– Tenía más -dijo Sture-. Habrá tirado los otros.
Apartaron el resto de los papeles a un lado y David rodeó la mesa para poder observar mejor aquel único dibujo colocado en el centro.
El estilo de Eva era aún infantil, algo bastante lógico. Los peces, dibujados con trazos sencillos, y la niña que representaba a Eva tenía una cabeza muy grande, desproporcionada en relación con el cuerpo. De las líneas onduladas que aparecían en la parte superior del papel se infería que ella era la niña que se encontraba debajo del agua.
– Sonríe -observó David.
– Sí -afirmó Sture-. Sonríe.
Sobre el dibujo de la cara de la niña aparecía pintada una boca tan alegre que no coincidía exactamente con lo que suele ser el estereotipo infantil normal. La sonrisa cubría la mitad de la cara. Era la representación de una niña feliz.
No era fácil de comprender, sobre todo teniendo en cuenta la figura pintada junto a ella: el Señor del Agua, el Pescador. Era por lo menos tres veces más grande que ella. No tenía cara alguna, sólo un óvalo en el lugar donde debería estar el rostro. El contorno de los brazos, de las piernas y del cuerpo estaban dibujados con trazos temblorosos y encrespados, como si la figura estuviera electrizada o en descomposición.
– Ella dijo que no se le veía bien -le informó Sture-. Era como si cambiara todo el tiempo.
David no dijo nada. Había un detalle en el dibujo del cual no podía apartar la vista. Si bien toda la figura estaba dibujada de forma borrosa intencionadamente, había una cosa que no lo estaba: las manos. Las manos tenían los dedos perfectamente dibujados, y en la punta de cada dedo se veía un anzuelo. Aquellos anzuelos se alargaban hacia la figura sonriente de la niña.
– Los anzuelos… ¿Qué es eso? -preguntó David.
– Nosotros salíamos muchas veces a pescar cuando ella era pequeña -dijo Sture-. Así que…
– ¿Qué?
– Sí, Eva dijo entonces que él tenía esos anzuelos para cogerla a ella, pero no le dio tiempo. -Sture señaló los dedos del Pescador-. En realidad, según dijo ella, no eran tan grandes, pero los vio con toda claridad.
Contemplaron el dibujo en silencio, hasta que David dijo:
– Y, sin embargo, se ríe.
– Sí -confirmó Sture-. Se ríe.
Gr ä dd ö , 17:45
Mahler atracó en el muelle de la isla de Gräddö cuando faltaba un cuarto de hora para las seis de la tarde. Subió a la tienda todo lo deprisa que se atrevió y llegó un par de minutos antes de la hora de cierre. Compró leche, de la que se conservaba más tiempo, varios botes de conservas, sobres de sopas, salsas, macarrones y tortellinis. Una bolsa de pan de molde, Skogaholmslimpa, con fecha de caducidad ilimitada, y unos tubos de queso fresco para untar.
Llenó los bidones de agua potable en el grifo de la parte posterior de la tienda. Entonces se acordó de la carretilla que había visto abajo junto al embarcadero, en la que ponía «Supermercado Insular del Archipiélago de Gräddö». Ahora comprendía por qué estaba allí. Se preguntó qué sería mejor: bajar al puerto y coger la carretilla o intentar llevar los dos bidones, que ahora pesaban cuarenta kilos, más las bolsas de la compra.
Decidió llevarlo todo…
… pero se vio obligado a detenerse para descansar a cada paso, y al cabo de veinte minutos apenas había recorrido la mitad del trayecto. Al final, bajó a por la carretilla, ascendió con ella hasta donde había dejado las cosas y llegó al muelle en diez minutos.
Ya eran las siete pasadas y empezaba a caer la tarde. Aún se veía asomar la cabeza calva del sol por encima de las copas de los árboles, pero el astro rey descendía en picado. Mahler no tenía tiempo que perder; navegar de vuelta hasta la isla a oscuras y sin carta náutica era más de lo que él era capaz de hacer. Dejó las bolsas y los bidones en la embarcación, pero, no obstante, se vio obligado a hacer una pausa algo más larga para evitar que se le acelerase el corazón.
