Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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El jinete se rió con buen ánimo.

– Se llama Débil, pero es fuerte y cualquier otra cosa menos enclenque. Es una larga historia. ¿Aceptarán estas damas tomar un refrigerio conmigo tras hacerme cargo del corcel y lavarme un poco?

– Lo lamento, pero…

Fidelma estaba rechazando la invitación cuando su amiga le dio un tirón del brazo.

– Claro, nos complacería -se apresuró a responder Grian con una sonrisa que causó vergüenza ajena a Fidelma.

– Excelente -exclamó Cian-. Os veré dentro de quince minutos en aquella tienda de allí; aquella sobre la que ondea ese estandarte de seda amarillo.

Se alejó tirando del caballo entre un grupo que le daba palmadas en la espalda al pasar. Parecía gozar de mucha popularidad.

Fidelma miró a su amiga con gesto enfadado.

– ¿Por qué lo has hecho? -le reprochó entre dientes.

Grian ni se inmutó.

– Porque sé cómo eres. ¡Si te morías por conocerlo! No me lo niegues. En vez de regañarme deberías estar encantada por tener una amiga como yo.

En el fondo Fidelma sabía que Grian tenía razón: quería conocer a aquel guapo guerrero.

* * *

Los recuerdos de aquel primer encuentro volvieron y se desvanecieron en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, pero con absoluta nitidez.

En la penumbra del pasillo inferior del Barnacla Cariblanca, Fidelma tenía ante sí a un hombre alto, alumbrado por un farol oscilante, y sintió un conflicto de emociones arrollador. Apenas si había reparado en que iba ataviado con hábito. Estaba de pie en el umbral de su camarote, balanceándose con una mano apoyada en el marco de la puerta; sobre su hermoso rostro bailaban las sombras proyectadas por el vaivén del farol.

Le pareció mayor, más maduro, si bien sus rasgos apenas habían cambiado. De hecho, los años habían concedido más carácter a unas facciones delicadas y hermosas y, aunque le fastidiaba reconocerlo, habían acentuado su encanto.

– ¡Fidelma! -exclamó con entusiasmo-. Pero ¿qué haces aquí? ¡No me lo puedo creer!

Habría sido tan fácil responder a aquella soberbia sonrisa. Resistió a la tentación unos instantes hasta que logró mantener su rostro inexpresivo. Fue un alivio comprobar que era capaz de mantener el control de sus emociones.

– Es una sorpresa verte aquí, Cian -respondió en un tono comedido, y añadió-: ¿Qué haces tú en un barco de peregrinos?

Y al preguntarlo advirtió de pronto que iba vestido con un hábito de lana marrón y llevaba al cuello un crucifijo colgado de una correa de piel.

Cian parpadeó ante el tono frío y circunspecto de su voz, que le hizo echarse atrás y forzar luego una sonrisa. Una expresión amarga impregnó sus facciones, distorsionando su hermosura.

– Estoy en un barco de peregrinos sencillamente porque soy un peregrino.

Fidelma lo miró con sarcasmo.

– ¿Un guerrero de la escolta del rey supremo, un guerrero de la Fianna, de peregrinaje? No parece verosímil.

No sabía si era por la luz temblorosa, pero Cian tenía una expresión extraña.

– Ya no soy guerrero.

Fidelma estaba abrumada pese a su reacción hostil al volver a verle.

– ¿Me estás diciendo con esto que has abandonado la milicia del rey supremo para entrar en una orden religiosa? Me cuesta creerlo. A ti nunca te gustó la religión.

– Claro, y tú eres capaz de adivinar toda mi vida. ¿Acaso no tengo derecho a cambiar de opinión? -le dijo con cierta animosidad en la voz.

Fidelma no se inmutó. Se había enfrentado a su temperamento varias veces en su juventud.

– Te conozco de sobra, Cian. Tuve que aprender por la fuerza… ¿o ya no te acuerdas? Yo sí que me acuerdo. Difícil sería olvidarlo.

Fue a dar media vuelta para ir a su camarote, cuando Cian soltó la mano con la que se agarraba al marco y la extendió para tocarla. El barco dio una sacudida que lo empujó hacia delante, pero volvió a agarrarse.

