Fidelma sabía que la ley era muy severa con las mujeres que dejaban a sus maridos sin causa justificada, del mismo modo que lo era con los hombres que abandonaban a sus esposas sin motivos legales. Una mujer que no pudiera demostrar con pruebas las razones que alegaba era declarada «infractora de la ley conyugal» y perdía sus derechos en la sociedad hasta que desagraviaba al esposo.
Cian aspiró aire entre los dientes apretados. Al bajar la vista al suelo un instante, Fidelma supo que los tribunales jamás le habrían dado la razón a Una sin evidencia. Era como si al fin, de manera natural, se hubiera hecho justicia con Cian. ¿Qué solía decir su mentor, el brehon Morann?… «Entre la injusticia y la justicia, la justicia se hace más difícil de soportar para el culpable.»
– Bueno -prosiguió Cian, sacudiéndose como si con ello espantara los fantasmas del pasado-, pero me alegro de que las Parcas nos hayan vuelto a reunir, Fidelma.
Ella apretó los labios con un gesto sarcástico y preguntó:
– ¿Y por qué te alegras? ¿Quieres desagraviarme por la angustia que me hiciste pasar cuando era una muchacha?
Cian le sonrió con el mismo encanto de antaño que Fidelma había terminado odiando.
– ¿Angustia? Tú sabes que siempre me atrajiste y que siempre te admiré, Fidelma. Lo pasado, pasado. Yo creía que estaba haciendo lo mejor para ti. Tenemos un viaje muy largo por delante y…
Fidelma sintió una punzada gélida ante el intento de Cian por desarmarla, y dio un paso atrás.
– Ya hemos hablado suficiente, Cian -respondió con frialdad.
– Vamos, Fidelma -le instó-. Sé que todavía sientes algo por mí o, de lo contrario, no reaccionarías con tanta pasión. Veo el sentimiento en tu mirada…
Hizo un intento de atraerla hacia sí con el brazo bueno. Fidelma mantuvo el equilibrio sobre un pie y, con el otro, le dio una patada en la espinilla. Cian chilló y la soltó con un reniego.
El odio impregnaba el semblante de Fidelma.
– Eres patético, Cian. Si quisiera, podría informar de tu acción al capitán de este navío. Aparta de mi vista tu existencia insignificante y miserable.
Sin esperar a que así lo hiciera, lo apartó de un empujón para ir en busca de Wenbrit. No había nadie en el corto pasillo que separaba los camarotes de popa. Se detuvo ante el que ocupaba sor Muirgel, al ver que la puerta estaba entornada. Se oyó movimiento al otro lado. Abrió la puerta un poco más y preguntó en voz baja en la oscuridad:
– ¿Wenbrit? ¿Estás ahí?
Percibió otro movimiento en la penumbra.
– ¿Eres tú, Wenbrit? -susurró Fidelma.
Oyó un roce y, a continuación, una luz trémula iluminó el camarote. Wenbrit había ajustado la mecha de un farol. Fidelma suspiró de alivio, entró y cerró la puerta.
– Pero, ¿qué haces en la oscuridad? -preguntó.
– Esperándoos.
– No entiendo nada.
– Durante el desayuno he oído que hablaban de vos como experta en resolver misterios. ¿Es verdad que sois dálaigh de los tribunales de vuestro país?
– Sí.
– Pues aquí hay un misterio que debería resolverse, señora.
El muchacho hablaba con emoción contenida y algo más; quizá fuera tensión, casi miedo.
– Más vale que me cuentes de qué se trata.
– Bien. Se trata de la monja que ocupaba este camarote, sor Muirgel.
– Prosigue.
– Se encontraba mal, como ya sabéis.
Fidelma aguardó sin impacientarse.
– Han dicho que subió a cubierta durante la tempestad y cayó al mar.
– Lo dices como si no lo creyeras, Wenbrit -observó Fidelma a juzgar por el tono de voz del chico.
Wenbrit dio un inesperado paso hacia adelante y sacó de la litera un hábito de color oscuro.
– Después del desayuno me han enviado a limpiar este camarote y a recoger las cosas de sor Muirgel. Éste era su hábito.
