La varita descansaba en una caja de metacrilato. Había símbolos literalmente tallados en la caja. Ésta se utilizaba como un campo antimágico portátil de tal manera que si la policía encontraba algún artefacto mágico pudiera meterlo en la caja y anular su efecto hasta que los forenses encontraran una solución más permanente.
Todos estábamos de pie rodeándola y mirándola con fijeza, y por todos quiero decir a los dos magos de la policía, Wilson y Carmichael, y a Jeremy, Frost, Doyle, Barinthus (que se había unido a nosotros justo cuando salíamos), Sholto, Rhys, y yo. Rhys había interrumpido la exploración de su sithen para ayudar a resolver el crimen.
La varita todavía tenía sesenta centímetros de largo pero ahora eran sólo sesenta centímetros de pálida madera blanca y color miel, limpia y libre de todo los brillos que a Gilda tanto le gustaban, y que yo recordaba con claridad.
– No parece la misma varita -objeté.
– ¿Quieres decir que le falta la punta de estrella y el brillante recubrimiento externo? -preguntó Carmichael. Ella negó con la cabeza, haciendo que su cola de caballo castaña oscilara sobre su bata de laboratorio-. Una parte de las piedras tenían propiedades metafísicas que ayudaban a amplificar la magia, pero servían más que nada para hacerla más bonita y esconder esto.
Clavé los ojos en la larga pieza de madera, suavemente pulida.
– ¿Por qué esconderlo?
– No la mires sólo con los ojos, Merry -dijo Barinthus. Él sobresalía por encima de todos nosotros vestido con su larga gabardina de color crema. De hecho, llevaba un traje debajo del abrigo, aunque había pasado de la corbata. Era la mayor cantidad de ropas que le había visto llevar desde que llegó a California. Se había recogido el cabello en una cola, pero incluso recogido, su cabello seguía moviéndose demasiado comparado con el cabello de los demás, como si incluso estando aquí de pie, en este edificio ultra moderno, equipado a la última con el más sofisticado equipo científico rodeándonos, todavía hubiera alguna corriente invisible de agua jugando con su cabello. No lo hacía a propósito; supongo, o al menos eso parecía, que su pelo reaccionaba a la cercanía del océano.
No me gustó cómo lo dijo, sonó como una orden, pero lo hice, porque tenía razón. La mayoría de los humanos tienen que esforzarse para ver magia, hacer magia. Yo era en parte humana, pero de alguna forma también era completamente feérica. Tenía que protegerme todos los días, cada minuto, para no ver magia. Me había protegido cuidadosamente para entrar en esta área de los laboratorios forenses porque era la sala donde se guardaban los objetos mágicos realmente poderosos, aquéllos con los que no sabían qué hacer, o que estaban en proceso de desencantar o de descubrir una forma de destruirlos que no hiciera explotar nada más. Algunos objetos mágicos una vez activados son difíciles de destruir sin causar ningún daño.
Había levantado mis escudos porque no quería tener que abrirme paso entre toda la magia en la habitación. Las cajas antimagia impedían que los objetos encerrados en ellas funcionaran, pero no impedían que los magos pudieran estudiarlos. Era un bonito truco de ingeniería mágica. Aspiré profundamente, lo dejé salir, y dejé caer mis escudos muy ligeramente.
Intenté concentrarme sólo en la varita, pero por supuesto había otras cosas en el cuarto, y no todas ellas reaccionaban a simple vista. Algo en el cuarto gritaba… “Libérame de esta prisión y te concederé un deseo”. Algo diferente olía a chocolate, no, a un intenso dulce de cereza, tampoco, era como el olor de todo lo dulce y bueno, y con el olor estaba el deseo de encontrarlo y recogerlo para poder obtener toda esa bondad.
Negué con la cabeza y me concentré en la varita. La pálida madera estaba cubierta de símbolos mágicos. Serpenteaban sobre la madera, en resplandecientes amarillos y blancos, y aquí y allá con un poco de llameante rojo anaranjado, pero no era exactamente fuego, era como si la magia chispeara. Yo nunca había visto algo así antes.
