Aquello explicaba, pues, la curiosa visita de Gurvan a su camarote momentos antes. Como si hubieran invocado su presencia, Gurvan apareció por la cubierta, bamboleándose.
Murchad lo miró con ojos preocupados, y el oficial respondió negando con la cabeza a la pregunta que el capitán no había pronunciado.
– De proa a popa, patrón. Ni rastro. -Gurvan era hombre de pocas palabras.
Murchad miró a Fidelma con congoja.
– Era la última oportunidad de encontrarla.
Tenía la esperanza de que el miedo la hubiera llevado a buscar algún hueco en el barco para esconderse.
Fidelma sintió cierto abatimiento. No era un principio auspicioso para un peregrinaje. La primera noche fuera de Ardmore, y perdían un peregrino.
– ¿De quien se trata? -preguntó-. ¿Quién es la persona que falta?
– Es sor Muirgel. Mejor será que bajemos: los demás están tomando el desayuno. Más vale que dé la triste noticia a sus compañeros. No quiero perder más pasajeros en esta travesía.
Dejó a Gurvan al mando del barco mientras él estuviera abajo. Afectada, Fidelma siguió al capitán por la escalera de cámara.
El día anterior, sor Muirgel apenas podía levantar la cabeza de la litera de tan mareada que estaba. La idea de que, en medio de aquella tempestad tremebunda, la joven y pálida monja hubiera sido capaz de salir de su camarote, subir a cubierta sin que nadie la viera y caer al mar, era sumamente asombrosa.
En el camarote del comedor de oficiales, el joven Wenbrit servía una comida compuesta de pan, fiambre y fruta a los peregrinos congregados. Fidelma advirtió al momento que el hermano Bairne se había unido al grupo en esta ocasión. Dadas las circunstancias, murmuraron un saludo poco caluroso cuando Fidelma se sentó a la mesa y Murchad fue a ocupar la cabecera. Era indudable que todos ya estaban al corriente de la desaparición de sor Muirgel. Cian fue el primero en pedir noticias a Murchad.
– Me temo que tengo muy malas nuevas que comunicaros -empezó diciendo el capitán-. Puedo confirmar que sor Muirgel no está a bordo. Se ha realizado una búsqueda minuciosa por toda la embarcación. La única explicación que queda es que una ola se la llevó por la borda durante la tormenta de anoche.
Se impuso un silencio desalentador entre los comensales. Entonces, una de las religiosas -a Fidelma le pareció que fue sor Crella, la hermana de rostro ancho- emitió un sonido parecido al de un sollozo contenido.
– Jamás había perdido a un pasajero -siguió diciendo Murchad con gravedad-. Y no pienso perder otro. Por consiguiente, me veo obligado a repetiros que deberéis permanecer en vuestros respectivos camarotes, o entre cubiertas, si vuelve a haber temporal. De darse el caso, sólo se os permitirá subir a cubierta bajo mis órdenes expresas. Por supuesto, mientras haga bonanza, podréis subir a cubierta, pero sólo cuando alguno de mis hombres pueda vigilaros.
Con gesto de contrariedad, Adamrae, el hermano pelirrojo, protestó:
– Somos adultos, capitán, no niños. Hemos pagado el pasaje, y no esperamos que nadie nos tenga encerrados como si fuéramos… delincuentes -dijo tras hacer una pausa para dar con la palabra adecuada.
Cian movía la cabeza en señal de asentimiento.
– El hermano Adamrae tiene cierta razón, capitán.
– Ninguno de vosotros sois navegantes preparados -objetó Murchad con brusquedad-. La cubierta de un barco puede ser peligrosa con mal tiempo si no se sabe cómo actuar.
Cian enrojeció, molesto.
– No todos hemos pasado la vida enclaustrados entre las paredes de una abadía. Yo fui guerrero y…
El adusto hermano Tola levantó la voz para interrumpirlo, entrando así en el debate:
– Sólo porque una necia que, a decir de todos, estaba demasiado mareada para saber qué se hacía, subiera a cubierta cuando no tocaba y cayera luego al agua no significa que todos tengamos que pagarlo.
