Ella estaba quitando una piedra que se había quedado atascada dentro del cortacésped, cuando la voz clara y nítida de su hijo le invadió la cabeza:
«¡Mamá, ven! El abuelo está enfadado. Voy a…».
Elias no llegó más allá antes de que su voz se ahogara en un sonido cortante, silbante. Cuando ella entró en la casa, Elias estaba en el suelo con la silla encima y el sonido agudo desapareció, al tiempo que perdió todo contacto con él.
La vez anterior fue de noche. Ella apenas dormía y cuando conciliaba el sueño era por puro agotamiento. Le resultaba difícil dormir sabiendo que Elias estaba en su cama con la vista en el techo y que le dejaba solo cuando desaparecía en el espacio cerrado del sueño.
Se había adormilado en un colchón al lado de la cama de Elias cuando su voz la despertó, pegó un salto, se sentó y le vio allí tumbado en su cama con los ojos abiertos.
– ¿Elias? ¿Has dicho algo?
– «Mamá…».
– ¿Sí?
– «No quiero».
– ¿Qué es lo que no quieres?
– «No quiero estar aquí».
– ¿No quieres estar aquí, en la casa de veraneo?
– «No. No quiero estar… aquí».
El redivivo interrumpió la conversación en cuanto se oyó un silbido, antes de que ese sonido sibilante aumentara de volumen y resultara insoportable. Anna percibió con claridad tangible cómo su hijo se agazapaba en el interior de sí mismo hasta desaparecer. Por unos instantes, mientras madre e hijo hablaban, algo había animado a Elias, pero al cabo de un momento, cuando lo recobró, ya sólo fue posible entablar una precaria comunicación sin palabras.
Y otra cosa más.
Cada retirada de Elias tenía un único motivo: el miedo. Ella lo sabía. Elias temía algo relacionado con aquel sonido silbante.
Sobre la roca a la luz del sol, con esa cara de momia sobresaliendo del edredón, quedaba claro, terriblemente claro, que el cuerpo de Elias sólo era ese caparazón del que hablaban. Ese pellejo seco y arrugado escondía en su interior algo innombrable que no era de este mundo. Elias, ese niño que se había balanceado en los columpios y al que le habían gustado las nectarinas, no iba a volver. Ella lo había comprendido ya durante aquellos primeros minutos en el dormitorio de Mahler en Vällingby.
«Y, sin embargo, sin embargo…».
Ella ahora podía valerse por sí misma. Tendía la ropa y canturreaba canciones, lo cual no habría podido hacer de ninguna de las maneras una semana antes. ¿Por qué?
Porque ahora sabía que la muerte no lo era todo.
Tantas veces como había bajado a Råcksta y se había sentado junto a la tumba y le había hablado en susurros, tendida sobre la lápida. La mujer sabía entonces que el cuerpo de su hijo se hallaba allí abajo, pero también sabía que él no la podía oír, que, en realidad, no quedaba nada de él. Que Elias solamente había sido la suma de columpios, nectarinas, bloques de Lego, sonrisas, cabezonerías, y «mamá, dame otro beso de buenas noches». Cuando todo aquello había desaparecido, sólo quedaban los recuerdos.
Estaba completamente equivocada, y ésa era la razón de que ahora tarareara canciones. Elias estaba muerto, pero no había desaparecido.
Anna abrió un poco el edredón para que le entrara algo de aire. Elias todavía olía mal, pero no como al principio. Era como si lo que podía oler mal se hubiera… consumido.
– ¿De qué tienes miedo?
No hubo respuesta. Le aireó el pijama por encima del vientre y salió una tufarada de aire podrido. Le cambiaría en cuanto se secara la ropa. Se quedaron en la roca hasta que el sol descendió hacia el mar de Åland, empezó a levantarse una brisa fresca y Anna llevó a Elias dentro.
