«Sólo quiero… despedirme».
«Hazlo. Eres fuerte».
Antes de que el Pescador tomara forma, antes de que el alma de Eva se hubiera convertido en la presa del Pescador, Eva abandonó su pecho y voló con una velocidad de la que sólo lo incorpóreo es capaz. Un susurro rozó la piel de Flora cuando una vida pasó junto a ella, la llama de una consciencia jadeó dentro de su cabeza y luego desapareció. El cuerpo de Eva se derrumbó a sus pies.
«Suerte».
Aquel sonido silbante se alejó. El Pescador recogió su pesca.
Svarvargatan, 22:30
David durmió y soñó. Corría por los pasillos del laberinto donde se encontraba encerrado. A veces llegaba hasta una puerta, pero siempre estaba cerrada. Algo le perseguía muy de cerca, siempre estaba detrás de él, a punto de doblar la esquina y darle alcance. Tenía el semblante de Eva, lo sabía, pero no era ella, sólo algo que había adoptado su forma para atraparle con mayor facilidad.
Él golpeaba las puertas, gritaba, y sentía cómo se acercaba todo el tiempo aquello que era la antítesis del amor. Lo peor era que también tenía la sensación de que había dejado atrás a Magnus, que él se hallaba en algún cuarto oscuro donde aquella cosa terrible podía atraparlo.
Él corría por un pasillo interminable hacia otra puerta que ya sabía que iba a estar cerrada. Entretanto, advirtió un fenómeno curioso en la luz del pasillo. Todos los corredores por los que había pasado estaban iluminados por anodinos tubos fluorescentes, pero ahora llegaba otro tipo de luz. La luz del día, la luz del sol. Miró hacia arriba mientras avanzaba. Había desaparecido el techo del pasillo y vio un cielo de verano.
Cuando puso la mano sobre el pasador de la puerta supo que la puerta se iba a abrir, y así fue. La puerta se abrió, todas las paredes desaparecieron y él se encontraba de pie en el césped de la playa de Kungsholmen. Eva estaba allí.
Él supo qué día era, reconoció el instante. Se acercaba por el canal un fueraborda grande de color naranja. Sí. Él lo había mirado, recibió un reflejo naranja en los ojos y luego se había vuelto hacia Eva y le había preguntado:
– ¿Te quieres casar conmigo?
Y ella había dicho sí.
– ¡Sí! ¡Sí!
Se dejaron caer en la manta y se abrazaron e hicieron planes, y se prometieron que sería para siempre, para siempre, y el hombre del barco naranja les había pitado burlándose, y ahora era ese día y el barco se acercaba, dentro de un instante tendría que hacer la pregunta, pero justo antes de que las palabras salieran de sus labios, Eva le cogió la cara entre sus manos y le dijo:
– Sí, sí, pero ahora debo irme.
David meneó la cabeza. La movía de un lado a otro sobre la almohada.
– No puedes irte.
Los labios de Eva sonreían, pero tenía los ojos tristes.
– Pronto nos volveremos a ver -le aseguró ella-. Sólo pasarán unos años. No tengas miedo.
Él se quitó el edredón de encima, alzó los brazos hacia el techo del dormitorio, extendió sus brazos hacia ella en el césped al mismo tiempo que un grito desgarrador se interpuso entre los dos.
El césped, el canal, el barco, la luz y Eva fueron desapareciendo hasta convertirse en un solo punto. Y entonces él abrió los ojos y descubrió que estaba tumbado en la cama de Magnus con los brazos en cruz. Oyó un sonido penetrante, tan fuerte que parecía como si fuera a reventarle los oídos, procedía de su lado derecho y él no podía mirar hacia ese lado. Tenía una larva blanca encima del estómago, enroscada.
Entonces, el efluvio a perfume barato llenó la habitación. Él lo reconoció de inmediato. Tenía el cuello agarrotado y era incapaz de girar la cabeza, pero vio por el rabillo del ojo un atisbo rosa, e intuyó que era su propia imagen de la Muerte, la mujer del supermercado. En su ángulo de visión apareció una mano con pulseras de colores vivos en la muñeca y anzuelos en las puntas de los dedos.
