Cian iba a verla cuando le placía. En ocasiones no lo veía en una semana o más. Otras veces aparecía para quedarse un día o dos con ella. Una tarde en que estaban juntos en la cama, Fidelma mencionó la cuestión del matrimonio. Había renunciado a sus estudios por Cian y sabía que la situación a la que se había visto abocada no podía prolongarse.
Tumbados en la cama, se volvió hacia Cian y le preguntó:
– ¿Me querrás siempre?
Cian bajó la cabeza, desplegando aquella sonrisa cínica de siempre.
– Eso es mucho tiempo. Disfrutemos del momento.
Sin embargo, Fidelma hablaba en serio.
– ¿Crees de veras que sólo debemos pensar en el presente? Ése no es modo de proyectar una vida completa y satisfactoria.
– Pero sólo existimos en el presente.
Era la primera vez que oía a Cian expresar un pensamiento con visos de una filosofía de vida. Ella lo negó rotundamente.
– Puede que existamos sólo en el presente, pero tenemos una responsabilidad que afecta al futuro. Yo he completado tres años de estudio y este año estaba apunto de obtener el título de Sruth do Aill, que me habría permitido ejercer de profesora, seguramente de profesora secundaria, en la escuela universitaria de mi primo en Durrow. Quizá podría buscar otra escuela en la que acabar el curso. Y luego podríamos casarnos.
Cian volvió el cuerpo entero a un lado apartándose de ella y extendió el brazo para coger una copa de vino. Tomó un sorbo y suspiró:
– Fidelma, siempre estás soñando. Siempre tienes la cabeza puesta en los libros. ¿Y para qué? Eres demasiado intelectual. -Lo dijo como si fuera algo menospreciable-. Olvídate de los libros. No los necesitas…
– ¿Que los olvide? -repitió, atónita y sin palabras.
– Los libros no son para la gente como tú y como yo. Destruyen la felicidad, destruyen la vida.
– No me creo que hables en serio -protestó Fidelma.
Cian se encogió de hombros con indiferencia.
– Es lo que pienso. Crean falsas ilusiones a la gente, les hacen imaginar un futuro imposible, o un pasado que nunca tuvieron. De todos modos, dentro de poco estaré de regreso a Tir Eoghain con mi compañía de guerreros al servicio de Cellach, el rey supremo. No tendré tiempo de pensar en cosas como el matrimonio, y mucho menos en la posibilidad de establecerme. Creía que ya lo sabías desde el primer momento. No soy de la clase de personas a las que se puede poseer o que se comprometan.
Fidelma se incorporó de golpe en la cama, sintiendo un frío interior.
– Yo no quiero poseerte, Cian. Mi intención era labrar un futuro contigo. Creía… creía que compartíamos algo.
Cian se rió, asombrado.
– Pero claro que compartimos algo. Disfrutemos de lo que compartimos. En cuanto a lo demás… ¿no conoces el pareado?: «Casarás y amansarás».
– ¿Cómo puedes ser tan cruel? -se exclamó Fidelma, horrorizada.
– ¿Te parece cruel ser realista? -preguntó él.
– Te juro, Cian, que no sé qué lugar ocupo en tu vida.
Él le sonrió burlonamente.
– ¿De veras? Pues no puede estar más claro.
Fidelma no daba crédito a su crueldad. No creía en las palabras que acababa de decirle. No quería creerle. Se dijo que Cian debía de estar fingiendo por falta de madurez. Él la quería de verdad. Estarían juntos. Ella lo sabía. Entonces Fidelma aún poseía una vanidad juvenil que le impedía reconocer que sus sentimientos no se basaban en un razonamiento consistente. Así que siguieron viéndose según y cuando a Cian le parecía que debían hacerlo.
* * *
Fidelma estaba apoyada sobre la baranda de proa, contemplando la infinita expansión de océano que tenían ante sí. Había llegado hasta allí sin darse cuenta, inmersa en los recuerdos.
Dio un respingo cuando sintió que una mano le tocaba el hombro.
– ¿Muirgel? -preguntó una voz grave y masculina.
Fidelma se volvió con curiosidad.
