Había renunciado a localizar a su abuelo, pero era casi igual de difícil dar con el número que iba buscando, el 17 C. No había ninguna farola en los pasadizos donde estaba el plano para orientarse, y Flora no entendía la organización interna entre los patios. En esos momentos se encontraba justo en el patio donde empezaba la numeración, era el primer patio al que ella había accedido, el que se hallaba más cerca de la valla.
Se abrió uno de los portales. Ella se quedó petrificada, se arrimó a la pared y se encogió. Al principio no comprendió por qué su sensibilidad extrasensorial no le había avisado, pero sólo le llevó un par de segundos darse cuenta de que la persona que salía del portal era uno de los muertos. Pese a estar firmemente convencida de que se encontraba entre amigos, el corazón le empezó a latir con más fuerza y ella se apretó aún más contra la pared, como si con eso pudiera adentrarse aún más en la sombra, volverse más invisible.
El muerto -o la muerta, era imposible ver si se trataba de un hombre o de una mujer- se quedó parado fuera del portal, balanceándose. Dio unos pasos a la derecha, se detuvo. Dio unos pasos a la izquierda, se paró otra vez. Miró a su alrededor. Otra puerta se abrió más allá y por ella salió otro redivivo. Éste se dirigió directamente al centro del patio, donde se detuvo debajo de la farola.
Flora se estremeció cuando se abrió la puerta del portal situado justo al lado de ella. La muerta era una mujer, a juzgar por el pelo largo y gris. La ropa del hospital le colgaba suelta sobre el cuerpo esquelético, como una mortaja. La mujer dio un par de pasos alejándose de la puerta, unos pasos lentos y vacilantes, como si caminara sin botas de clavos sobre una superficie de hielo.
La chica contuvo la respiración. La muerta se dio la vuelta, temblorosa, y deslizó, desde el interior de unas cuencas vacías, lo que debía ser la mirada sobre el lugar donde se hallaba Flora, pero sin ver o sin darle ninguna importancia a la presencia de la muchacha. Quien captó su interés, en cambio, fue el muerto que estaba debajo de la farola, y se sintió atraída hacia la luz como una polilla. Flora observaba boquiabierta; parecía como si la mujer acabara de ver a su amado y, atraída por una fuerza más poderosa que la muerte, se encaminaba hacia él.
Varios redivivos más se unieron al grupo. De algunos portales salía sólo uno; de otros, dos o tres. Cuando se juntó un grupo de quince debajo de la farola, empezó algo que a Flora le hizo estremecer, la sensación de estar presenciando un rito tan ancestral que parecía perdido en la noche de los tiempos.
Fue imposible ver quién había empezado, pero poco a poco comenzaron a moverse en el sentido de las agujas del reloj. Pronto habían formado un círculo, con la farola en el centro. A veces, alguien chocaba con otro o se tambaleaba y caía fuera, pero enseguida recuperaba su lugar dentro del círculo. Se movían dando más y más vueltas, y sus sombras se deslizaban sobre las fachadas de los edificios. Los muertos estaban bailando.
Flora recordó algo que había leído sobre los monos en cautiverio, o tal vez se trataba de gorilas. Si clavaban una estaca donde estaban, no había que aguardar mucho antes de que los simios formaran un corro a su alrededor y comenzaran a moverse en círculo. Era el más primitivo de todos los ritos: la adoración del eje central.
A Flora se le saltaron las lágrimas. Su campo visual disminuyó y se le empañó. Permaneció mucho, mucho tiempo, como hipnotizada, mirando a los muertos, que seguían dando vueltas en su círculo sin interrupción ni variación alguna. Si alguien le hubiera dicho entonces que era aquella danza la que mantenía la tierra en rotación, ella habría asentido y habría contestado: «Sí. Lo sé».
Cuando la fascinación fue atenuándose, Flora miró a su alrededor. En muchas de las ventanas con vistas al patio vio óvalos pálidos que no estaban allí antes. Eran espectadores, muertos demasiado débiles para salir, o muertos que no querían participar, imposible saber cuál era el motivo. Sin saber lo que significaba, pensó:
«Es así».