«¡No! ¡No!».
Estiró los brazos para proteger a la larva. Los anzuelos se detuvieron muy cerca de su mano. No podían tocarle, pues él estaba vivo. La larva se retorció y le cosquilleó la palma de la mano, y una súplica le atravesó la piel y la carne, y se le metió hasta el tuétano.
«Suéltame».
David meneó la cabeza; bueno, lo intentó. Quería salir corriendo de la cama con la larva dentro de sus manos ahuecadas, huir de la casa, dejar la tierra, este mundo en el que las condiciones eran ésas, pero se quedó paralizado de miedo cuando la muerte se presentó al borde de su cama. Negándose a ceder.
La larva se hinchó bajo la palma de su mano y los anzuelos desaparecieron de su vista poco a poco. La súplica se debilitó y la voz de Eva también. Un velo de oscuridad tras otro se interpusieron entre ella y esa parte de su amado capaz de oírla. David sólo escuchó un susurro:
«Si me amas… suéltame…».
David sollozó y levantó las manos.
– Te amo.
La larva extendida sobre su vientre era ahora de color rosa. Parecía enferma. Moribunda.
«Qué he hecho, qué he hecho…».
Los anzuelos estaban allí otra vez. El anzuelo del dedo índice enganchó la larva y la levantó. David abrió la boca para lanzar un alarido, pero algo pasó antes de que profiriera el grito.
Se abrió una raja allí donde el anzuelo se había clavado en la larva. La mano seguía delante de sus ojos como si pretendiera mostrarle lo que pasaba. La fisura se hizo más grande, y entonces pudo comprobar que la larva ya no era una larva, sino una crisálida. De la hendidura emergió una cabeza más pequeña que la de un alfiler.
De la crisálida salió una mariposa y el envoltorio cayó, y se deshizo. La mariposa se quedó un momento quieta encima del anzuelo como para secarse las alas o para ser vista, después de lo cual, aliviada, voló hacia lo alto. David la siguió con la mirada y la vio desaparecer por el techo.
Cuando bajó otra vez la vista, se había desvanecido la mano con los anzuelos. Volvió a mirar al techo, hacia el punto por donde se había marchado la mariposa.
«Ha desaparecido».
Magnus se agitó a su lado.
– Mamá… -dijo en sueños.
Su padre se levantó de la cama con cuidado para no despertarle. Cerró la puerta para que no lo oyera. Después se tumbó en el suelo de la cocina y lloró hasta quedarse sin lágrimas, se sintió vacío. El mundo estaba vacío de nuevo.
«Yo creo».
La felicidad existe en algún lugar y en algún momento.
Heden, 22:35
Flora había cambiado de opinión.
Lo normal era que el cuerpo necesitase un alma en la que sustentarse, pero resultaba más extraño que el alma precisase de un cuerpo. Lo que allí quedaba de Eva era algo que podía quemarse y enterrarse como cualquier otro despojo.
«¿Por qué nacemos? ¿Para qué sirve?». Ésa era la gran incógnita, y de eso Flora no sabía nada. Eso no entraba dentro de la percepción de la Muerte. La muchacha permaneció unos minutos de rodillas junto a aquel cuerpo vacío, y oyó cómo todo el recinto se convertía en un caos.
«No tengo fuerzas…».
Era absurdo. Por la mañana había estado hablando y fumando con Maja con toda normalidad; ahora iba a ir a salvar almas.
«¿Salvar?».
Ella no sabía nada de eso. Lo único que sabía acerca del Sitio al que eran llevadas era que se trataba de un lugar del cual no podía saberse nada, salvo cuando se estaba en él. Y que había Otro Sitio del que no se podía decir nunca nada.
¿Por qué ella? ¿Por qué Elvy?
«Abuela…».
Seguro que ya habían pasado veinte minutos desde que llamó a Elvy. Tal vez ya estuviera junto a las verjas. Flora corrió escaleras abajo pese a que salir le daba un miedo horrible. De repente, volvió a sentirse como una niña. La abuela se lo explicaría, ella sabría lo que tenían que hacer.
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