John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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– Os estoy viendo. Sólo para que lo sepáis.

Era todo lo que podía decir, la única amenaza que podía esgrimir. Al tiempo que era consciente de que su voz y sus pensamientos la traicionaban y dejaban claro que tenía miedo, los pensamientos de los chicos rezumaban deseos de destrucción. La humanidad brillaba por su ausencia.

– ¡Una chica! -gritó uno de ellos, y Flora sintió cómo cinco consciencias examinaban su cuerpo, notó pinchazos de atracción, deseos de follarla antes o después de hacer lo que habían venido a hacer. Ella dio un paso atrás de forma instintiva.

– Vete a casa y acuéstate -gritó el que Flora creía que era el líder mientras agitaba el bate contra ella y hacía un gesto obsceno, hacia delante y hacia atrás- antes de que empiece a arder en otro sitio además de en tu cabeza.

– ¡No podéis hacer eso!

El chico exhibió una amplia sonrisa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una sonrisa… profesional. Vestía una camisa de color azul claro y vaqueros limpios. Todos ellos llevaban el mismo estilo de ropa y, más que una banda de linchadores, parecía un club de amigos de la Escuela de Comercio, que salían de una fiesta de estudiantes y habían decidido divertirse un poco.

– Dime qué ley lo… -empezó a decir el chico, y Flora vio a un hombre mayor, probablemente el padre del muchacho, vestido de traje a la mesa de la cocina que decía: «Hasta que no cambien las leyes, los redivivos carecen de protección legal porque ya están registrados como fallecidos». Pero no le dio tiempo a decir más, ya que sus amigos le gritaron:

– ¡Markus, cuidado!

Mientras los gamberros centraban su interés en la joven, dando la espalda a los redivivos, éstos habían echado a andar, espoleados por su odio hacia los intrusos. El primero, un viejo delgado como un palo y un palmo más bajo que el susodicho Markus, alargó los brazos y le agarró de la camisa.

Éste dio un salto hacia atrás y se oyó un restallido seco de la tela.

– ¿Me vas a estropear tú a mí la camisa, cabrón? -gritó al ver el siete que le había hecho en la manga de la camisa, y estrelló el bate de béisbol contra la cabeza del muerto.

El golpe fue perfecto, le alcanzó justo encima de la oreja, y se oyó un ruido semejante al de una rama seca al partirla con la rodilla; el difunto salió despedido un par de metros como consecuencia de la violencia del golpe, dio media vuelta en el aire y aterrizó de cabeza, completando el giro, y cayó desplomado sobre el asfalto.

Markus levantó la mano, y uno de los otros chocó los cinco con él. Después cayeron sobre su presa.

Flora no podía moverse. No era sólo el miedo lo que la tenía paralizada; las ganas de sangre y el odio que irradiaban aquellos chicos eran tan fuertes que no le dejaban pensar, no podía controlar su cuerpo porque los pensamientos de los chicos eran tan intensos que eclipsaban los suyos. Ella sólo estaba allí quieta. Mirando.

Los redivivos no tenían ni medio sopapo para aquellos cinco jóvenes bien entrenados. Fueron tirándolos al suelo uno tras otro entre gritos de triunfo. Y siguieron golpeándolos cuando ya estaban en el suelo, como si estuvieran tirando un tabique que tuviera que quedar reducido a trozos pequeños para poder meter los escombros en sacos. Los muertos no intentaron defenderse, pero, incluso después de que les hubieran roto las piernas, seguían arrastrándose hacia los chicos; recibieron algunos golpes más, se oyeron algunos débiles crujidos más, pero no dejaban de moverse, sólo que lo hacían más despacio.

Los chicos bajaron sus bates y se alejaron un par de pasos de la masa bullente que tenían a sus pies. Uno de ellos sacó un paquete de tabaco y ofreció a todo el equipo. Fumaron contemplando su obra.

– ¡Joder! -exclamó uno de ellos-. Creo que me ha mordido uno.

