Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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El alto religioso levantó la vista para mirarla con irritación.

– No, no tengo más dudas -respondió con frialdad.

Fidelma se volvió hacia Murchad.

– Quedad tranquilo, pues vuestras normas se obedecerán estrictamente y todos los presentes están al corriente de que la desobediencia conllevará un castigo.

Murchad sonrió en muestra de reconocimiento, si bien con cierto nerviosismo.

– Mi único propósito es proteger vuestras vidas. El… accidente de sor Muirgel nunca debería haber ocurrido.

Se disponía a salir del comedor, cuando la joven sor Gormán lo retuvo.

– ¿Podemos… nos permite oficiar un funeral sencillo para el reposo del alma de sor Muirgel, capitán?

Murchad pareció violentarse un momento.

– Es nuestro deber cristiano -recalcó sor Ainder para apoyarla.

– Cómo no -murmuró el capitán-. Podéis oficiar el funeral a mediodía, cuando la bruma se haya disipado.

– Gracias, capitán.

Murchad los dejó cuando Wenbrit empezaba a repartir aguamiel y agua. Comieron en absoluto silencio, y Fidelma agradeció volver a la cubierta. La niebla seguía siendo espesa y humeante, y al mediodía aún no se había levantado.

* * *

El funeral fue sencillo. Todos se reunieron en la cubierta principal, salvo Gurvan y otro marinero por tener que controlar la espadilla, y un vigía al que no se veía por estar encaramado en el palo mayor, envuelto en niebla, y cuya labor consistía en detectar algún claro por donde el cielo empezara a escampar. Ya hacía rato que Murchad había arriado velas y echado las anclas para evitar que la corriente arrastrara al barco hacia algún peligro. Pero Fidelma notaba que el navío se desplazaba pese a estar anclado, y Murchad miraba de acá para allá con inquietud, alerta a un posible contratiempo.

Formaban un grupo peculiar allí, de pie, rodeados por la bruma como espectros en un escenario de ultratumba. Lo sorprendente fue que el hermano Tola se encargara de leer las oraciones para el descanso del alma de sor Muirgel. Su voz retumbaba como si estuviera en el interior de un sepulcro. Concluida la oración, entonó unos versículos del Libro de Jeremías que Fidelma reconoció, si bien se extrañó de que hubiera escogido aquéllos en concreto:

Porque nos echan de la tierra, nos

arrojan de nuestras moradas.

Porque, oíd, mujeres, la palabra

de Yahvé,

Y perciban de vuestros oídos la palabra

de su boca,

Para que enseñéis a vuestras hijas

a lamentarse

Y enseñen unas a otras endechas

Pues la muerte ha subido por nuestras

v entanas

Y penetró en nuestras moradas,

Acabó con los niños en las calles…

Fidelma miró con cierta perplejidad al adusto monje pues, a su juicio, las severas cadencias que empleaba no eran adecuadas para oficiar una ceremonia por el reposo de un alma. Miró a los demás dolientes y vio, a pesar de la niebla, que a sor Gormán le brillaban los ojos y asentía con la cabeza al ritmo del recitado. A su lado estaba Cian con expresión de absoluto aburrimiento. Los demás parecían impasibles, acaso arrobados por el tenor de las declamaciones religiosas.

Los cadáveres de los hombres yacen

Como estiércol sobre el campo…

De pronto, el hermano Bairne carraspeó ruidosamente. Lo hizo con intención de interrumpir, y lo consiguió.

– Yo también querría recitar unas palabras del Libro Sagrado para el descanso del alma de nuestra difunta hermana -anunció, haciendo callar al hermano Tola-. Creo que yo la conocía tan bien como el resto de cuantos hoy nos hemos reunido.

Nadie lo contradijo.

Empezó a declamar, y Fidelma vio que lo hacía mirando al frente con seriedad, como si dirigiera las palabras a alguien. En concreto, miraba al lado opuesto del círculo. Desde su posición y, a causa del espesor de la niebla, no veía muy bien a quién observaba en concreto el hermano Bairne. ¿Sería sor Crella, que tenía los ojos bajos? ¿O acaso Cian, que seguía con la vista hacia arriba, aburrido? Por otra parte, junto a éste estaba la joven sor Gormán. Era difícil saber a quién dirigía el hermano Bairne la mirada.

