– ¡Fuego!
Hunter corrió a la cubierta superior y llegó a tiempo de ver seis botes en llamas que se dirigían hacia el galeón. Eran las largas chalupas del barco revestidas de brea, que ardían con intensidad y avanzaban iluminando las plácidas aguas de la bahía.
Se maldijo por no haber previsto esa maniobra: el humo que había visto en la cubierta del barco era una pista evidente, que Hunter no había sabido leer. Pero no perdió el tiempo en recriminaciones. Los marineros de El Trinidad ya saltaban por la borda sobre las barcas del galeón; pronto salió la primera, con los hombres remando furiosamente hacia los botes incendiados.
Hunter se volvió bruscamente.
– ¿Dónde están nuestros vigías? -preguntó a Enders-. ¿Cómo ha ocurrido esto?
Enders sacudió la cabeza.
– No lo sé, los vigías estaban apostados en aquella punta arenosa y sobre la playa de atrás.
– ¡Maldición!
Los hombres se habrían dormido haciendo guardia o unos españoles habrían nadado hasta la costa en la oscuridad, los habrían sorprendido y los habrían matado. Miró cómo la primera de las lanchas llena de marineros luchaba desesperadamente contra las llamas de un bote. Intentaban con golpes de remos darle la vuelta y desviarlo de su curso. Uno de los marineros empezó a arder y se lanzó por la borda gritando.
Hunter saltó por la borda a una de las lanchas. Mientras los marineros remaban, y antes de acercarse a los botes incendiados, se mojaron con agua de mar. Hunter miró atrás y vio que Sanson estaba al frente de otra lancha del Cassandra para unirse a ellos.
– ¡Bajad la cabeza, muchachos! -gritó Hunter, cuando entraron en ese infierno.
Incluso a una distancia de cincuenta metros, el calor de las barcas incendiadas era insoportable; las llamas se elevaban agitándose en la noche; grumos de brea ardiente estallaban y salpicaban en todas direcciones, siseando en el agua.
La siguiente hora fue una pesadilla. Uno por uno, embarrancaron los botes incendiados o los desviaron hacia el mar hasta que los cascos se quemaron y se hundieron.
Cuando Hunter volvió finalmente al barco, cubierto de hollín y con la ropa hecha jirones, cayó inmediatamente en un sueño profundo.
Enders lo despertó a la mañana siguiente con la noticia de que Sanson estaba en la bodega de El Trinidad.
– Dice que ha encontrado algo -anunció Enders dubitativamente.
Hunter se vistió y bajó las cuatro cubiertas de El Trinidad hasta la bodega. En la cubierta inferior, que apestaba a excrementos del ganado situado en el puente de arriba, encontró a Sanson sonriendo con satisfacción.
– Ha sido una casualidad -dijo Sanson-. No puedo atribuirme el mérito. Ven a ver.
Sanson lo acompañó al compartimiento de lastre. El pasaje, estrecho y bajo, olía a aire caliente y a agua de sentina, que se se movía adelante y atrás con el suave balanceo del barco. Al ver las piedras que hacían de lastre, Hunter frunció el ceño; no eran piedras, tenían una forma demasiado regular. Eran balas de cañón.
Cogió una y la sopesó en una mano. Era de hierro y estaba resbaladiza por el limo y el agua de sentina.
– Unas cinco libras -dijo Sanson-. No tenemos nada a bordo que dispare proyectiles de estas dimensiones.
Sin dejar de sonreír, llevó a Hunter a popa. A la luz de un farol vacilante, el capitán vio otra forma en la bodega, medio sumergida en el agua. La reconoció inmediatamente: era un cañón más pequeño que una culebrina; un modelo que ya no se utilizaba en los barcos. Habían dejado de utilizarse hacía treinta años, superados por cañones rotatorios más pequeños o por otros mucho más grandes.
Hunter se inclinó a mirar el cañón, rozándolo con las manos bajo el agua.
– ¿Crees que disparará?
– Es de bronce -afirmó Sanson-. El Judío dice que funcionará.
