«Nada».
El miedo fomentó el miedo, el odio fomentó el odio y, al final, sólo quedaba un montón de cuerpos quemados. Como en todas partes, como siempre.
Algo se movió entre los despojos.
Al principio creyó que eran dedos que de algún modo se habían librado del fuego y ahora intentaban salir; luego vio que eran larvas, larvas blancas que salían de algunos cuerpos. El tufo de la hoguera era insoportable pese a protegerse la nariz, y Flora retrocedió un par de metros.
Sólo salieron siete las larvas, aunque habría allí unos quince redivivos desde el principio.
«Ella se llevó a los otros».
Flora sabía que las larvas eran personas, no, las larvas eran la esencia humana de la persona, y se manifestaba ante sus ojos de una forma comprensible. En realidad, tampoco su gemela era su gemela, o algo que pudiera comprenderse en absoluto con conceptos humanos. Eso lo había comprendido durante el segundo que ambas se miraron a los ojos.
La otra Flora, la que calzaba sus mejores zapatillas deportivas, sólo era una fuerza que se manifestaba de un modo diferente e inteligible para cada uno. Lo único que no cambiaba eran los anzuelos, puesto que la misión de la fuerza era pescar, buscar. Tampoco los anzuelos eran algo real, sino una imagen comprensible para los hombres.
Las larvas que se habían liberado de aquella masa negra se revolvían sin un lugar donde estar, ahora que su morada humana había quedado destruida.
«Perdidas», concluyó Flora. «Están perdidas».
Ella no podía hacer nada. Se habían descarriado a causa del miedo y ahora estaban perdidas. Mientras ella miraba, las larvas seguían hinchándose, volviéndose primero de color rosa, yluego rojo.
Flora pudo oír a lo lejos los gritos de angustia cuando las personas-larva se dieron cuenta de lo que ella ya sabía: ahora iban a ser conducidas inexorablemente hacia el otro sitio. Ése del que no se puede decir nada. Nada.
Las larvas siguieron engordando, la fina piel se estiró y los gritos se volvieron más fuertes, a Flora le daba vueltas la cabeza, pues ella sabía que nada de aquello estaba sucediendo en realidad. Se veía sólo porque ella lo miraba. Se estaba representando ante sus ojos un drama invisible tan antiguo como la humanidad.
Las larvas se rasgaron una tras otra en silencio, salvo un audible plop final. Manó de ellas un incoloro líquido gelatinoso que se evaporó al entrar en contacto con el calor de los huesos calcinados. Los gritos cesaron.
«Perdidas».
La muchacha se alejó de la hoguera, se sentó en el banco a varios metros de allí e intentó pensar. Sabía demasiado, decididamente demasiado. Los conocimientos que brotaron en su mente durante aquel segundo en que se vio a sí misma eran demasiado, ella no podía sobrellevarlos.
«¿Por qué? ¿Por qué ha pasado esto?».
Ella lo sabía todo, aunque era imposible expresarlo con palabras. Había sucedido algo en el orden superior y en nuestro pequeño planeta se había manifestado de esta manera: los muertos habían resucitado dentro de una zona delimitada. A veces, el aleteo de una mariposa provocaba un huracán. Visto desde una perspectiva más amplia, aquello no era nada, uno de esos accidentes que ocurrían a veces, a lo sumo una nota a pie de página en el libro de los dioses.
De repente se irguió en el banco. Recordó algo que Elvy le había dicho al otro lado de la verja… ¿hoy? Seguía siendo aún el mismo día en que ella había estado paseando con Maja y… sí, seguía siendo el mismo día.
Sacó el teléfono y marcó el número de Elvy. Milagrosamente no cogió el teléfono ninguna de las viejas ni aquel tipo tan repugnante, sino la propia Elvy. Su voz parecía cansada.
– Abuela. Soy yo. ¿Qué tal?
– No muy bien. No muy… bien.
Escuchó al fondo las voces subidas de tono propias de una discusión. Los sucesos del día habían provocado diferencias en el seno del grupo.
– Abuela, escúchame. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste esta mañana?
Elvy suspiró.
