Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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– Eso está muy claro, hermana -contestó con tirantez la abadesa-. Y quizás ahora que nos habéis vapuleado la dignidad y la autoestima, podamos regresar a nuestros respectivos asuntos.

– De buen grado -accedió sor Fidelma-. Pero una cosa más…

La abadesa Draigen esperó con las cejas alzadas.

– Me han dicho que hay unas minas de cobre por aquí.

La abadesa no se esperaba esa pregunta y se mostró sorprendida.

– ¿Minas de cobre?

– Sí. ¿No es así?

– Así es. Sí; hay muchas minas en esta península.

– ¿Dónde están en relación con la abadía?

– Las más cercanas están del otro lado de las montañas, hacia el sudoeste.

– ¿Ya quién pertenecen?

– Están dentro de los dominios de Gulban Ojos de Lince - respondió Draigen.

Ésa era la respuesta que esperaba Fidelma y asintió con la cabeza, pensativa.

– Gracias. No os retendré más.

Al salir de la habitación de la abadesa vio que sor Síomha le dirigía una mirada intensa. Si las miradas matasen, pensó Fidelma, ella se hubiera quedado muerta allí mismo.

Capítulo VIII

Al regresar a la fortaleza de Adnár aquella tarde, Fidelma decidió no dar ninguna señal de aviso al jefe cruzando directamente la bahía que separaba la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos de la fortaleza de Dún Boí. Por ello atravesó el bosque y llegó a la fortaleza por tierra. La distancia era mayor, pero había estado tanto tiempo embarcada que le apetecía dar un paseo por el bosque para aclararse las ideas. El bosque le ofrecía el tipo de paseo por el que a ella le gustaba caminar. Los grandes robles se extendían por la línea costera y atravesaban las faldas de la gran montaña, situada detrás.

Había informado a sor Brónach de sus intenciones y había abandonado la abadía a media tarde. El día todavía era agradable, el suave sol calentaba la piel cuando se filtraba entre las ramas desnudas de los árboles. Bien arriba, más allá de la bóveda del bosque recubierta de nieve, el cielo era de un azul suave con vetas blancas, con nubes aborregadas que avanzaban empujadas por suaves vientos. El terreno estaba duro, con una helada invernal que endurecía lo que había de ser barro blando. El sol todavía no lo había atravesado y las hojas caídas hace semanas crujían a su paso.

De las puertas de la abadía salía un camino que, a través del bosque, recorría la bahía, pero a una distancia tal que el mar quedaba oculto a la mirada de cualquier viajero. Sólo de vez en cuando, a través de los árboles desnudos, se podía discernir un destello azul, provocado por el reflejo del sol. Ni siquiera se oía el ruido del mar, pues los altos robles constituían una buena barrera, en la que había entremezclados grupos de avellanos que intentaban sobrevivir entre sus poderosos y antiguos hermanos. Había matas de madroños con sus hojas dentadas perennes, sus troncos cortos y sus ramas retorcidas que se elevaban a más de veinte pies.

Aquí y allá en los árboles, Fidelma escuchaba el crujido de la maleza cuando un habitante del bosque se movía con cautela en busca de alimento. El chasquido brusco de las ramas cuando un ciervo se alejaba de un salto al oír que la joven se aproximaba, el susurro de las hojas secas y podridas cuando una ardilla curiosa intentaba recordar dónde había escondido su reserva de alimento. Los sonidos eran numerosos, pero identificables para cualquiera acostumbrado al mundo de la naturaleza.

Después de caminar un rato, Fidelma llegó a un sendero lindante que iba en dirección a las lejanas montañas, y vio que había señales de caballos que habían pasado hacía poco por allí. Como el terreno era duro, había restos de los excrementos de éstos. Recordó que aquella mañana había visto un desfile de caballos, jinetes y ayudantes que descendían de la montaña, y se dio cuenta de que debían de haber tomado el camino en aquel punto.