– Es casi como la magia tuviera un cortocircuito -dije.
– Eso es lo que yo dije -dijo Carmichael.
Wilson dijo…
– Pensé que podría servir para obtener poder extra, como pequeñas piezas de batería mágica destinadas a aumentar el efecto del hechizo. -Era alto, más alto que todos los hombres excepto Barinthus, con un pálido pelo corto que iba del gris al blanco. Wilson apenas tenía treinta años. Su cabello había encanecido después de que hubiera hecho explotar una importante reliquia sagrada destinada a provocar el fin del mundo. Cualquier cosa verdaderamente capaz de provocar el fin del mundo era siempre destruida. El problema era que destruir algo tan poderoso no era siempre la profesión más segura. Wilson trabajaba en el equivalente mágico de la brigada de explosivos. Era uno de los pocos magos humanos en todo el país acreditado para eliminar grandes reliquias sagradas. Algunos de los otros especialistas en explosivos mágicos pensaban que Wilson había, literalmente, sacrificado una década de su vida junto con el color de su pelo original.
Él empujó hacia arriba las gafas con montura de alambre que resbalaban de su nariz. Realmente, seguía pareciéndose a un friki de la informática, y lo era, sí, pero un friki del estudio de la magia, y según los otros especialistas en magia, era el más valiente de todos ellos o un loco hijo de puta. Yo sólo citaba. El hecho de que sólo Wilson y Carmichael estuvieran todavía trabajando en ello y que el objeto estuviera en esta habitación implicaba que la varita había hecho algo desagradable.
– ¿El policía al que golpeó Gilda con esta varita murió o algo así? -Pregunté.
– No -dijo Carmichael.
– No. ¿Qué habías oído? -preguntó Wilson.
Ella le miró frunciendo el ceño.
– ¿Qué? -preguntó él.
Yo dije…
– Esta sala es sólo para aquellas cosas que asustan a la policía. Reliquias importantes, objetos diseñados para hacer cosas malas que no has averiguado aún cómo desencantar o destruir. ¿Qué hizo la varita de Gilda para ganarse un lugar aquí?
Los dos magos se miraron.
– Cualquier cosa que ocultéis -dijo Jeremy-, puede ser la llave para descifrar el poder de esta varita.
– Primero dinos qué ves -dijo Wilson.
– Os he dicho lo que pienso -dijo Jeremy.
– Tú dijiste que podría ser de fabricación sidhe. Quiero saber lo que algún sidhe piensa de eso -Wilson nos miró a cada uno de nosotros; su cara parecía muy seria ahora. Nos estudiaba de la manera en que estudiaría cualquier objeto mágico que le interesara. Wilson tenía a veces la inquietante tendencia de ver a los seres feéricos como otro tipo de objeto mágico, como si nos estuviera estudiando para ver cómo reaccionábamos.
Los hombres me miraron. Me encogí de hombros y dije…
– Los símbolos mágicos blancos y amarillos están reptando sobre la madera con esas extrañas chispas de rojo anaranjada. Los símbolos no son estáticos sino que parecen estar aún en movimiento. Eso es inusual. Los símbolos mágicos resplandecen a veces para el ojo interior, pero nunca se ven tan… frescos, como si la pintura todavía no se hubiera secado.
Los hombres que me acompañaban asintieron con la cabeza.
– Por eso es que pensé que podría ser una creación sidhe -dijo Jeremy.
– No lo entiendo -dije.
– La última vez que vi una magia permanecer tan fresca, era en un objeto encantado hecho por uno de los grandes magos de tu gente. Ocultan el corazón de la magia en un objeto hecho de metal, o en una vegetación viva que se mantiene fresca por el poder de la magia. Pero todo es ficticio, Merry. Sólo pretende esconder su esencia.
– Entiendo lo que dices, pero… ¿por qué lo hace eso un trabajo sidhe?
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