Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– Ahora veo la relación que eso tenía con Gormán, pero ¿cómo…?

– Me despertó la curiosidad que Gormán se interesara tanto y tan pronto (en cuanto puse los pies a bordo) por saber desde cuándo conocía a Cian. Luego, el segundo día, cuando interrogué a Crella me dijo que Cian se había acostado con Gormán. Deseché estos detalles. Pero una buena dálaigh debe tener una memoria retentiva. Guardé esa información. Al oír las permanentes citas bíblicas sobre celos y concupiscencia, empecé a pensar que la respuesta podía encontrarse en esa dirección. Pero hasta que no mencionasteis el nombre de vuestra esposa, Aoife, y pensé en los celos del personaje, no vi hacia dónde debía dirigir la investigación: celos. Unos celos locos e irracionales.

»Cian había dormido con ella una noche, y su arrogancia no le permitió recordarlo hasta el último momento. Al igual que Aoife, la esposa de Lir, Gormán estaba desequilibrada. Su odio era tan manifiesto que la descarté en un primer momento como posible sospechosa.

– Lástima que sor Gormán evadiera a la justicia -reflexionó Murchad.

Fidelma consideró el comentario antes de responder.

– No tanto. Estaba desquiciada. Sufría una enfermedad que puede ser tan debilitante como cualquier otra fiebre. Creo que puedo comprender las profundidades de los celos que puede experimentar una mujer si siente que ha sido traicionada por un hombre que parecía amarla.

Fidelma se ruborizó un poco al recordar sus propios sentimientos.

– Aun así mató. ¿No tendría que haber recibido un castigo por ello?

– Ah, el castigo. Me temo que está surgiendo una nueva ética en nuestra cultura, Murchad. Es lo que más me preocupa sobre la fe. Los Penitenciales de la Iglesia predican el castigo frente al resarcimiento y la rehabilitación que dictan nuestras leyes.

– Sin embargo, es la doctrina de la fe -dijo Murchad, perplejo-. ¿Cómo podéis ser hermana de la fe sin aceptar la doctrina?

– Porque es una doctrina de venganza y no un acto de justicia. Nuestras leyes buscan la justicia, no la venganza. Juvenal dijo que la venganza sólo es deleitosa para los espíritus mezquinos. La sangre no puede lavarse con sangre. Debemos resarcir a la víctima y rehabilitar al malhechor. De lo contrario, acabaremos entrando en un círculo vicioso de venganzas y la sangre nunca dejará de manar. Quienes hacen de las leyes una maldición, sufrirán esas mismas leyes.

– ¿Habríais preferido, pues, que la chica hubiera huido?

Fidelma movió la cabeza.

– Nunca habría sido capaz de huir de sí misma. Creo que la locura trastocó tanto su mente que, en este caso, sufrió un acto de misericordia.

Gurvan se aproximó y, con ojos de disculpa, anunció:

– La marea ya repunta, capitán.

Murchad le dio las gracias.

– Debemos levar anclas, señora -dijo él con respeto.

– Espero que el regreso a Ardmore no sea tan aventurado como el de ida.

– No me hubiera hecho marinero si temiera a tempestades y piratas -se rió Murchad-. Ahora bien, no suelo encontrarme tan a menudo con asesinatos a bordo. ¿Pensáis pasar mucho tiempo en este país, hermana? Quizá de regreso toméis mi barco. Voy y vengo de Ardmore a este puerto con frecuencia.

– Sería un placer. No obstante no estoy segura de adónde me llevará el destino. Quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Si no, que Jesús os acompañe en vuestros viajes. Y cuidad de ese muchacho, Wenbrit. Puede que un día sea capitán de su propio barco.

Bajó a la crujía y se despidió de Gurvan, Wenbrit, Drogan y el resto de la tripulación antes de bajar al muelle. Murchad alzó la mano para despedirse.