Fidelma miró la prenda.
– No entiendo adónde quieres ir a parar.
Wenbrit le cogió la mano y se la apretó contra la vestidura. Estaba húmeda.
– Mirad vuestra mano de cerca, hermana. Veréis que hay sangre.
Fidelma acercó los dedos a la luz temblorosa y vio que estaban manchados de algo oscuro.
Se quedó mirando a Wenbrit un momento. Cogió entonces el hábito y lo sostuvo en el aire: tenía una rasgadura irregular.
– ¿Dónde habéis encontrado la prenda?
– Escondida bajo esta litera.
– Si esto es sangre… -dijo Fidelma y calló, mirando con gesto pensativo al muchacho.
Ahora comprendía la mezcla de miedo y emoción en su rostro.
– Quiero decir que sor Muirgel estaba mareada. Anoche, antes de acostarme, vine a verla por si necesitaba cualquier cosa. Todavía se encontraba mal y me pidió que la dejara en paz.
– ¿Y lo hiciste?
– Por supuesto. Me fui a dormir. Pero algo me preocupaba.
– ¿Y qué era?
– Creo que sor Muirgel estaba asustada.
– ¿Por la tormenta?
– No, por la tormenta no. Veréis: cuando bajé a preguntarle si necesitaba algo, había cerrado con llave la puerta del camarote. Tuve que llamar e identificarme para que me abriera.
Fidelma se volvió a mirar el pestillo de la puerta.
– Pensaba que estas puertas no podían asegurarse cerradas -señaló.
El chico cogió el farol para levantarlo de manera que Fidelma viera mejor y le indicó:
– Mirad los arañazos. Basta con colocar aquí un trozo de madera, o el extremo de uno de esos crucifijos que lleváis los religiosos, para que el pestillo no pueda levantarse: con esto la puerta ya no puede abrirse.
Fidelma dio un paso atrás.
– ¿Y sor Muirgel aseguró la puerta de este modo?
– Sí. Estaba mareada y asustada. Es imposible que saliera a pasear por la cubierta con semejante tempestad y en su estado.
– ¿Volviste a verla luego?
– No. Volví a mi camarote a dormir. No me moví de la cama hasta el amanecer.
– ¿No estuviste en cubierta durante el temporal?
– No me corresponde subir a menos que el capitán lo especifique.
– De modo que no volviste a ver a sor Muirgel.
– No. Me despertó un monje que estaba registrando el barco justo después del alba. Le oí decir a los demás que echaba en falta a sor Muirgel. Era el hombre con el que habéis hablado hace un momento. Entonces oí al capitán diciendo que si no estaba en el barco podía haber caído al agua durante la noche. Para él era la única explicación posible.
– Bueno, Wenbrit -preguntó Fidelma con curiosidad-, ¿y tú que piensas de todo esto? ¿Tienes otra explicación?
– Yo sólo digo que sor Muirgel no estaba en condiciones para subir a cubierta, y menos con la mala mar que había anoche.
– La desesperación hace que la gente haga cosas incomprensibles -comentó Fidelma.
– Pero no una cosa como ésta -señaló Wenbrit.
– ¿Y qué opinas tú?
– Opino que se encontraba demasiado mal para valerse por sí misma; su vestidura tiene un rasgón y está llena de manchas de sangre. Si cayó al agua, no fue por accidente.
– Entonces, ¿qué crees que sucedió?
– Creo que primero la mataron y luego la arrojaron al mar.
Quedaron unos instantes en silencio mientras Fidelma consideraba las implicaciones del hallazgo.
– ¿Habéis dicho ya al capitán algo de esto? -preguntó finalmente.
Wenbrit negó con la cabeza y respondió:
– Al enterarme de que conocíais las leyes, pensé que antes debía hablar con vos. No he dicho ni pío a nadie más.
– En tal caso tendré que hablar con Murchad. Quizá lo más sensato sea que no digamos nada a los otros. Es preferible que sigan pensando que sor Muirgel cayó al agua -sugirió Fidelma cogiendo el hábito para examinarlo otra vez-. Me lo llevaré -decidió.
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