Se levantó para seguir su camino. Quizá en aquellos momentos se estaba repitiendo el mismo espectáculo en todos los patios. No había alcanzado a dar más que un par de pasos cuando se detuvo.
Se estaban acercando otras personas, lo notaba. Otras consciencias vivas. ¿Cuántas? Cuatro, tal vez cinco. Llegaban de fuera, de la misma dirección por la que había entrado ella misma.
Sólo entonces, cuando sintió dentro de su cabeza el eco nítido de otras personas vivas, comprendió que lo que antes sólo había sospechado era un hecho confirmado: excepto ella misma, Peter y quienes se acercaban ahora, no había ni una sola persona viva dentro del recinto. Ni vigilantes, ni nada.
Volvió al sitio donde estaba anteriormente y se concentró para leer los pensamientos a los recién llegados. Lo que sintió hizo que el nudo de miedo que tenía en la garganta le cayera en el estómago como una piedra. Leyó excitación, terror. Al tiempo que Flora conseguía desenredar los pensamientos e identificarlos como pertenecientes a cinco personas, esas cinco entraron en el patio.
Eran cinco chicos. Estaban demasiado lejos para que pudiera verlos bien, pero llevaban cosas en las manos. Bastones, o… no. Se le encogió el estómago, y de repente se sintió indispuesta de terror. Lo vio todo. Lo que llevaban en las manos eran bates de béisbol. Sus pensamientos parecían tan excitados y tan caóticos que apenas era posible apreciar ninguna imagen clara, y Flora supo que era porque estaban muy ebrios.
Los muertos seguían bailando su danza, al parecer ajenos a los nuevos espectadores.
– ¿Qué cojones hacen? -soltó uno de los chicos.
– No sé -dijo otro-. Parece que están en la disco.
– ¡La disco de los zombis!
Los borrachos soltaron la carcajada y Flora pensó: «No estarán pensando… no pueden…», pero sabía que sí, que lo pensaban y que podían. Uno de los chicos miró a su alrededor. Se tambaleaba casi tanto como los que habían salido de los portales.
– Oye -dijo-. Aquí hay alguien, ¿no?
Los otros se callaron y registraron el patio con la mirada. Flora apretó los dientes y se quedó inmóvil. La situación era completamente nueva, no estaba acostumbrada a que pudieran leerle el pensamiento con la misma claridad que ella podía leer el de los demás. Se esforzó en no pensar nada. Como no lo conseguía, invocó el zumbido que había empleado contra Peter mientras jugaba al póquer.
– Bah, a la mierda -dijo uno de ellos, agitando la mano-. Sólo es algo.
Se acercaron a los muertos. Uno de los chicos se descolgó la mochila y dijo:
– ¿Les pegamos fuego ya, o qué?
– No -repuso otro agitando su bate de béisbol en el aire-. Vamos a tantearlos un poco primero.
– ¡Joder!, qué feos son.
– Más feos se van a poner.
Los chicos se detuvieron a tan sólo unos metros de los muertos, que en ese momento dejaron su danza y se volvieron hacia ellos. El miedo y la animadversión que los chicos habían irradiado no hacían más que crecer. Y crecer.
– ¡Hola, guapetones! -gritó uno de ellos.
– Uuuuhhhh… -dijo otro, y la imagen de un zombi de Resident Evil le revoloteó a Flora por la cabeza. Cuando la atrapó, tuvo una asociación de ideas. Zombis de películas, monstruos de juegos. Ése era el origen de la excursión de aquellos chicos: habían salido a divertirse un poco con el juego de rol.
«Yo no puedo…».
Antes de que tomara conscientemente una decisión -era difícil pensar con la agitación de los chicos chisporroteándole en la cabeza-, se levantó y les gritó:
– ¡Oye!
De un modo que habría resultado cómico en otras circunstancias, todos volvieron la cabeza al mismo tiempo hacia el lugar de donde procedía la voz. La chica salió de la sombra. Le temblaban las piernas y no había voluntad capaz de detenerlas. Temblando, anduvo la mitad del camino hacia la farola, y allí se paró.
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