Fidelma se quedó a mirar cómo tiraban de la pasarela para devolverla al muelle y desamarraban los cabos para que el Barnacla Cariblanca desatracara. Agitó la mano enérgicamente para despedirse de todos. Entonces la invadió tal añoranza que echó a andar con tranquilidad hacia la posada en la que se alojaba. Pese a la melancolía, también sentía alivio, pues había emprendido aquel peregrinaje con dos propósitos principales, uno de los cuales ya estaba zanjado. Ya no había discrepancia entre su función como religiosa y su función como dálaigh. Su pasión por la ley no le dejaba alternativa: en adelante antepondría siempre la ley a la vida contemplativa. Cuando llegó a la posada, el Barnacla Cariblanca ya había izado las velas y salía del puerto con la marea.

Fidelma se sentó en un banco de madera, a la sombra de una parra. Levantó la mirada a las aguas azules de la bahía para contemplar la nave que se alejaba.

El posadero se acercó a ella con una bebida a base de limón exprimido y agua fría; le explicaron que era el mejor remedio para apaciguar la sed y aguantar el calor. Luego, para su sorpresa, el posadero le entregó un papel de vitela doblado. No entendió muy bien qué le decía, pero apuntaba con el dedo a una embarcación elegante que había entrado en el puerto en la última hora.

Gratias tibi ego -le agradeció en latín, pues era la única lengua en la que podían compartir algunas palabras.

Dominó su curiosidad, pues quería ver salir del puerto el barco de Murchad. Permaneció un momento sorbiendo el refresco y contemplando al Barnacla Cariblanca, que ya se alejaba en el estuario, al que los lugareños llamaban ría. Al fin, desapareció tras el cabo. Era agradable disfrutar del calor del sol. Sin embargo, la envolvía de nuevo una tremenda sensación de soledad. Se paró a analizar sus sentimientos. ¿Era esa la palabra que mejor definía aquella emoción? Prefería estar sola que mal acompañada; desde luego, no quería estar en presencia de Cian nunca más. No obstante, algo bueno había sacado en claro y se alegraba de haberse encontrado con él.

Durante todos esos años Cian había sido como una espina clavada, pues no había olvidado la angustia y las tormentosas pasiones de juventud. Ahora, a la edad adulta, ya madura y experta, se le había concedido un encuentro con Cian y, bajo la perspectiva de esa madurez, había analizado y comprendido lo irracional de la agridulce intensidad del amor joven. Ya no tenía ningún reparo en despedirse de Cian para siempre y reconocer que formaba parte del pasado. Entendía lo ocurrido como una experiencia enriquecedora y no como un lastre que habría de cargar el resto de su vida.

Sin saber por qué, Eadulf le vino al pensamiento; fue algo tan inopinado que hasta dio un respingo y agitó la bebida que sostenía con mano trémula.

¡Eadulf! Se dio cuenta de que su amigo había sido una presencia constante durante todo el viaje, como una brizna etérea en el camino.

¿Por qué acudieron a su mente las palabras de Publio Siro, uno de sus autores de máximas predilectos?

Amare el sapere vix deo conceditur.

Hasta para un dios es difícil amar y ser sabio a un tiempo.

De pronto recordó el papel de vitela doblado. Lo cogió y lo desplegó. Sus ojos se abrieron, estupefactos. Era una nota de su hermano Colgú, enviada desde Cashel el día después de que ella zarpara desde Ardmore. Mientras asimilaba las escasas palabras que contenía, el asombro le heló la sangre y luego la invadió un pánico que jamás había experimentado. El mensaje era conciso:

«¡Regresa cuanto antes! ¡Han acusado a Eadulf de asesinato!»

Peter Tremayne

Curragh Una embarcación de cuero de tamaño usualmente grande utilizada - фото 2
***
Curragh Una embarcación de cuero de tamaño usualmente grande utilizada sobre - фото 3

* Curragh. Una embarcación de cuero de tamaño usualmente grande utilizada sobre todo en la costa occidental de Irlanda (Merriam Webster). (N. de la T.)

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