Y no castigaré las fornicaciones

d e vuestras hijas

Ni los adulterios de vuestras nueras,

Porque ellos mismos se van aparte

c on rameras

Y c on las hieródulas ofrecen sacrificios,

Y el pueblo, por no entender, perecerá.

Sor Crella levantó la cabeza bruscamente.

– ¿Qué tienen que ver estas palabras con sor Muirgel? -exigió en tono amenazador-. ¡Tú no la conocías en absoluto! ¡Te concomían los celos! -Se volvió hacia sor Ainder, que parecía indignada por la interrupción-. Acabad con esta farsa. Proclamad una bendición y terminemos de una vez.

Abochornados, los tripulantes que habían asistido a la ceremonia se dispersaban con discreción. Fidelma se preguntaba qué pasiones ocultas se estaban removiendo en aquel humilde acto.

Ruborizada, sor Ainder entonó una bendición para salir del paso, y el grupo de religiosos empezó a diseminarse. Sólo el hermano Bairne permaneció en su lugar con la cabeza gacha, rezando en silencio.

Al marcharse, Fidelma se topó con Murchad. Parecía perplejo.

– Un extraño grupo de religiosos, hermana -murmuró.

Fidelma sólo podía darle la razón.

– ¿Qué han querido decir con esa última parte sobre rameras y sacrificios? -añadió Murchad-. ¿Aparece de verdad en el Libro Sagrado de los cristianos?

– En Oseas -afirmó Fidelma y puso cara compungida-. Creo que el hermano Bairne citaba los versículos del capítulo cuarto.

Cuantos son ellos, tantos fueron

s us pecados contra mí;

Trocaron su gloria por la ignominia.

Se alimentan de los pecados

d e mi pueblo

Y c odician sus iniquidades.

Y lo que el pueblo será,

eso será también del sacerdote.

Murchad la miró, maravillado.

– Muchas veces he querido decir eso mismo sobre algunos religiosos que he conocido.

– Por lo visto Dios lo dijo primero, capitán -respondió Fidelma con solemnidad.

– ¿Cómo podéis recordar semejantes cosas, señora?

– ¿Cómo recordáis el modo de gobernar el barco, conocer los vientos y las mareas, así como las señales para evitar que el Barnacla Cariblanca no se exponga al peligro? No tiene ningún misterio. Todos tenemos memoria para memorizar cosas. Lo importante es cómo utilizamos nuestros conocimientos.

Dicho esto, se dirigió hacia la escalera de cámara para bajar al comedor en busca de agua. En la entrada estaba Wenbrit, que no había subido a cubierta para el funeral. Se fijó en lo pálido que estaba su rostro y en el aspecto exhausto del muchacho. Parecía alegrarse de verla.

– Señora, tengo que… -Se interrumpió con brusquedad y alzó la vista parar mirar arriba y a la espalda de ella.

Fidelma frunció el ceño.

– ¿De qué se trata, Wenbrit?

– Esto… -dijo, distraído-. Sólo quería recordaros que no tardaremos en servir la comida.

El chico avanzó para dirigirse a los camarotes, chocó con ella al pasar y añadió bajando la voz de modo que apenas si pudo oírlo:

– Os espero en el camarote donde se alojaba la monja fallecida. Lo más pronto que podáis.

Alguien tosió sobre Fidelma; levantó la cabeza y vio que Cian la había seguido hasta la escalera. Estaba de pie, unos escalones por encima de ella.

– Debo hablar seriamente contigo, Fidelma. -Aún tenía aquella sonrisa confiada-. Al final no terminamos la conversación de ayer.

Fidelma le dio la espalda para esconder su rabia. Era evidente que a Wenbrit le apremiaba hablar con ella, pero no en presencia de Cian.

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