El libro era viejo. El estilo era bastante tosco. No lo había escrito un buen escriba, de eso estaba segura. El trabajo principal estaba copiado con claridad, lo cual no resultaba sorprendente, pero la pequeña biografía de Cormac era nueva y parecía algo provinciana. En aquel momento deseó que sor Comnat se hubiera quedado en el barco galo con Eadulf. Le hubiera podido hacer alguna consulta respecto a las páginas que faltaban. ¡Eadulf! De repente se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en él desde que se había arrastrado fuera de la cama aquella mañana. Sintió un placer momentáneo al saberlo vivo, a salvo y bien. Entonces, su mente volvió a la escapada de la noche anterior y de repente se sintió exhausta. Se hubiera puesto a dormir un ratito.
Se levantó, devolvió el libro a la saca de cuero y bostezó; sintió que una de las mandíbulas crujía. Se la frotó un momento. Luego cogió la vela y estaba a punto de apagarla. Entonces se acordó de la palabra «Dedel» y buscó en el Glosario de Longarad. No se sorprendió al ver cuál era la definición de la palabra. Le vino otro pensamiento.
Sofocó un segundo bostezo, cogió la vela y, protegiéndola de la corriente de aire, se dirigió a la escalera para bajarla y abandonar la biblioteca. Se detuvo a medio camino y vio que la sangre se había secado en un lado del pasillo. No tenía ninguna duda de que se trataba de la sangre de Síomha. ¿Habían matado a la hermana abajo en el subterraneus y la habían subido hasta la torre o la habían matado en la torre y se habían llevado la cabeza…?
Siguió bajando. Volvió a detenerse. Ahí estaba, la entrada abovedada y los trazos encima. Levantó una mano y pasó un dedo por la silueta del animal primitivo. Entonces suspiró.
– ¡Dedelchú! -susurró para sí-. «El sabueso de Dedel».
Atravesó la entrada hasta el interior de la cueva abovedada y la examinó minuciosamente bajo la luz vacilante de la linterna. El lugar donde había estado el cadáver ya no tenía las cuatro velas alrededor. Era una roca plana y alargada que al parecer las hermanas utilizaban como una especie de mesa. Empezando por la derecha, Fidelma empezó a caminar alrededor de los muros de la cueva, examinando todo minuciosamente, tanto como podía bajo la débil y vacilante luz. Poco había que examinar. Lo único que contenía la cueva eran las grandes cajas amontonadas una encima de otra en un lado de la cueva y la fila de amphorae y otros contenedores que olían a vino y otros licores.
Un buen registro de la cueva no reveló sino que se trataba de una gran cueva, con sólo las dos entradas: una junto a las escaleras provenientes del almacén de piedra; la otra junto a las escaleras provenientes directamente de la torre. Se quedó a un lado y contempló la penumbra con frustración. Estaba a punto de irse cuando un sonido repentino hizo que se sobresaltara y la vela saltó en su mano.
Era un sonido hueco, resonante. Como el sonido de dos barcos de madera que chocaran.
Parecía resonar justo detrás de ella. Pero detrás de ella no había nada más que sólida piedra gris, la piedra de los muros de la cueva. Se giró, la mente le iba muy deprisa mientras contemplaba las rocas sólidas buscando algo. Entonces otra vez se oyó el sonido hueco de dos naves chocando. Puso la mano en la fría y húmeda piedra y esperó. No se oía más que el silencio.
Estaba a punto de girarse para irse cuando percibió una zona oscura en el suelo rocoso. Se inclinó y vio que se trataba de tierra, todavía húmeda y pegajosa. Era de un color rojizo. Vio que formaba trozos irregulares, como si alguien hubiera pisado la tierra y luego hubiera caminado por la cueva. Fue siguiendo las huellas partiendo de la entrada, como si fuera el único camino lógico, y vio que subían por las cajas de madera amontonadas contra la pared.
