Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– ¿Quién suele dormir aquí? -preguntó.

El chico dejó la bolsa sobre la cama y se encogió de hombros.

– En ocasiones llevamos a pasajeros especiales -respondió, como queriendo desentenderse de la cuestión.

– ¿Y quién duerme en el camarote de enfrente?

– ¿En babor? Es el camarote de Gurvan -contestó el chico-. Es el oficial de cubierta y es bretón. -Señaló hacia la proa, donde estaba la tercera puerta-. Ahí está el excusado. Lo llamamos la letrina de proa porque está en la parte delantera. Dentro hay un balde.

– ¿Lo usa todo el mundo? -preguntó Fidelma arrugando un poco la nariz de asco al calcular mentalmente cuántas personas habría en el barco.

Wenbrit la miró con una sonrisa burlona al entender por qué le hacía la pregunta.

– Procuramos restringir el uso de éste. Ya os he mencionado que hay otro retrete en la popa del barco, así que no creo que vayan a molestaros en demasía.

– ¿Y en cuanto al aseo personal?

– ¿El aseo personal? -repitió Wenbrit, frunciendo el ceño como si no hubiera pensado en ello.

– ¿Acaso nadie se lava en este barco? -insistió Fidelma.

Al igual que muchas personas de su clase, estaba acostumbrada a un baño por las noches y a un breve aseo por las mañanas.

El chico sonrió con malicia.

– Siempre puedo traeros un cubo con agua de mar para que os lavéis por las mañanas. Pero si lo que deseáis es bañaros… bueno, cuando estamos atracados en el puerto o cuando la mar está en calma nos damos un baño junto al costado del barco. No hay baño a bordo del Barnacla Cariblanca, señora.

Fidelma lo aceptó con resignación. Por travesías anteriores sospechaba que el aseo personal no era prioridad en un barco.

– ¿Le digo al capitán, entonces, que estáis satisfecha con el camarote, señora?

Fidelma reparó en que el muchacho estaba inquieto. Le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

– Yo misma veré al capitán a mediodía.

– ¿Y qué le parece el camarote?

– Es más que satisfactorio, Wenbrit. Pero trata de llamarme «sor» o «hermana» delante de los demás.

Wenbrit alzó la mano para llevarse los nudillos a la frente a modo de saludo y sonrió. Dio media vuelta y salió como un rayo del camarote, resuelta la tarea.

Fidelma cerró la puerta y miró a su alrededor. De modo que allí iba a vivir hasta la semana siguiente, siempre y cuando el viento les fuera favorable. No medía mucho más de dos metros de largo por metro y medio de ancho. Dado que disponía de tiempo, reparó en que la mesa era de bisagras y estaba fija a una pared. En un rincón había un taburete de tres patas y, en otro, un cubo de agua que, supuso, estaría destinada para beber o lavarse. Mojó un dedo y la probó. Era agua dulce, luego sería para beber. La ventana, que estaba al nivel del pecho y daba a la cubierta principal, medía unos cuarenta y cinco centímetros de ancho por unos treinta de alto con dos puntales de través. En un rincón colgaba un farol de un gancho metálico; debajo había un estante sobre el cual vio una caja de yesca y un cabo.

El camarote estaba bien equipado.

Sintió una punzada de culpa al pensar en que los demás religiosos estaban apiñados en camarotes mal ventilados e iluminados bajo cubiertas. No obstante, la punzada se disipó en agradecimiento al pensar que al menos respiraría aire fresco durante el viaje y no tendría que aguantar a nadie al no tener que compartir camarote.

Sacó de la bolsa la ropa que traía para colgarla en unos ganchos que había en la pared. A diferencia de otras mujeres, Fidelma no llevaba cosméticos -jugo de grosella, por ejemplo, para pintarse los labios- pero tenía un cíorbholg, una bolsa donde guardaba peines y espejos. Fidelma solía llevar dos peines de hueso ornamentado, no tanto por vanidad como por ser una costumbre de su pueblo conservar el cabello en buen estado y desenredado. Un cabello bien cuidado era motivo de admiración.

