– ¿Veremos monstruos marinos? -preguntaba la muchacha-. ¿Correremos peligro?
Murchad se rió, pero sin burlarse.
– No hay peligro de monstruos marinos en nuestra ruta -respondió para tranquilizarla-. Quizá veáis criaturas marinas que no hayáis visto antes, pero no representan ninguna amenaza. Ahora bien, en el caso de que nos sorprenda un temporal, lo mejor es quedarse abajo, a menos que yo dé otra orden, y asegurarse de que lámparas y candelas están bien apagadas…
– Pero, ¿cómo vamos a ver nada aquí abajo sin faroles? -se quejó sor Crella.
– Todas las lámparas y candelas deberán apagarse -insistió Murchad, y el énfasis fue la única muestra de que había oído la pregunta-. No queremos lidiar a bordo con un incendio a la par que una tormenta. Hay que apagar las lámparas y atrancar las escotillas.
– ¿Cómo? -El ascético hermano Tola parecía desorientado con los términos.
– Cualquier cosa que se mueva o que pueda causar daño con el cabeceo del barco deberá ser bien atado o asegurado -explicó el capitán con paciencia-. Si se da esta circunstancia, el joven Wenbrit estará a vuestra disposición para cualquier ayuda posible y para asegurarse de que no os falta nada.
– ¿Qué posibilidades existen de encontrarnos con una tormenta? -preguntó la monja alta y anciana, sor Ainder.
– Una posibilidad a partes iguales -reconoció Murchad-. Pero no os preocupéis. Hasta ahora no he perdido ningún barco de peregrinos, ni uno solo, en una tormenta.
Hubo entre los comensales sonrisas de cortesía, aunque no faltas de tensión. Murchad era a ojos vistas un hombre sagaz, pues Fidelma reparó en que algunos de sus compañeros necesitaban palabras tranquilizadoras, y el capitán lo percibió.
– Seré sincero con vosotros, hermanos -les confió-: en este mes acostumbra a haber tormentas y lluvia que pueden durar semanas. Pero ¿sabéis por qué decidí zarpar este día en concreto? No nos hicimos a la mar aprovechando la marea de esta mañana porque sí. ¿Alguien sabe por qué?
Se miraron los unos a los otros, y hubo quien negó con la cabeza.
– Siendo como sois religiosos, todos deberíais saber qué día es hoy -les reprendió el capitán bromeando.
Esperó a que alguien contestara. Todos parecían desconcertados. Fidelma pensó que debía responder por ellos.
– ¿Os referís al día del bienaventurado Lucas, de Lucas el Médico?
Murchad la miró con aprobación ante su muestra de cultura.
– Exactamente. Hoy es el día de Lucas. ¿Nadie entre vosotros ha oído hablar del veranillo de san Lucas?
Todos negaron con la cabeza, perplejos.
– Los marineros hemos observado que a mitad de este mes suele haber un período de bonanza que suele coincidir con el día de san Lucas… Son días muy secos de mucho sol. Por eso, si tenemos que navegar durante este mes tratamos de hacerlo en esta época.
– ¿Podéis garantizar este buen tiempo lo que dure la travesía? -exigió sor Ainder.
– Me temo que nada puede garantizarse una vez se ha zarpado, donde sea y cuando sea, ya en pleno verano o en pleno invierno. Sólo puedo decir que, de entre los diversos viajes que he hecho en esta época del año, sólo uno no ha sido agradable y tranquilo.
Murchad calló un momento y, al no haber comentarios, prosiguió.
– Hay un asunto, claro, del que seguramente habréis oído hablar antes de comprar el pasaje. Hoy en día la mar es un peligro, y las aguas por las que navegaremos no están exentas de él. Y ya no me refiero al riesgo de los elementos, las mareas, los vientos o las tempestades, sino a la amenaza de nuestros congéneres, la amenaza de piratas o asaltantes, que abordan barcos para robar y raptar a los ocupantes para venderlos como esclavos.
Todos guardaron silencio.
