«Pero soy quien lo sabe…».
La vida nunca volvería a ser igual.
El patio estaba vacío. No. El hombre de piernas amputadas con que se había encontrado antes en las escaleras no había llegado más allá de la puerta del portal y se arrastraba hacia delante apoyándose sólo en los brazos. Todo estaba tranquilo a su alrededor, el ruido dentro de la cabeza era indescriptible, una cacofonía insoportable de voces, oraciones, rabia, gritos pidiendo ayuda y aullidos abominables.
Flora se acercó corriendo hasta el redivivo, se agachó a su lado y le puso la mano en la espalda para transmitirle su conocimiento, pero él se resistió, no quería abandonar aquella ruina de cuerpo. Todo lo contrario, se revolvió e intentó agarrarle la mano, enseñando los dientes.
«Vamos, idiota. ¿Es que no comprendes…?».
Una rabia fruto de la impotencia fue creciendo dentro de ella y dio un salto hacia atrás, mientras el muerto se revolvía, y la amargura de él entró en liza con la de ella; ambos se miraron a los ojos, y ella estuvo a punto de darle una patada en la cara, pero logró frenarse a tiempo y lo dejó allí, arrastrándose.
Salió por el arco del patio y se detuvo en seco.
Todos los redivivos habían abandonado sus patios y se habían dirigido hacia la alambrada. El recinto era un hervidero de gente. Las verjas estaban abiertas y ya habían entrado algunos furgones policiales, y seguían llegando más. Los agentes salían de ellos con las armas en alto. Los muertos intentaban moverse hacia las verjas, pero eran contenidos por la policía. Todavía no habían disparado ningún tiro, pero sólo era una cuestión de tiempo. Había aproximadamente un policía por cada treinta muertos.
«Debo…».
La chica corrió hacia la pululante aglomeración. Cuando el hombre sin piernas se había revuelto contra ella y le había enseñado los dientes, Flora había visto algo dentro de él. Hambre. Había consumido su carne y necesitaba carne nueva para poder continuar con su no-existencia. Probablemente se habría dejado morir de inanición si no le hubiera llegado desde fuera la rabia que le había llevado a querer alimentarse. Ahora se arrastraba todo lo deprisa que podía en dirección al origen de su furia.
Flora se acercó a un agente rodeado de muertos y se tiró al suelo un segundo antes de que ella previera que la conciencia de él iba a ceder para evitar las balas, cuando el policía empezó a disparar con su arma reglamentaria a los cuerpos que lo rodeaban.
Una pistola de fogueo le habría prestado el mismo servicio. El efecto era el mismo, aunque los restallidos eran más fuertes. Los cuerpos se sacudían ligeramente cuando recibían el impacto de las balas, pero ni se paraban siquiera, y al cabo de un minuto el policía había desaparecido bajo una masa de brazos y piernas escuálidos vestidos con pijamas azules.
Se oyeron entonces más disparos procedentes de diferentes sitios. Flora alcanzó la verja, se cruzó con un furgón de policía conducido por una mujer que gritaba por la radio algo de que enviaran refuerzos. Flora siguió corriendo hacia abajo, hacia la carretera, y después de recorrer unos cien metros vio a Elvy, que venía apresurada por el sendero de tierra.
Los disparos de las pistolas ahora sonaban lejanos, eran detonaciones amortiguadas, como si estuvieran celebrando una fiesta de fin de año en algún lugar alejado. Flora se encontró con su abuela, la cogió de la mano y le dijo:
– Ven.
Mientras se apresuraban cogidas de la mano hacia las verjas, dentro de Flora se fue abriendo paso un presentimiento: «Es demasiado tarde».
Elvy le apretó la mano con más fuerza, diciendo:
– Algo. Sólo podemos… Cómo he podido yo… yo…
«No lo sabíamos», le envió Flora.
Otro par de furgones policiales avanzaban por la explanada en dirección a las verjas. Uno de ellos se paró a su lado y bajó la ventanilla delantera.