Sor Crella soltó una exclamación con enfado. Se puso en pie de un salto e, inclinada sobre la mesa, exigió:
– ¡Retirad esas palabras, hermano Tola! Muirgel era hija de la nobleza, ante la cual, de no haber llevado vos ese hábito marrón y artesanal, habríais tenido que arrodillaros. Muirgel era mi prima. ¿Cómo osáis insultarla? -preguntó en un tono que había subido hasta el histerismo.
Sor Ainder, alta e imponente, se levantó sin esfuerzo aparente, apartó a Crella de la mesa y la llevó con ella hacia la zona de los camarotes, emitiendo sonidos extraños, como una madre que reconforta a su hija.
El hermano Tola permaneció en su lugar, incómodo por la reacción que había provocado.
– Sólo intentaba decir, como el hermano Adamrae, que hemos pagado un dinero por el pasaje. ¿Y si nos negamos a obedecer esa orden?
– El capitán tendrá derecho a encerraros -respondió Fidelma en un tono bajo, pero que penetró el murmullo suscitado por las palabras de Tola, hasta que decayó en un silencio sepulcral mientras todos se volvían hacia ella.
El hermano Tola la miraba con un gesto ceñudo, claramente indignado por lo que él consideró una impertinencia.
– No me digáis… ¿y con qué derecho? -quiso saber-. ¿Y cómo lo sabéis?
Fidelma miró a Murchad, como si no hubiera oído las preguntas.
– ¿Sois el dueño de este barco, Murchad?
El capitán respondió asintiendo con un golpe seco de cabeza, aunque parecía desconcertado por la pregunta.
– ¿Y en qué puerto estáis matriculado?
– Ardmore.
– Por tanto, a efectos prácticos, la embarcación está sujeta a las leyes de Éireann.
– Supongo -asintió Murchad sin convencimiento, pues no sabía adónde quería ir a parar su pasajera.
– En tal caso, ahí está la respuesta a la pregunta del hermano Tola -explicó sin molestarse en mirar a éste.
El hermano Tola no quedó satisfecho.
– No, eso no es una respuesta.
Sólo entonces lo miró Fidelma, y con cara de pocos amigos.
– Sí, sí lo es. La Muirbretha, la legislación marítima, es aplicable en este caso.
El hermano Tola estaba atónito, y sus facciones empezaron a formar una sonrisa condescendiente.
– ¿Y qué sabréis vos de tal legislación?
Fidelma suspiró y abrió la boca para responder, pero Cian se le adelantó.
– Porque es dálaigh, abogada de los tribunales. Porque tiene el título de anruth - respondió con cierta mordacidad en el tono.
Todos sabían que el título de anruth era solamente un grado inferior al título superior que podían otorgar las universidades eclesiásticas y seculares.
Durante el instante de silencio que siguió a la aclaración de Cian, sor Ainder regresó al comedor.
– Crella está descansando -anunció, ajena al nuevo momento de tensión-. No hay que olvidar que era amiga íntima y pariente de sor Muirgel. Su muerte la ha afectado mucho. No es necesario hacer comentarios desconsiderados en semejantes circunstancias, hermano Tola.
El hermano Tola puso mala cara y preguntó a Cian:
– ¿Qué decíais sobre esta mujer?
– Fidelma de Cashel es abogada de los tribunales, y su reputación se ha extendido a Tara y la corte del rey supremo.
– ¿Es eso cierto? -exigió Tola sin quedar convencido.
– Así es -intervino Murchad para confirmarlo-. También es hermana del rey de Muman.
La sangre se agolpó en las mejillas de Tola, que agachó la cabeza para ocultar su turbación, fingiendo examinar la mesa.
Fidelma habría preferido que su rango hubiera quedado al margen del asunto. Miró a todos con un gesto de incomodidad.
– Lo único que digo es que bajo la Muirbretha, la legislación marítima, en su barco Murchad tiene las mismas potestades que un rey. De hecho, tiene incluso más poder, pues, al igual que un rey, también goza de la autoridad de un jefe brehon. En otras palabras, es el gobernante de todos los que vayan en su barco. De todos. Creo que he explicado con claridad la situación. ¿O tenéis más dudas, hermano Tola?
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