Hunter tocó el metal. Al ser de bronce, no se había oxidado demasiado. Volvió a mirar a Sanson.
– Entonces daremos a los españoles su misma medicina -dijo.
El cañón, por pequeño que fuera, tenía una culata de dos metros de bronce macizo que pesaba cerca de ochocientos kilos. Tardaron casi toda la mañana en arrastrarlo hasta la cubierta de El Trinidad. Después lo bajaron por encima de la borda hasta un bote.
Con aquel calor, el trabajo fue agotador y tuvo que realizarse con suma delicadeza. Enders gritó órdenes y maldiciones hasta que se quedó ronco, pero por fin el cañón se depositó en la barca con tanta delicadeza como si fuera una pluma. El bote se hundió peligrosamente con el peso. La borda apenas asomaba unos centímetros por encima del agua. Pero navegó con estabilidad hasta la playa más alejada.
Hunter pretendía colocar el cañón en lo alto de la colina que sobresalía de la bahía del Mono. Desde aquella posición tendrían a tiro el barco español y podrían disparar contra él. El puesto elegido era seguro; los españoles no alcanzarían esa altura con sus cañones, y los hombres de Hunter podrían lanzar proyectiles sobre el barco hasta que se quedaran sin munición.
La cuestión principal era cuándo abrir fuego. Hunter no se hacía ilusiones sobre la potencia de aquel cañón. Una bala de dos kilos y medio no era precisamente formidable; necesitarían muchos disparos para causar un daño significativo. Pero si abría fuego de noche, con la confusión, quizá el navio de guerra español levaría anclas y se alejaría de su alcance. Y con el agua poco profunda y la escasa visibilidad cabía la posibilidad de que embarrancara o incluso se hundiera.
Esto era lo que esperaba.
Cuando el cañón, colocado en el bote que oscilaba de un modo inquietante, llegó a la costa, treinta hombres lo arrastraron con gran esfuerzo a la playa. Allí lo colocaron sobre unos cilindros y laboriosamente lo arrastraron, centímetro a centímetro, hasta el inicio del sotobosque.
A partir de allí, tenían que empujar el cañón treinta metros hasta la cima de la colina, entre el espeso follaje del manglar y las palmeras. Sin cabrestantes ni poleas para aligerar el peso, era una tarea que parecía imposible, pero la tripulación se puso manos a la obra con celeridad.
Todos trabajaban con la misma dureza. El Judío supervisaba a cinco hombres que limpiaban el óxido del hierro de las balas y llenaban los saquitos de pólvora. El Moro, que era un
buen carpintero, construyó una cureña para el cañón con pivotes adaptados.
Al llegar el crepúsculo, el cañón estaba en posición, con el navio a tiro. Hunter esperó a que faltaran escasos minutos para que la oscuridad fuera absoluta y dio la orden de disparar. El primer tiro fue demasiado largo y pasó por encima del navio español. El segundo dio en el blanco, al igual que el tercero. Después, la oscuridad fue demasiado densa para ver nada.
En la siguiente hora, el cañón siguió disparando contra el navio de guerra español y en la penumbra vieron que desplegaban velas blancas.
– ¡Huyen! -gritó Enders ásperamente.
Los artilleros de Hunter lanzaron gritos de alegría. Dispararon más proyectiles mientras el navio de guerra retrocedía hinchando las velas, después de soltar las amarras. Los hombres de Hunter siguieron disparando con una frecuencia constante, incluso cuando el navio ya no era visible en la oscuridad, el capitán dio órdenes de seguir bombardeando. El crepitar del cañón se oyó durante toda la noche.
Con la primera luz del alba, aguzaron la vista para intentar distinguir los frutos de sus esfuerzos. El navio negro estaba anclado de nuevo, quizá a un cuarto de milla de la costa, pero el sol que surgía por detrás de él lo transformaba en una inquietante silueta negra. No se apreciaban daños evidentes. Los corsarios sabían que habían causado algunos, pero era imposible evaluar la gravedad de estos.
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