– ¡Alto! ¡No podéis estar aquí!
Flora miró hacia las verjas. Los muertos salían ahora en tropel hacia la carretera, en dirección a la ciudad.
– Mierda -se oyó decir a una voz en el interior del vehículo-. Subid. Rápido.
Flora miró a Elvy y pudieron compartir sus pensamientos durante un par de segundos. La anciana se sentía muy avergonzada por haber malinterpretado el mensaje y no haber cumplido con su deber. No estaba preocupada por lo que pudiera pasarle a ella, ya era mayor y aquélla era su oportunidad de hacer algo. Flora, por su parte, sabía que nunca podría volver a una vida normal después de aquel segundo dentro de la Muerte.
Debían intentarlo.
Se alejaron del furgón, en dirección a los redivivos, pero súbitamente se abrió una puerta lateral del vehículo y un par de policías bajaron y las cogieron.
– ¿No entendéis sueco? No podéis estar aquí.
Las metieron en el furgón a la fuerza; una vez dentro, las cogieron otras manos y las sujetaron. Volvieron a correr la puerta y la cerraron. El vehículo retrocedió marcha atrás varios metros, hasta que el policía que se encontraba al lado de la conductora ordenó:
– Da una vuelta.
La conductora le preguntó qué quería decir y el copiloto le hizo con la mano un gesto circular, apuntando a la masa de muertos que se acercaban al furgón. La conductora comprendió lo que quería decir, resopló y aceleró.
La chapa resonaba al colisionar con los muertos, que salían despedidos cuando el vehículo arremetió contra ellos. A través de la ventanilla lateral, Flora vio cómo los atropellados volvían a levantarse de nuevo.
Se tapó los oídos y se dejó caer en las rodillas de Elvy, pero a través del cuerpo sentía los golpes cuando el vehículo chocaba contra la carne muerta.
«Esto se ha acabado», pensó. «Se ha acabado».
Mar de Ålands, 23:30
A Anna no le preocupaba saber dónde se encontraban. No se veía ninguna isla, el faro de Söderarm había desaparecido detrás del horizonte y ellos flotaban en una amplia calle de plata sobre un mar sin límites. En algún sitio estaba Åland y más allá Finlandia, pero no eran más que nombres carentes de significado, ellos estaban en el mar, sólo en el mar.
Algunas olas suaves chapoteaban contra el casco. Elias yacía a su lado. Todo era como debía ser, y si no lo era, eso ya no tenía ninguna importancia. Estaban fuera, lejos de tierra, y podían seguir flotando eternamente.
El sonido que rompió aquel silencio era tan impropio que Anna al principio lo tomó por una broma del universo:
Eine kleine Nachtmusic en una feísima versión electrónica. Después rebuscó el teléfono móvil dentro del edredón. Pese a que lo había cogido precisamente por si se encontraba en una situación como aquélla, le parecía imposible que alguien pudiera ponerse en contacto con ella aquí, ahora, cuando no había nada.
Por un instante estuvo a punto de tirarlo por la borda, le molestaba el ruido. Después reflexionó y pulsó el botón para responder.
– ¿Sí?
Al otro lado, una voz que se debatía en medio de la agitación. O quizá fuera que la cobertura era mala.
– Hola, me llamo David Zetterberg. Quería hablar con Gustav Mahler.
Anna miró a su alrededor. La luz de la pantalla la había deslumbrado lo suficiente como para que no pudiera distinguir la línea que separaba el mar del cielo; estaban flotando en el espacio.
– Él… no se encuentra aquí.
– Perdón, he de hablar con él. Él tenía un nieto que… Deseo decirle una cosa.
– Puede decírmela a mí.
Anna escuchó el relato de David, le dio las gracias y desconectó el móvil. Después permaneció un rato mirando a Elias, luego lo cogió en sus rodillas y colocó su frente junto a la de él.
«Elias, he de decirte una cosa…».
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