John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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– ¿Qué cojones? Joder, joder…

La Muerte abrió los brazos en un gesto de invitación para que se abrazaran a ella, y Flora, como hipnotizada, hacía lo mismo, como si fuera un reflejo de la otra. Los chicos consiguieron encender la cerilla y la Muerte dio un par de pasos y se deslizó dentro del montón de cuerpos, se inclinó y estiró las manos, haciendo un gesto como si estuviera recogiendo bayas, reuniendo algo.

La cerilla voló por los aires.

– ¡Ten cuidado! ¡Sal! -alertó la muchacha a voz en grito.

Al mismo tiempo que aterrizó la cerilla, la Muerte alzó la cabeza y miró a Flora a los ojos. Eran dos copias exactas. No había nada aciago ni negro en sus ojos, sólo eran los ojos de Flora. Durante un segundo pudieron mirarse mutuamente, compartir sus secretos, antes de que la gasolina prendiera con una explosión y un muro de llamas se interpusiera entre ambas.

Los chicos se quedaron como atrapados en el hielo mirando la hoguera. Las llamaradas más altas se elevaban casi a la misma altura que los tejados de los edificios, pero después de unos segundos se consumieron los gases y el fuego prendió en los cuerpos; se oyó el crepitar de las ropas de hospital al carbonizarse y de la carne al abrasarse.

– ¡Venga, vámonos!

Los chicos contemplaron el fuego un poco más, como si quisieran grabárselo para siempre en la memoria, luego se dieron la vuelta y corrieron para abandonar el patio. El tal Marcus, que ahora llevaba el pecho desnudo, se detuvo un instante y miró a Flora levantando el dedo índice como si estuviera pensando decirle algo, pero no se molestó en hacerlo y siguió a los demás. Pasados un par de minutos, sus consciencias estaban ya fuera del alcance de Flora.

Las llamas se consumieron. Ella supo por el silencio reinante dentro de su cabeza que la Muerte había desaparecido. Se acercó a la hoguera, donde sólo quedaban algunas pequeñas llamas aisladas y un olor fuerte y dulzón que se elevaba hacia el cielo. Tal vez porque los muertos tenían tan poca carne, tan poca grasa, el fuego no había prendido en condiciones.

Todo era negro. Los muertos por partida doble yacían encogidos con los codos contra el cuerpo y apuntando con los puños amenazantes, como si boxearan contra la oscuridad. Emanaba del montón un aire asfixiante, y Flora cogió una solapa de la chaqueta y se la puso delante de la nariz y la boca.

«Hace un momento estaban bailando».

Su pecho se llenó de algo totalmente opuesto al estremecimiento experimentado durante la danza de los muertos: una desolación, un vértigo abismal. Una desolación que abarcaba a toda la humanidad y su paso por la tierra. Y el mismo pensamiento que la asaltó entonces volvió a surgir ahora, en una perspectiva totalmente distinta: «Es así».

Norra Brunn, 21:00

David había dejado que Sture le convenciera y ya se estaba arrepintiendo. Leo, efectivamente, le había quitado de la programación, había un mensaje en su contestador automático informándole de ello, sólo que David no había escuchado el contestador. Le sirvieron una cerveza y fue a la cocina con los demás. Todo fueron pésames. Las bromas y las risas que había antes de llegar él se acabaron.

Aquél no era un lugar para conversaciones serias. Cuando no podían hacer bromas no decían nada. Los cómicos individualmente eran lógicamente como el resto de la gente, con la misma capacidad para la tristeza y para la alegría que los demás, pero como colectivo eran un hatajo de bufones incapaces de manejar lo que no se podía formular en una réplica ingeniosa.

Benny Melin se acercó a él justo antes de empezar la representación y le dijo:

– Oye, espero que no te parezca… pero tengo algunas cosas con esto de los redivivos.

– No, no -contestó David-. Haz lo que tengas que hacer.

– Está bien -le dijo Benny, y se le iluminó la cara-. Es una cosa tan grande, casi no hay manera de evitarlo.

– Lo comprendo.