Después rezó una oración y tiró de la cuerda. El motor arrancó a la primera. Se dirigió al pontón de la gasolinera y vio que estaba cerrada. Amarró el barco, pero dejó el motor en marcha mientras comprobaba los surtidores. No había ninguno automático para pagar con billetes o tarjeta. La única posibilidad de conseguir combustible era volver a subir a la tienda. Levantó el bidón de combustible y calculó el contenido, estaba lleno hasta la mitad, más o menos.
Miró el camino hasta la tienda. No tenía fuerzas.
Estaba seguro de poder llegar a su destino con el combustible que le quedaba. La vuelta era más insegura.
Tal vez hubiera gasolina en algún sitio de la casa. Había visto un bidón debajo del fregadero, pero no había comprobado si había algo en él. Era cierto que los bidones de agua se los había encontrado vacíos, pero la gasolina podía uno tenerla almacenada durante mucho tiempo.
Probablemente en el bidón había gasolina de reserva para una situación similar a la de ellos. Sí, lógicamente. Seguro que había gasolina en el bidón. Y si no había, pues para eso tenían los remos.
No le gustaba aquella situación. Debería volver a subir a la tienda. Sin gasolina iban a estar abandonados a…
«¿A qué?».
A los elementos. A la buena de Dios.
Pero seguro que había gasolina en aquel bidón.
Se sentó de nuevo en el bote. Y se alejó de tierra y de todo vestigio de normalidad.
* * *
Eran las 20:30 cuando se acercaba a la zona donde debía girar hacia el sur. No era capaz de reconocer con exactitud su posición. El sol sólo era una línea roja en el horizonte y el anochecer confería a las islas un aspecto diferente. Aún podía divisar el poste de la isla de Manskär, pero le parecía que estaba demasiado desplazado a la derecha.
«Debo de haberme alejado demasiado».
Dio la vuelta al bote y volvió por el mismo camino. Seguía sin saber dónde estaba. Con la luz del crepúsculo declinando lentamente, era cada vez más difícil calcular la distancia. Qué era una sola isla grande y qué un grupo de islas pequeñas.
Gustav se mordía los nudillos.
No tenía carta náutica de las islas ni combustible de reserva. Lo único que tenía para guiarse, su única salvación, eran las pocas referencias en tierra que conocía, y ninguna de ellas estaba la vista.
Ahogó el motor tanto como se atrevió sin arriesgarse a que se le parara, y lo dejó en punto muerto. Trató de tranquilizarse, escudriñar las islas, repasar mentalmente el recorrido que había hecho. Mientras tuviera localizada la ruta de los ferries no había riesgo de que se perdiera totalmente. Miró a su alrededor. Un ferry procedente del mar de Åland se acercaba a gran velocidad. Era uno de los que cubría la ruta hacia Finlandia. Tenía encendidas más luces que en un carnaval.
Mahler no quería abandonar esa ruta, pero el barco le obligaba a ello. Se acercó despacio a las islas y dejó la vía libre. Si el ferry se lo llevaba por delante, sobre el capitán no caería ni la más mínima sombra de culpabilidad, puesto que habría que añadir las luces de navegación a la lista de cosas que Mahler debería tener y no tenía.
Pasó el ferry. A través de las ventanas iluminadas Mahler pudo ver un montón de personas despreocupadas. Le habría gustado estar con ellas ahí dentro. Volar sencillamente a través de la ventana, aterrizar en el bar, beber cubatas hasta que estuviera vacía la cartera, escuchar música pop carente de contenido y mirar de reojo a las chicas que desaparecieron de su vista hacía más de treinta años. Quizá escuchar a algún estonio solitario contarle su triste historia mientras el alcohol lo cubría todo con un velo de disculpa.
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