– No, no sé…
– La mujer de la tele, me dejaste que la viera…
– Sí, sí. Eso…
– Espera. Ella te dijo ellos tienen que volver a mí, ¿no?
– Lo intentamos -dijo Elvy-, pero…
– Abuela, escucha, ella no se refería a los vivos sino a los muertos.
Flora le contó todo lo ocurrido en el patio. Lo de la panda de chicos, el fuego, su gemela, las larvas. Mientras hablaba, advirtió en otro rincón de su consciencia que se acercaba gente al recinto. Éstos tampoco traían buena disposición. Se acercaban la ira, el odio. Quizá los gamberros habían buscado a otros amigos, o eran otros nuevos que venían con la misma idea.
– Abuela, tú también la has visto. Tienes que venir aquí. Ahora. Si no ellos… desaparecerán.
Se hizo un silencio al otro lado del hilo que se prolongó varios segundos, a continuación Elvy dijo, ahora con otro ímpetu en la voz:
– Cojo un taxi.
Después de cortar la comunicación, Flora se dio cuenta de que no habían acordado dónde se iban a encontrar, pero eso ya lo solucionarían, sus consciencias estaban tan compenetradas como si tuvieran un walkie-talkie cada una, al menos en aquel recinto. Más complicado iba a ser hallar la manera de que Elvy entrara allí. Ya verían cómo se las arreglaban.
Flora se levantó. Se acercaba gente peligrosa, con malas intenciones.
«¿Qué digo?, ¿qué hago?».
Salió corriendo del patio. Sabía que en el recinto había al menos un redivivo que pensaba de una manera similar a la suya, que pensaba usando el mismo tipo de imágenes. Flora buscaba el 17 C.
Mientras corría, los muertos salían de los portales y se juntaban en los patios. Ahora no bailaban. Todavía había caras que sólo miraban a través de las ventanas, pero cada vez eran menos. Ese silbido tan parecido al rechinar de un torno de dentista crecía en el aire. La muchacha percibió que a lo lejos se acercaban más personas. Habían abierto las verjas, seguro.
Ella siguió corriendo con la angustia aguijoneándole el pecho, se avecinaba una catástrofe, una cascada de terror que ella era incapaz de contener o evitar. Encontró el número 17 y entró corriendo en el portal, pero se detuvo, porque…
… un muerto estaba bajando por las escaleras. Era un hombre mayor, con las piernas amputadas; se arrastraba sobre la tripa reptando hacia abajo, poco a poco. Cada vez que bajaba un peldaño se golpeaba la barbilla contra el cemento, con un ruido que hacía que a Flora le doliera la boca. Él estaba cerca, ella le oyó mascullar:
«A casa… A casa… A casa…».
Alargó la mano para coger a Flora cuando ésta pasó a su lado, pero ella se zafó y continuó subiendo escalones hasta llegar al apartamento 17 C, y abrió la puerta.
Eva estaba en la entrada, a punto de salir. Su rostro no era más que una mancha pálida bajo la luz débil que desde el rellano entraba por la puerta e iluminaba el vendaje que le cubría la mitad del rostro.
Flora no se lo pensó dos veces. Entró y la sujetó por los hombros. La muchacha supo lo que iba a decirle en cuanto se estableció un contacto entre ellas. Cerró su conciencia a cuanto pasaba a su alrededor y pensó:
«Sal fuera. Haz lo que te digo».
La muerta forcejeó para liberarse de las manos de la joven, y esa fracción de lo que fue Eva aún viva en el cuerpo de Eva le respondió:
«No. Quiero vivir».
«No vas a sobrevivir. La puerta está cerrada. Hay dos formas de salir».
Flora le envió las dos imágenes de las almas que habían abandonado la cárcel de la carne. Las almas que fueron pescadas, y los que desaparecieron. No eran suyas las palabras, ella sólo las transmitía.
«Deja que suceda. Entrégate».
El alma de Eva se acercaba a la superficie, y el sonido sibilante aumentó de potencia en algún lugar detrás de Flora. Como una gaviota que hubiera volado sobre el mar, el Pescador se dejó caer ahora contra el reflejo plateado que se vislumbraba, contra la presa.
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