Extendió el brazo y les mostró una mancha oscura sobre la tela blanca. Los otros se echaron hacia atrás, haciendo como si se asustaran, levantando las manos y gritando:

– ¡Ahhh! ¡Le han contagiado!

El chico al que habían mordido esbozó una sonrisa algo insegura y dijo:

– ¡Bah!, dejad de hacer el tonto. ¿Creéis que debería ponerme la antitetánica o algo?

Los otros se dieron cuenta de su preocupación y siguieron gastándole bromas, diciéndole que pronto iba a convertirse en un muerto viviente en busca de carne humana, y el chico les pidió que cerraran el pico. Sus compañeros se rieron de él, y como para demostrarles que no estaba preocupado en absoluto, se agachó junto a los restos más cercanos de lo que antes había sido una persona, una anciana diminuta con el brazo tan partido que le caía por encima de la nuca. El chico puso su brazo herido delante de la boca de ella y dijo:

– Ñam, ñam, venga, come.

La boca partida de la vieja, en la que destacaban unos pocos dientes entre los labios hechos puré, se abrió y se cerró como la de un pez en tierra. El chico se reía mirando a los otros, y en ese instante sucedió lo que Flora había estado esperando que ocurriera: la vieja alargó el otro brazo, agarró al chico y le clavó los dientes en la carne.

El chico empezó a gritar y perdió el equilibrio, pero se levantó rápidamente. Los dientes se negaban a soltarle y la vieja, como si fuera una muñeca de trapo, se levantó también del suelo colgando del brazo del chico.

– ¡Ayudadme, joder! -gritó él, sacudiendo el brazo, pero, pese a que la anciana no era más que un montón de huesos rotos en un saco de piel, tenía los dientes cerrados y se balanceaba con las sacudidas.

Los otros tiraron los cigarrillos, empuñaron los bates y empezaron a golpear el cuerpo de la vieja. No quedaban más huesos que romper, lo único que se oía eran golpes secos, blandos, como si estuvieran sacudiendo una alfombra húmeda. Al final le dieron un golpe encima del hombro con tal fuerza que la cabeza se soltó del brazo y ella volvió a caer al suelo.

El chico del que se había colgado la mujer agitaba el brazo, aullando una repulsión no articulada. Le faltaba un buen trozo de carne en el antebrazo y él saltaba, daba patadas en el suelo como si deseara salir volando, desaparecer, no ser protagonista de aquello.

Le corría la sangre por el brazo, y Markus se quitó la camisa, cortó la manga que ya estaba rasgada y le dijo:

– Ven, vamos a hacer un torniquete…

El herido actuaba como si no lo oyera. Abrió la mochila en un impulso de enajenado, sacó un par de botellas de plástico, las abrió y roció con aquel líquido el montón de cuerpos que aún se agitaban y revolvían.

– ¡Ahora vais a ver, hijos de puta! -Corrió alrededor del montón de muertos, vertiendo todo el líquido que había en las botellas-. ¡Ahora vamos a ver cuánto mordéis, cabrones!

La parálisis que había inmovilizado a Flora se había ido suavizando; los otros cuatro se habían tranquilizado después de dar golpes hasta cansarse, sólo la histeria del herido le atravesaba ahora la cabeza como una sierra, una sierra contra una superficie de metal…

«No…».

No era eso. Era el otro ruido. No había nada que hacer; era demasiado tarde, ella no podía evitar que los chicos hicieran cuanto habían planeado. Miró a su alrededor y al otro lado del patio se vio a sí misma, dirigiéndose hacia la farola. Aún le resultaba difícil mirar, algo le decía que bajara los ojos, pero era como si ya se hubiera acostumbrado. Desplazó el ruido cortante a la parte posterior del cerebro y dejó espacio para pensar libremente.

Haz algo, haz algo, pensó dirigiéndose a la figura que se parecía tanto a ella misma, y que en un abrir y cerrar de ojos se había plantado delante del montón de cadáveres, donde los chicos se disponían ahora a sacar las cerillas de la mochila. Ellos no se percataron, pero evidentemente oyeron el ruido, la vieron con el rabillo del ojo, porque movieron la cabeza, gritando:

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