Fidelma, que había viajado a Roma, conocía los peligros de los que hablaba Murchad. Había oído muchas historias de barcos pirata que navegaban frente a los puertos occidentales de Italia procedentes de las islas Baleares, y de la proliferación de corsarios del mundo árabe en el Mediterráneo, el gran mar en medio de la tierra.
– Si nos atacan, ¿de qué medios defensivos disponemos? -preguntó Cian con calma.
Murchad esbozó una media sonrisa.
– No somos un barco de guerra, hermano Cian. La defensa quedará en manos de nuestros marineros y en la pura sue… -recordó entonces que tenía ante sí a un grupo de clérigos-… y en el amparo de Dios.
– ¿Y si la suerte y los marineros no bastan? -quiso saber el hermano Tola-. ¿Está vuestra tripulación armada y preparada para defendernos?
Cian lo miró con desdén.
– ¿Esperáis, hermano Tola, que otros mueran por defenderos sin mover vos mismo un dedo?
Era claro que Tola no gozaba de la simpatía de su compañero.
– ¿Sugerís que debería empuñar la espada en vez de la cruz? -replicó el hermano Tola inclinándose hacia delante, enrojeciendo por la base del cuello.
– ¿Y por qué no? -respondió Cian sin alterarse.
Fidelma había oído aquel frío tono desdeñoso otras veces y se estremeció ligeramente.
– Pedro lo hizo en el jardín de Getsemaní -añadió el joven.
– Soy un religioso, no un guerrero -objetó el hermano Tola.
– En tal caso tal vez deberíais confiar en que el crucifijo os defienda -se mofó Cian-, y no exigir que os defiendan los guerreros.
Murchad miró a Fidelma, que apreció la sonrisa divertida del capitán. Entonces éste alzó ambas manos cual sacerdote bendiciendo a sus feligreses y dijo en tono conciliador:
– Amigos, no hay motivos para las discordias. No tengo intención de alarmaros, pero tengo el deber de advertiros de las posibles circunstancias para que, en caso de darse alguna, no coja desprevenido a nadie. Si tenemos la mala suerte de toparnos con piratas, quizá podáis rezar para que un poder superior a la espada nos asista. Al fin y al cabo, esto predicáis, ¿no es así? Tales barcos piratas suelen merodear frente a las costas, y en principio nuestro curso se aleja de esas zonas de peligro…
– ¿Salvo…? -intervino Cian esta vez.
– Desembarcaremos en una isla llamada Uxantis, frente a la costa occidental de la tierra conocida antaño como Armórica y que ahora llaman Pequeña Bretaña. En esas aguas podría haber piratas al acecho. También podría haberlos en las proximidades de las costas del reino de los suevos. Ésas son las zonas por las que podríamos correr el riesgo de un ataque. Pero dudo que suceda. Las probabilidades son muy bajas.
– ¿Habéis sido atacado alguna vez por piratas, Murchad? -preguntó Fidelma con tranquilidad, pues el capitán parecía muy seguro de sí mismo.
Asintió solemnemente y dijo:
– En dos ocasiones. Sólo dos en todos los años que llevo navegando por estas aguas.
– Y aun así sobrevivisteis -señaló Fidelma para tranquilizar a sus nuevos compañeros.
– Desde luego -confirmó, lanzándole una mirada de gratitud por ayudar a su propósito-. Sólo han sido dos encuentros en todos los viajes que he realizado, y no es un dato despreciable: os demostrará que tales encuentros son posibles, pero improbables. Es más fácil que nos sorprenda una tempestad que un barco pirata. Pero, si sucediera, mi deber es advertiros de que tendréis que dejar hacer a mis hombres sin interponeros, a fin de poder escapar.
– ¿Podríais relatarnos qué aconteció las dos veces que fuisteis atacado? -le preguntó el hermano Tola con mala cara-. No debió de ser tan grave o, de otro modo, como ha indicado nuestra hermana -observó, inclinando la cabeza hacia Fidelma-, no estaríais con nosotros.
Murchad se rió apreciando la observación del monje.
– Bueno, una de las veces rezagué al asaltante.
– ¿Y la otra? -preguntó sor Crella al instante con preocupación.
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