– ¿De dónde viene?

– Yo diría -respondió Enders- que, en esta época del año, tiene que soplar directamente del sur.

Todos sabían que en los últimos meses del verano podían presentarse huracanes. Eran consumados marineros, así que conseguían predecir la llegada de aquellas aterradoras tormentas con un par de días de adelanto. Los primeros avisos se encontraban siempre en la superficie del mar; las olas, empujadas por vientos de tormenta a ciento cincuenta kilómetros por hora, mostraban alteraciones procedentes de lugares muy alejados.

Hunter miró al cielo despejado.

– ¿Cuánto tiempo calculas?

Enders sacudió la cabeza.

– Mañana por la noche como muy tarde.

– ¡Maldición! -bramó Hunter. Se volvió a mirar al galeón en la bahía del Mono. Se balanceaba plácidamente sobre el ancla. La marea había subido y era insólitamente alta-. Maldición -repitió, y regresó a su barco.

Como un hombre encerrado en un calabozo, estaba muy agitado mientras paseaba por las cubiertas del barco bajo el sol abrasador de mediodía. No estaba de humor para conversaciones educadas, pero tuvo la mala suerte de que lady Sarah Almont eligiera aquel momento para hablar con él. Le pidió una chalupa y los hombres necesarios para acompañarla a tierra.

– ¿Con qué motivo? -preguntó él secamente. En un rincón de su cerebro pensó que ella no había mencionado que no hubiera ido a visitarla a su camarote la noche anterior.

– ¿Qué motivo? Recoger fruta y verdura para comer. No lleváis nada adecuado a bordo.

– Es imposible satisfacer vuestra petición -dijo Hunter y se alejó de ella.

– Capitán -gritó ella, dando un golpe con el pie en el suelo-, debéis saber que no es un asunto nimio para mí. Soy vegetariana y no como carne.

Hunter se volvió.

– Señora -dijo-, os aseguro que no me preocupan ni poco ni mucho vuestras extravagancias y no tengo ni tiempo ni paciencia para satisfacerlas.

– ¿Extravagancias? -repitió ella, ruborizándose-. Debéis saber que los hombres con las mentes más claras de la historia eran vegetarianos, desde Tolomeo a Leonardo da Vinci, y debéis saber también que no sois más que un canalla y un vulgar patán.

Hunter estalló con una ira equivalente a la de ella.

– Señora -dijo, señalando el océano-, ¿sois consciente en vuestra inagotable ignorancia de que el mar está alterándose?

Ella se quedó en silencio, perpleja, incapaz de relacionar el ligero oleaje del mar con la evidente preocupación de Hunter.

– Parece muy poca cosa para un barco tan grande como el vuestro.

– Lo es. Por el momento.

– Y el cielo está despejado.

– Por el momento.

– No soy marinero, capitán -dijo ella.

– Señora -continuó Hunter-, las olas son largas y profundas. Solo puede significar una cosa. En menos de dos días estaremos en medio de un huracán. ¿Podéis comprenderlo?

– Un huracán es una tormenta espeluznante -dijo ella, como si recitara una lección.

– Una tormenta espeluznante -repitió él-. Si todavía estamos en este maldito puerto cuando se desencadene el huracán, nos hará pedazos. ¿Podéis comprenderlo?

Muy enfadado, la miró y vio la verdad: ella no lo comprendía. Su cara reflejaba inocencia. Nunca había presenciado un huracán, y por lo tanto solo podía imaginar que era algo más fuerte que cualquier otra tormenta en el mar.

Hunter sabía que un huracán era tan parecido a una fuerte tormenta como un lobo salvaje a un perro faldero.

Antes de que ella pudiera responder a su estallido, Hunter le dio la espalda y se apoyó en un amarradero. Sabía que estaba siendo demasiado duro; sus preocupaciones no podían ser las de ella, así que debía tratarla con indulgencia. Había estado levantada toda la noche curando a los marineros quemados, un acto insólito en una mujer de alta cuna. Se volvió a mirarla.

– Disculpadme -dijo en voz baja-. Hablad con Enders y él lo arreglará para que desembarquéis y podáis seguir la noble tradición de Tolomeo y Leonardo.

Hunter se quedó en silencio.

– Capitán.

Él miró al vacío.

– Capitán, ¿estáis bien?

Bruscamente, él se apartó de ella.

– ¡Don Diego! -gritó-. ¡Buscad a don Diego!

Don Diego llegó al camarote de Hunter y encontró al capitán dibujando furiosamente en unas hojas de papel. La mesa estaba llena de esbozos.

– No sé si esto servirá de algo -dijo Hunter-. Solo he oído hablar de ello. Lo propuso Leonardo, el florentino, pero no le hicieron ningún caso.

– Los soldados nunca escuchan a los artistas -dijo don Diego.

Hunter le miró con expresión ceñuda.

– Con o sin razón -dijo.

Don Diego miró los diagramas. En cada uno se veía el casco de un barco, dibujado desde arriba, con trazos que partían de los lados del casco. Hunter dibujó otro.

– La idea es sencilla -dijo-. En un barco normal, cada cañón tiene su propio capitán artillero que es responsable de disparar solo ese.

– Sí…

– Una vez que el arma está cargada y fuera del portillo, el oficial se agacha detrás del tubo y encuadra el blanco. Ordena a sus hombres que usen palancas y cuñas laterales para apuntar el cañón en la dirección que le parece más apropiada. A continuación, les dice que coloquen la cuña que determinará la elevación, siempre según su criterio. Para terminar, dispara. El mismo procedimiento tiene lugar para cada cañón.

– Sí… -dijo el Judío.

Don Diego no había visto nunca disparar un gran cañón, pero conocía el proceso general de la operación. Cada cañón se apuntaba por separado; por ello, un buen capitán de artillería, un hombre que supiera determinar el ángulo y la elevación adecuados de su cañón, se tenía en gran consideración, porque no abundaban.

– Bien -prosiguió Hunter-, el método habitual es el disparo en paralelo. -Trazó sobre el papel unas líneas paralelas saliendo de los lados del barco-. Cada cañón dispara y cada capitán reza por que su disparo dé en el blanco. Pero, en realidad, muchos cañones no acertarán hasta que los dos barcos estén tan cerca que casi cualquier ángulo o elevación dé en el blanco. Supongamos que cuando los barcos estén a unos quinientos metros de distancia. ¿Cierto?

Don Diego asintió lentamente.

– Pues bien, el florentino proponía lo siguiente -prosiguió Hunter y dibujó otro barco-. Dijo que no podíamos fiarnos de que los capitanes de artillería apuntaran cada una de las salvas. En cambio, proponía apuntar las armas antes de la batalla. Ved lo que se consigue.

Trazó desde el casco líneas convergentes de fuego, que se unían en un único punto en el agua.

– ¿Veis? El fuego se concentra en un único lugar. Todas las balas dan en el blanco en el mismo punto, causando gran destrucción.

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