Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– Tengo cosas que hacer -respondió, cortante.

A Cian no pareció molestarle su actitud.

– ¿No tendrás miedo de hablar conmigo?

Lo miró sin disimular su inquina. No había modo de evitar su presencia. No podía seguir dándole excusas. Sabía que tarde o temprano tendrían que hablar. Y quizás era mejor hacerlo cuanto antes, pues todavía quedaban muchos días de travesía por delante. Deseó que lo que Wenbrit tenía que decirle pudiera esperar. Los recuerdos acudieron a su mente.

CAPÍTULO VIII

Grian fue la portadora de la noticia. Había ido a la posada donde trabajaba y había entrado en su habitación sin llamar. Fidelma estaba en la cama, mirando al techo, tumbada. Puso cara de pocos amigos al ver entrar a su amiga.

– Espero que no vengas a aleccionarme otra vez -le espetó con hostilidad antes de que Grian pudiera abrir la boca.

Ésta se sentó en la cama.

– Todos te echamos de menos, Fidelma. Nadie quiere verte así.

Fidelma hizo una mueca, cada vez más enfadada.

– No es culpa mía que ya no esté en la escuela -objetó-. Morann es quien se inmiscuyó en mi vida. Él me expulsó.

– Lo hizo por tu bien.

– A él no le incumbía.

– Él cree que sí.

– Yo no me entrometo en su vida privada, así que él tampoco debería entrometerse en la mía.

Grian estaba disgustada a ojos vistas.

– Fidelma, me siento responsable de lo sucedido. Por culpa de mi necedad…

– No tienes más derechos sobre mi situación por haberme presentado a Cian -le reprochó con dureza.

– No he dicho que los tenga, sólo que me siento responsable. Mi acción podría haber echado a perder tu vida… y eso, no puedo tolerarlo.

– Morann es quien ha echado a perder mis estudios, y no tú.

– Pero Cian…

– Ya está bien de hablar de Cian. Sé que es inmaduro a veces, pero tiene buenas intenciones. Cambiará.

Grian guardó silencio unos momentos, y luego dijo con calma:

– A ti te gusta citar a Publio Siro. ¿Acaso no dice que el amante airado se engaña con mentiras? Lo mismo puede aplicarse a las mujeres. Los amantes saben lo que quieren, pero no saben qué necesitan. Tú no necesitas a Cian, y él no te quiere.

Fidelma intentó incorporarse, furiosa, pero Grian la empujó contra la almohada. Fidelma no sabía que su amiga tenía tanta fuerza.

– Ahora vas a escucharme aunque ésta sea la última vez que hablamos. Hago esto por tu bien, Fidelma. Esta mañana, Cian se ha desposado con Una, la hija del administrador del rey supremo, y se han establecido en Aileach, entre los Cenel Eoghain.

Se apresuró a decirlo para que su amiga no tuviera tiempo de hacerla callar.

Fidelma la miró a los ojos, asimilando en silencio sepulcral lo que entrañaban sus palabras. Entonces su rostro adquirió una rigidez pétrea.

Grian esperó a que su amiga dijera algo, a que reaccionara, y al ver que no lo hacía, añadió:

– Yo ya te lo había advertido. Seguramente lo sabías, seguramente te dabas cuenta…

Fidelma sintió ser ajena a la realidad, como si estuviera sumergida en agua fría. Estaba aturdida; se había quedado sin palabras. Grian la había advertido y, si era sincera consigo misma, sospechaba -temía, incluso- que podía ser cierto. Intentó engañarse y negarlo, pero al final consiguió articular uno de los pensamientos que se agolpaban en su mente.

– Vete y déjame sola -le gritó con la voz quebrada por la emoción.

Grian la miró con preocupación.

– Fidelma, debes comprender que…

Fidelma se abalanzó contra su amiga gritando, golpeándola y arañándola. Si Grian no hubiera sido experta en el arte de troidsciathaigid («lucha defensiva»), Fidelma podría haberle hecho daño. Conocía bien aquella técnica inventada siglos atrás, cuando los sabios de los Cinco Reinos debían defenderse de ladrones y bandidos. Sus creencias les impedían defenderse con armas y se vieron obligados a desarrollar otro método de defensa. Ahora, muchos de los misioneros que viajaban a otros países eran adeptos de este arte.