– Tenemos que hablar, Fidelma -se apresuró a decir-. Ya no debe haber enemistad entre nosotros.

La curiosa nota de desesperación en su voz captó la atención de Fidelma un momento, y vaciló, aunque sólo un instante.

– Habrá tiempo de sobra para hablar, Cian. Será un largo viaje… puede que ahora incluso demasiado largo -añadió con acritud.

Entró en su camarote y lo cerró antes de que Cian pudiera responder. Permaneció un momento con la espalda apoyada en la puerta, respirando profundamente, preguntándose a qué se debía aquel sudor frío. Jamás habría pensado que un reencuentro con él hiciera resurgir las emociones que tantos meses le había costado suprimir después de abandonarla.

No negaba que se había encaprichado de Cian tras aquel primer encuentro en el Festival de Tara. No; si era honesta, reconocería que se había enamorado de él. A pesar de la arrogancia, la vanidad y la soberbia que exhibía por su destreza marcial, Fidelma se había enamorado de él por primera vez en su vida. Reunía todas las características que Fidelma detestaba, pero la atracción que había entre ellos no dejaba lugar al buen sentido. Tenían caracteres opuestos e, inevitablemente, como los polos opuestos de dos imanes, se atraían. Era una combinación destinada al desastre.

Cian era un muchacho a la busca de conquistas, mientras que Fidelma era una chica enfrascada en la idea del amor. En pocas semanas, aquel joven había sumido su vida en un caos de emociones contradictorias. Hasta Grian reconoció que el interés de Cian por obtener el favor de Fidelma era meramente superficial. Su amiga era joven, atractiva y, sobre todo, una mujer inteligente… y Cian quería jactarse de haberla conquistado. Una vez conseguido, dejaría de importarle. Y Fidelma, fuera o no inteligente, se negaba a creer que a su amante lo movieran tan bajos motivos. Y esa obstinación en negarlo fue la causa de numerosas discusiones con Grian.

De pronto oyó un gemido estremecedor en la penumbra del camarote, que puso en alerta a Fidelma y la hizo retroceder, haciéndola volver bruscamente al presente y olvidar la angustia vertiginosa de los recuerdos. Le costó un momento asimilar dónde estaba. Se hallaba en el camarote que Wenbrit le había indicado, camarote que habría de compartir. Había entrado y estaba de pie en la oscuridad.

El gemido era agónico, como si alguien sintiera un intenso dolor.

– ¿Qué sucede? -susurró Fidelma, tratando de fijarse en la dirección de la que provenía el quejido.

Hubo un instante de silencio, hasta que una voz gritó con despecho:

– ¡Me estoy muriendo!

Fidelma echó una mirada rápida a su alrededor. La oscuridad casi era absoluta.

– ¿No hay luz aquí dentro?

– ¿Para qué hace falta luz cuando alguien se está muriendo? -reprochó la voz-. De todas maneras, ¿quién sois? ¿Este es mi camarote?

Fidelma abrió la puerta otra vez para dejar entrar algo de luz del pasillo. Justo a un lado vio el cabo de una vela; salió con éste en la mano, de cara al farol tembloroso de fuera. Gracias a Dios Cian había desaparecido. Tardó unos momentos en encenderlo y regresar.

La luz permitió a Fidelma ver a una mujer echada en la cama inferior de la litera que había en el camarote. Su hábito parecía desarreglado y su rostro era de una palidez cadavérica, aunque todavía bastante atractivo. Era joven, tal vez de algo más de veinte años de edad. Junto a la litera había un cubo.

– ¿Estáis mareada? -preguntó Fidelma con comprensión, consciente de que preguntaba algo evidente.

– Me estoy muriendo -insistió la mujer-. Deseo morir sola. No sabía que iba a ser tan duro.

Fidelma echó un vistazo al camarote, y vio que habían dejado su equipaje sobre la cama superior.

– No puedo dejaros sola, hermana. Yo compartiré camarote con vos en este viaje. Me llamo Fidelma de Cashel -añadió alegremente.

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