Se trataba de un joven religioso de unos veinticinco años, según supuso Fidelma nada más verlo. El viento agitaba su pelo ralo, de color castaño. Tenía un rostro infantil y colorado, con pecas y oscuros ojos marrones, que abrió con un gesto de consternación al ver a Fidelma.
– Pensaba que… disculpad -murmuró, incómodo por la confusión-. Buscaba a sor Muirgel. Estabais de espaldas y he pensado… bueno…
Fidelma decidió aliviar el bochorno de aquel joven monje.
– No tiene importancia, hermano. La última vez que vi a sor Muirgel fue abajo. Supongo que está mareada e indispuesta. Me llamo Fidelma. No nos hemos visto antes, ¿verdad?
El joven inclinó la cabeza con una reverencia extraña y formal.
– Yo soy el hermano Bairne de Moville. Disculpad por haber interrumpido vuestros pensamientos, hermana.
– Quizás era necesario que alguien los interrumpiera -murmuró Fidelma.
– ¿Cómo? -preguntó el hermano Bairne, desprevenido.
– No tiene importancia. Estaba pensando en insignificancias. ¿Os encontráis mejor ya?
El joven frunció el ceño.
– ¿Mejor? -repitió.
– Tenía entendido que no os habíais unido a nosotros en la comida porque también estabais mareado.
– Oh… oh, sí. Tenía el estómago un poco revuelto, pero ahora estoy mejor, aunque no creo que esté recuperado todavía para comer -dijo con una mueca compungida.
– Bueno, no sois el único.
– ¿Sigue en el camarote sor Muirgel?
– Supongo que sí.
– Gracias, hermana.
Y el hermano Bairne se marchó con un correteo hacia popa, tras acabar la conversación con una brusquedad rayana en lo grosero.
Fidelma miró alejarse al monje y se desentendió de él. Esperaba que la primera impresión que le habían causado los peregrinos fuera equivocada. Por el momento tenía más en común con Murchad y la tripulación que con sus compañeros de viaje. De haber podido conocer el futuro y saber que Cian iba a viajar a bordo, jamás habría puesto un pie en el Barnacla Cariblanca.
Fidelma reprimió un escalofrío; el viento empezaba a ser frío. Había aumentado hasta ser una fuerte brisa que azotaba las velas como un látigo. Tuvo que apartarse unos mechones de los ojos.
– Empieza a hacer viento, ¿eh?
Se volvió al oír aquella voz juvenil. Era Wenbrit, que pasaba con un cubo de piel en la mano, saludándola con una sonrisa.
– Se está levantando bastante, sí -respondió ella.
El grumete se acercó a ella.
– Creo que se nos viene encima una buena malina -le confió-. Así sabremos quiénes son los verdaderos marineros entre los peregrinos.
– ¿Cómo sabes que el tiempo va a empeorar? -preguntó Fidelma, suponiendo que Wenbrit se refería a que se estaba fraguando una tempestad.
Wenbrit se limitó a señalar con la cabeza la vela mayor y, al mirar hacia donde le indicaba, Fidelma vio cómo el viento hinchaba y hacía crujir la vela. Luego el chico le tocó el brazo y señaló hacia el noroeste. Fidelma se volvió en aquella dirección y vio a qué se refería. Por encima de un mar cada vez más oscuro se aproximaba con rapidez una masa de nubes negruzcas. Al observarlas, le pareció que se amontonaban unas sobre otras con afán de precipitarse cuanto antes sobre la nave.
– ¿Una tormenta? ¿Es peligrosa?
Wenbrit apretó los labios con un gesto de indiferencia.
– Todas las tormentas son peligrosas -dijo, encogiéndose de hombros, como si diera poca importancia al cielo ennegrecido.
– ¿Y qué se puede hacer?
Fidelma estaba perpleja ante el espectáculo amenazador que se avecinaba. El muchacho la miró un instante y pareció ablandarse, porque dijo a continuación para tranquilizarla:
– Murchad tratará de ir por delante, ya que sopla en la dirección a la que nos dirigimos. Con todo, para vuestra comodidad, lo mejor será que bajéis a vuestro camarote, señora, y que yo baje a avisar a los demás de que así lo hagan también. Creo que dentro de una hora el viento ya será un vendaval. Aseguraos de guardar cuanto esté suelto y pueda moverse por el camarote y lastimaros.
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