No le resultó difícil dominar la furia desatada de Fidelma, pues un ataque físico sin control se limita a sí mismo. En unos instantes Grian ya la había inmovilizado, sujetándola boca abajo contra la cama.

En aquel momento el posadero irrumpió en el cuarto, reclamando explicaciones por el alboroto que había perturbado la calma de los demás huéspedes; de inmediato, reparó con indignación en la silla y las vasijas que se habían roto antes de que Grian hubiera reducido a Fidelma.

Grian le gritó que se fuera y que pagarían por cualquier daño.

Retuvo a su amiga durante mucho tiempo hasta que las ganas de luchar y la exaltación abandonaron su cuerpo, y la tensión se disipó y los músculos se relajaron.

Finalmente Fidelma dijo en un tono tranquilo y razonable:

– Ya estoy bien, Grian. Puedes soltarme.

Grian la liberó con recelo y Fidelma se sentó.

– Preferiría que me dejaras sola un rato.

Grian la miró con inquietud.

– No te preocupes -dijo Fidelma en voz baja-. Te prometo que no volveré a hacer ninguna tontería. Puedes volver a la escuela.

Aun así, Grian vacilaba en dejarla sola.

– Vete -insistió Fidelma sin apenas contener los sollozos-. Te lo he prometido… ¿no te basta con eso?

Convencida de que se le había pasado el arrebato de locura, Grian se levantó.

– Recuerda, Fidelma, que tienes amigos a tu lado.

* * *

Tuvo que pasar cerca de un mes para que Fidelma regresara a la escuela del brehon Morann. El anciano reparó en las pequeñas arrugas que tenía en las comisuras de ojos y labios: una crispación que no le había visto nunca.

– ¿Habéis aprendido la lección de Esquilo, Fidelma? -preguntó el brehon Morann a modo de saludo y sin preámbulos cuando su alumna se presentó en la sala.

Ella lo miró sin comprender.

– «¿Quién sino los dioses pueden vivir sin sufrimiento eternamente?»

Fidelma guardó silencio un momento. Luego, sin responder, anunció:

– Quisiera reanudar mis estudios.

– Supondría una gran alegría para mí que así lo hicierais.

– ¿Me permitís reanudar mis estudios? -preguntó con voz queda.

– ¿Hay algo que os lo impida, Fidelma?

Fidelma levantó la barbilla con su característico gesto de desafío, y esperó unos segundos antes de responder con decisión:

– No, nada.

Con tristeza, el anciano soltó un suspiro leve, casi imperceptible.

– Si vuestro corazón alberga rencor, el estudio no será el azúcar que lo disuelva.

– ¿Acaso no dicen los antiguos bardos que del sufrimiento se aprende?

– Cierto, pero según mi experiencia, el que sufre reflexiona, bien demasiado, bien poco en lo que le hace sufrir. Y temo que vos reflexionéis demasiado, Fidelma. Si reanudáis el estudio, deberéis dedicar la mente al estudio y no al mal que sentís por haber sufrido.

Fidelma apretó los labios.

– No os preocupéis por mí, brehon Morann. Ahora me aplicaré en mis estudios.

Y así lo hizo. Pasaron los años. Obtuvo el título tras ocho años de estudio y acabó siendo la mejor alumna que el brehon Morann había formado jamás. Así lo reconocía el anciano, que no era hombre que elogiase fácilmente a sus alumnos. Sin embargo, Fidelma ya no era la inocente muchacha que llegara a su escuela. Cierto es que ni la inocencia ni la juventud son eternas, pero lo que entristecía al viejo Morann era el cambio de carácter. Donde debía habitar la dicha, habitaba la amargura. Fidelma jamás volvió a recuperar su naturalidad. El rechazo de Cian la había desencantado y la había hecho sentirse despreciada; y aunque los años fueron templando su sentir, no consiguieron hacerle olvidar lo ocurrido, ni le permitieron recuperarse del todo. La amargura dejó una profunda cicatriz e hizo de ella una persona desconfiada. Tal vez eso mismo la había convertido en una buena dálaigh; esa suspicacia, ese modo de poner en duda las intenciones ajenas.

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