Si bien, como muchas mujeres de su clase, Fidelma mantenía las uñas cortas y redondeadas, pues era indigno llevarlas desiguales, no les aplicaba tinte carmesí. Como tampoco usaba, como otras, jugo de mora o arándano para oscurecerse las cejas o pintarse los párpados. Tampoco acentuaba el color natural de sus mejillas con extracto de ramillas y bayas de saúco usadas para crear rubor artificial. Cuidaba su arreglo personal sin ocultar sus rasgos naturales.

Abrió el cíorbholg y lo dejó sobre la mesa. Lo que más abultaba de su equipaje era, de hecho, dos taigh liubhair, unas pequeñas carteras para guardar libros. Cuando los religiosos irlandeses iniciaron las peregrinatio pro Christo en siglos anteriores los eruditos escribas de Irlanda acertaron al pensar que misioneros y peregrinos necesitarían obras litúrgicas y religiosas a fin de poder extender la palabra de la nueva Fe entre los paganos, y que tales libros debían ser lo bastante pequeños para que pudieran llevarlos con ellos. Fidelma traía consigo un misal que medía catorce por once centímetros. Su hermano, el rey Colgú, le había regalado otra obra del mismo tamaño para matar el tiempo en aquel largo viaje. Era un ejemplar de la Vida de St. Ailbe, el primer obispo cristiano de Cashel y santo patrón de Muman. Con cuidado, dejó en los colgadores, junto a la ropa, las dos carteras para libros.

A continuación revisó el equipaje deshecho y sonrió. No tenía nada más que hacer hasta la comida del mediodía. Se tumbó en la litera con las manos detrás de la cabeza y, por primera vez desde que había cerrado la puerta del camarote de sor Muirgel y dejar al otro lado de ella su gesto suplicante, se permitió un momento para pensar en la extraordinaria coincidencia de volverse a encontrar con Cian.

Sin embargo, mientras se estiraba de buena gana oyó un agudo chillido, y algo pesado y caliente aterrizó sobre su barriga. Soltó un grito, y aquella cosa negra y peluda profirió otro grito extraño a su vez, y saltó de su barriga al suelo.

Impresionada, Fidelma se incorporó. Un gato negro y delgado estaba sentado, mirándola con brillantes ojos verdes; el pulcro pelo del cuerpo refulgía bajo los rayos del sol que entraba por la ventana. El animal emitió un maullido grave mientras la miraba inquisitivamente y después se puso a lamerse la pata con calma antes de empezar a pasarla sobre la oreja y el ojo con un movimiento rítmico.

Se oyó un correteo del otro lado de la puerta, tras la que apareció Wenbrit preocupado y sin aliento.

– Os he oído gritar, señora -dijo resollando-. ¿Qué sucede?

Fidelma estaba disgustada; señaló la causa de su turbación.

– Este animal me ha cogido desprevenida. No sabía que tenías un gato a bordo.

Wenbrit se relajó y sonrió.

– Es el gato del barco, señora. En una embarcación de este tipo hace falta un gato para controlar las ratas y los ratones.

Fidelma se estremeció al pensar en ratas.

Wenbrit la tranquilizó.

– No os apuréis. No osan aproximarse a las personas; suelen quedarse en el pantoque o en las bodegas. El señor de los ratones, aquí presente, las tiene bajo control.

El gato, que había vuelto a subirse al camastro, se acomodó haciéndose un ovillo y al poco se durmió.

– Parece que esta minina está aquí como en su casa -observó Fidelma.

El chico asintió.

– Es un macho, señora -corrigió Wenbrit-. Y sí, al señor de los ratones le gusta dormir en este camarote. Debería haberos avisado antes. Pero no os preocupéis, me lo llevaré.

El chico se inclinó para cogerlo, pero Fidelma le puso una mano sobre el brazo.

– Déjalo, Wenbrit. Él también puede quedarse en el camarote. Los gatos no me disgustan. Simplemente me he asustado cuando la… el pobre me ha saltado encima.

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