La ropa de la cama olía a moho, así que la sacó fuera y la colgó de un aliso próximo a la casa. Encontró un quinqué y lo llenó de queroseno para cuando se hiciera de noche. Comprobó si funcionaba la chimenea quemando unos papeles y abriendo el tiro. El humo se quedaba dentro. Probablemente la chimenea estaría tapada; quizá algún pájaro había construido su nido en ella.
Anna se untó unas rebanadas de pan con huevas de bacalao, llenó un vaso de leche, salió y se sentó en la piedra. Después de comerse las rebanadas bajó hasta la orilla para comprobar qué era aquella cosa grande y plateada oculta entre la hierba y que ya le había llamado la atención antes.
Al principio no comprendió qué podía ser ese gran cilindro lleno de agujeros. Era el típico objeto que uno tiraba hacia arriba, le sacaba una foto y luego podía asegurar que era un ovni. Más tarde comprendió que era el tambor de una lavadora, que usaban los pescadores como nasa.
Dio un paseo por la orilla, halló un tubo de espuma de afeitar y una lata de cerveza. Las nubes adquirieron un color rojo claro y pensó que su padre tenía que estar a punto de llegar.
Para contemplar mejor la puesta de sol y comprobar si venía su padre, subió a una colina coronada por un túmulo situado detrás de la casita. La vista era fantástica. Aunque la colina no sobresalía más de dos metros por encima de la casa, desde allí se podían observar todas las islas del archipiélago.
Vista de lado, la masa de nubes de evolución parecía un único edredón acolchado que cubría las islas bajas, reflejándose en un mar de sangre. Nada ocultaba la línea del horizonte por el este. Anna comprendió muy bien por qué la gente creyó alguna vez que la tierra era plana y el horizonte era un borde tras el cual sólo se hallaba la Nada.
Escuchó con atención, pero no distinguió ningún ruido de motor.
Mientras estaba allí contemplando el ancho mundo, le pareció absolutamente increíble que su padre pudiera encontrar el camino de vuelta. El mundo era inmensamente grande.
«¿Qué es eso?».
Anna fijó la vista en la arboleda que crecía en una hondonada al otro lado de la isla, donde le pareció ver algo en movimiento. Sí, escuchó un chasquido y creyó entrever una mancha blanca que aparecía y desaparecía.
¿Blanco? ¿Qué animales blancos había?
Sólo los que vivían en la nieve. Además de los gatos, claro. Y los perros. ¿Podía ser un minino olvidado o abandonado? Tal vez se había caído de algún barco y había conseguido llegar a tierra.
Empezó a caminar hacia la hondonada, pero de repente se detuvo.
Aquello era más grande que un gato, parecía más un perro, a juzgar por el tamaño. Un perro que se había caído de una embarcación y… se había vuelto salvaje.
Dio media vuelta y se dirigió rápidamente a la cabaña, a la entrada de la cual se detuvo y prestó atención una vez más. Debían de ser ya más de las ocho, ¿por qué no volvía su padre?
Entró y cerró la puerta tras de sí, pero volvió a abrirse, pues le faltaba la cerradura. Cogió una escoba, la pasó por debajo de la manija y apoyó el extremo contra la pared. No valía nada como cerradura, pero un animal no podría abrirla.
Cuanto más pensaba en ello, más se angustiaba.
No era ningún animal. Era una persona.
Se colocó al lado de la puerta y aguzó el oído. Nada. Sólo un mirlo solitario que trataba de trinar como un montón de pájaros a la vez.
El corazón hizo acto de presencia, palpitaba más deprisa y con más fuerza. Se preocupaba por nada. Lo único que pasaba era que ella estaba sola con Elias, el hecho de que no pudiera escapar de allí era lo que le hacía pensar en fantasmas. No había ninguna dificultad en caminar haciendo equilibrios sobre una tabla de diez centímetros de anchura cuando la tabla estaba a ras del suelo, pero ponía a diez metros de altura y el miedo se adueñará de ti. Aunque la tabla siguiera siendo la misma.
Probablemente había sido una gaviota. O un cisne.
Un cisne. Eso era. Claro que era un cisne, con el nido en un altozano de la isla. Los cisnes eran grandes.
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