Dejó la vela y empezó a empujar la caja de más arriba, pero carecía de la fuerza necesaria para moverla. Entonces volvió a oírse el sonido hueco. Parecía resonar entre las cajas. Luego, otra vez silencio.
Era ya casi oscuro cuando Fidelma se despertó en su cama. Estuvo un momento desorientada. Entonces recordó que había vuelto al hostal de los huéspedes después de la infructuosa exploración de la cueva que había bajo la abadía, y vencida por la fatiga se había ido a su celda, tumbado en la cama y se había quedado dormida inmediatamente. Miró por la ventana. Como todavía no era de noche, la penumbra era la propia de una tarde de invierno. Calculó que todavía faltaba para el ángelus de la tarde. Se lavó la cara con el agua fría de la jofaina y se secó. Como había dormido con la ropa puesta sentía frío, estiró y movió los brazos para entrar en calor. Tenía hambre. Preocupada, se dio cuenta de que se había perdido la comida de mediodía.
Salió al pasillo bien iluminado por velas y se dirigió hacia la sala principal, deseando que nadie se hubiera percatado de su ausencia. Con gran sorpresa vio que había un trapo que cubría varios objetos familiares sobre la mesa, lo levantó y vio platos con comida.
¡Sor Brónach!
No se le podía ocultar nada a la doirseór de la abadía, pensó Fidelma. Eso la incomodaba. Sor Brónach sabía que ella había pasado la noche anterior fuera; por tanto, sabía que se había echado exhausta durante las horas de sol para recuperarse. Si sor Brónach era inocente del levantamiento planeado contra Cashel, si era leal a Cashel, no había por qué alarmarse. Pero Fidelma dudaba de que se pudiera confiar absolutamente en alguien en esta tierra de Beara. Después de todo, todos apoyarían a su jefe Gulban.
Se sentó y sació el hambre con los platos que sor Brónach le había dejado. Luego, sintiéndose mejor después de haber descansado y comido, abandonó el hostal justo al oír el gong que daba la hora, seguido de la campana que llamaba a la comunidad a las oraciones vespertinas. A la abadía no le había costado mucho volver a poner la clepsidra a punto, pensó. Eso seguramente se debía a sor Brónach. Desde luego ahora habría que tener gran coraje para quedarse de guardia por la noche en la torre después de la muerte de sor Síomha.
Fidelma se resguardó entre las sombras al ver a los grupos de hermanas y a una o dos figuras solas que avanzaban con rapidez hacia la duirthech, respondiendo a la llamada de la campana. Hizo el movimiento para ocultarse de manera automática y tan sólo un momento después de tener una idea. Aprovecharía para escurrirse hasta el barco galo y buscar la ayuda de Eadulf. Ya se iba haciendo una idea de cuál sería el siguiente paso de la investigación.
Esperó a oír las voces de la comunidad que se alzaban juntas en el Confiteor, el nombre con el que se conocía la confesión general que normalmente precedía a las oraciones vespertinas. Tenía su origen en la primera palabra de la confesión. Luego Fidelma se escabulló por entre los edificios de la abadía y descendió hasta el muelle.
Vio dos linternas centelleando en la bahía, en el barco galo. Estaba bastante oscuro pero Fidelma no sentía inquietud. Encontró el bote y subió, desató la cuerda de amarre y ayudándose de los remos se fue alejando del muelle de madera. Le costó un poco desarmar los remos y avanzar con bogas firmes en dirección al barco.
No se oía ni un sonido y la oscuridad se intensificaba con una capa de nubes bajas. Ni siquiera se percibían los sonidos de las aves nocturnas o los chapoteos de algunas criaturas acuáticas. Sólo los golpes de los remos y el murmullo del agua mientras ella impulsaba el bote sobre las aguas quietas rompían el silencio.
– ¡Hey!
Fidelma reconoció el saludo de Odar al acercarse al barco.
– ¡Soy yo! ¡Fidelma! -respondió acercando el bote al costado.
Читать дальше