David vio que Benny estaba a punto de probar con él alguna de sus bromas, así que levantó su vaso, le deseó suerte y se retiró. Benny hizo una pequeña mueca. Nunca se deseaban suerte, se decían «que te parta un rayo» o cosas por el estilo, y David lo sabía y Benny sabía que David lo sabía. Desearle a alguien «suerte» era casi un insulto.

David se situó en la barra del bar. El personal le saludó con inclinaciones de cabeza, pero ninguno se acercó a hablar con él. Se tomó la cerveza y le pidió a Leo que le sirviera otra.

– ¿Qué tal va? -le preguntó Leo mientras le servía la bebida.

– Va -dijo David-. No mucho más.

Leo dejó la cerveza en la barra. No le pareció oportuno contestar dando más explicaciones. Leo se secó las manos con una toalla y le dijo:

– Salúdala de mi parte. Cuando mejore.

– Lo haré.

David notó que estaba a punto de empezar a llorar otra vez, se volvió de espaldas, mirando hacia el escenario, y se bebió de un trago medio vaso de cerveza. Se encontraba mejor. Cuando podía estar en paz y nadie tenía que aparentar que comprendía la situación.

«La muerte nos aísla de los demás».

Se encendieron las luces del escenario y Leo, a través del micrófono fantasma, dio una calurosa bienvenida a todos, les rogó que dirigieran sus miradas hacia el escenario y empezó a dar palmadas para recibir con un aplauso al animador de la tarde: Benny Melin.

El local estaba lleno, y los aplausos y silbidos que precedieron a la aparición en escena de Benny fueron para David como una punzada de nostalgia por volver a aquel mundo, el verdadero mundo irreal.

El humorista hizo una breve inclinación y cesaron los aplausos. Subió un poco el micrófono, lo bajó otro poco y terminó colocado en la misma posición que estaba desde el principio.

– Bueno, no sé cómo lo llevaréis vosotros, pero yo estoy un poco preocupado por lo de Heden. Un suburbio lleno de muertos.

El local estaba ahora en silencio; tensa expectación. Todos estaban preocupados por lo de Heden, temían que apareciera algún aspecto nuevo en todo ello en el que no habían pensado hasta ahora.

Benny arrugó la frente como si estuviera tratando de reflexionar sobre un problema complicado.

– Me pregunto sobre todo una cosa.

Pausa retórica.

– ¿Querrá el camión de los helados ir allí a vender? -Hubo risas de alivio. No tanto como para arrancar aplausos, pero casi. Benny continuó-: Y si conduce hasta allí, ¿venderá algo?

»Y si vende algo, ¿qué será lo que venda?

Benny alzó la mano en el aire y dibujó una pantalla hacia la que todos tenían ahora que mirar.

– Tenéis que verlo delante de vosotros. Cientos de muertos atraídos fuera de sus casas por… -Benny tarareó la melodía que solía acompañar al camión de los helados y luego pasó enseguida a interpretar a un zombi que caminaba tambaleándose y con los brazos extendidos. La gente soltaba alguna risita, y entonces Benny clamó-: Frigopiiié, frigopiiiié…

Llegaron los aplausos.

David apuró la cerveza y se escabulló por detrás del bar. No podía soportar aquello. Opinaba que Benny y los demás estaban en su derecho de bromear con algo que era de actualidad, sí, estaban obligados a hacerlo, pero él no estaba obligado a escucharle. Salió enseguida a través del bar y cruzó las puertas hasta la calle. Una nueva salva de aplausos celebraba las ocurrencias a sus espaldas y él se alejó del ruido.

Lo doloroso no era que se hicieran bromas. Hay que hacer bromas, siempre hay que hacer bromas si queremos sobrevivir. Lo duro era que hubiera ocurrido tan pronto. Después del hundimiento del Estonia, por ejemplo, tuvo que pasar medio año antes de que alguien tratara de hacer alguna broma sobre el remolque del barco o sus compuertas, y aun entonces con un éxito más bien escaso. Lo del World Trade Center había ido mucho más deprisa, ya dos días después del atentado alguien comentó algo acerca de una nueva compañía de vuelos de bajo coste, Taliban Airways, y la gente se rio. Aquello quedaba tan lejos que no parecía de verdad.

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