Sin saber cómo, de repente se encontró pensando en Eadulf de Seaxmund's Ham otra vez y preguntándose por qué le había venido a la mente. Dudaba de si Ross encontraría alguna pista respecto al barco abandonado. Era mucho pedir. El océano era grande y había cientos de millas de costa donde esconder cualquier pista que revelara qué había sucedido en aquella nave.

¿Tal vez Eadulf no estuviera a bordo?

No, sacudió la cabeza, rechazando esa teoría. No le hubiera dado ese misal a nadie… -voluntariamente.

Pero ¿y si se lo hubieran quitado una vez muerto? Fidelma tembló ligeramente y apretó los labios. Entonces quienquiera que hubiera perpetrado semejante acto sería llevado ante los tribunales. Ella lo haría.

De repente se detuvo.

Delante de ella un coro de pájaros gritaba con un estruendo que ahogaba casi todos los sonidos del bosque. Hacían un extraño «caaarg-caaarg». Vio un par de pájaros que revoloteaban hacia las altas y desnudas ramas de un roble, y reconoció las ancas blancas y el plumaje rosado del arrendajo común. En un cercano grupo de alisos, donde habían estado picoteando en las piñas marrones, varios pajarillos con picos cónicos y plumaje rayado se sumaron con su gorjeo agitado.

Algo la alarmó.

Fidelma dio un paso adelante indecisa.

Le salvó la vida.

Sintió el aire de una flecha al pasar a unas pulgadas de su cabeza y oyó el golpe cuando se clavó en el árbol que tenía detrás.

Se dejó caer de rodillas automáticamente, buscando con los ojos un mejor refugio.

Mientras estaba agazapada sin saber qué hacer, se oyó un grito agudo y dos grandes guerreros, con espesas barbas y corazas bruñidas, surgieron de entre la maleza y la agarraron por los brazos con mano férrea antes de que tuviera tiempo de calmarse. Uno de ellos blandía una espada, que levantó como para golpear. Fidelma se estremeció esperando el tajo.

– ¡Alto! -gritó una voz-. ¡Algo va mal!

El guerrero bajó el arma, indeciso.

En la penumbra del sendero del bosque, una figura montada a caballo surgió ante ellos. Llevaba un arco corto en una mano y las riendas de su corcel en la otra. Estaba claro que había sido el que había situado a Fidelma cerca de la muerte.

A Fidelma no le dio tiempo a contestar para expresar su sorpresa o protesta, porque empezaron a arrastrarla hacia la figura montada. Se detuvieron ante el jinete. Se inclinó hacia delante en su silla y examinó sus rasgos detenidamente.

– Nos hemos equivocado -exclamó mostrando indignación en su voz.

Fidelma echó hacia atrás la cabeza para examinarlo. Era impresionante. Su cabello era rojizo y sobre él llevaba un aro de cobre bruñido con varias piedras preciosas incrustadas. Su cara era larga y aguileña, con una amplia frente. La nariz era más un pico, con el puente delgado, de forma casi ganchuda. El cabello le crecía escaso en las sienes y se hacía más espeso en la nuca, de un rojo reluciente, con destellos cobrizos cuando le caía sobre los hombros. La boca era delgada, roja, bastante cruel; así le pareció a Fidelma. Los ojos eran grandes y casi violetas, y casi parecía que no tuviera pupila, aunque Fidelma supuso que eso tenía que ser una ilusión debida a la luz.

No tendría más de treinta años. Un guerrero musculoso. Su vestimenta, aunque no llevara el aro de cobre propio de su cargo, denotaba un rango. Iba vestido con sedas y linos ribeteados de piel. Llevaba una espada colgada del cinturón, y Fidelma se fijó en que el mango también estaba trabajado con piedras y metales semipreciosos. Un carcaj con flechas colgaba de su silla de montar y el arco, todavía en sus manos, era de artesanía fina.

El hombre continuó examinándola con el ceño fruncido.

– ¿Quién es? -preguntó con frialdad a los hombres que la aguantaban-. Uno de los guerreros soltó una risita.

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