El tono glacial de Fidelma atajó su arrebato. Cian se quedó inmóvil, desafiante, y ella tuvo que insistir.
– ¡Siéntate y guarda silencio, he dicho! No he terminado.
El hermano Tola miró a Fidelma con desaprobación.
– Cum tacent clamant - musitó-. Claro, si no lo dejáis hablar, su silencio lo condenará, ¿cierto?
– Podrá hablar cuando yo haya terminado y cuando sepa de qué debe hablar -aseguró Fidelma a Tola con dureza-. Es preferible hablar con conocimiento de causa que con ignorancia.
Dicho esto, miró al resto de oyentes para proseguir.
– Como iba diciendo, cuando descubrí que Cian era el denominador común de todos los asesinatos, todo empezó a adquirir sentido. -Alzó una mano para contener un segundo arranque de Cian-. Ojo, no digo con esto que Cian sea el asesino. Hasta ahora sólo he dicho que era el denominador común.
Cian puso gesto de desconcierto, al igual que todos los demás; al quedar tranquilo, volvió a sentarse.
– Si no me acusas de asesinato, ¿de qué me acusas pues? -exigió con brusquedad.
Fidelma lo miró con acritud.
– Se te puede acusar de muchas cosas, Cian, pero en este caso en concreto, no se te acusa de asesinato. Que seas o no el Carnicero de Rath Bíle ya no me preocupa. La acusación se desvaneció con la muerte de Toca Nia.
Miró a los demás, que la miraban pasmados desde sus sitios, esperando a que prosiguiera. Fidelma volvió a hacer una pausa y escrutó aquellos rostros. Cian la miraba con desafío. El hermano Tola y sor Ainder compartían un asomo de desdén, de cinismo, en el gesto. Sor Crella y sor Gormán tenían la vista baja. La expresión del hermano Bairne era la misma que la de un animal enjaulado; sus ojos miraban aquí y allá, como buscando una salida por donde escapar. El hermano Dathal inclinaba el cuerpo hacia delante, mirándola a los ojos casi con entusiasmo, como si disfrutara de antemano de lo que Fidelma se disponía a revelarles. Su compañero, Adamrae, tenía la vista puesta sobre la mesa e, impaciente, tamborileaba con los dedos sin hacer ruido, como si la reunión lo aburriera.
– No hay necesidad de deciros, por supuesto, que está sentado entre nosotros un peligroso asesino.
– Eso es más que lógico -afirmó el hermano Dathal, asintiendo con ansias-. Pero, ¿quién es, si no es el hermano Cian? ¿Y por qué os habéis referido a él como el denominador común?
– Conocéis al asesino desde que partisteis del norte en peregrinación -prosiguió Fidelma haciendo oídos sordos a las preguntas de Dathal-. La primera víctima del asesino fue sor Canair.
Sor Ainder inspiró profundamente y exigió:
– ¿Cómo es posible que sepáis eso? Sor Canair sencillamente no se presentó cuando el barco tenía que zarpar con la marea. ¿Qué os hace pensar que la han matado?
Hubo un murmullo de asentimiento.
– Porque hablé con alguien que vio el cuerpo. El hermano Guss lo vio, así como Muirgel.
Cian soltó una risotada sarcástica.
– Qué oportuno, ¿verdad?, ahora que Muirgel y Guss están muertos y no pueden apoyar esa afirmación.
– Cierto, muy oportuno -coincidió Fidelma-. Muirgel también fue asesinada, mientras que el hermano Guss… -Se encogió de hombros-. En fin, todos sabemos qué paso. Cayó al agua a causa del miedo.
Todas las miradas se volvieron a sor Crella.
– Sólo había una persona de la que Guss se apartó por miedo antes de morir -comentó el hermano Dathal.
Sor Crella estaba quieta en su lugar, hipnotizada como un conejillo aterrado. Presentaba una palidez cadavérica y sólo era capaz de mover la cabeza de un lado al otro, como si negara.
– ¿Sor Crella? -preguntó el hermano Tola con los labios apretados y gesto pensativo-. Supongo que tiene sentido. Hay rumores de que estaba celosa de Muirgel.
– El hermano Guss me contó que estaba convencido de que sor Crella era quien había matado a Muirgel -intervino Cian, encantado de que el peso de la responsabilidad se hubiera trasladado a otro.
– ¿Celos? ¡Lujuria! -exclamó sor Ainder con desdén-. El peor de los pecados.
Sor Crella se echó a llorar con timidez. Fidelma pensó que debía intervenir otra vez.
– Sor Crella sólo fue la causa involuntaria de la muerte del hermano Guss -reveló-. Por desgracia, el hermano Guss tenía la inquebrantable convicción de que Crella era la culpable. Era joven y temeroso… y no olvidéis que había visto lo que había hecho el asesino con Canair y con Muirgel. Temía por su vida; era un hombre desesperado cuyo pavor le llevó a perder la razón. Cuando Crella se acercó a él, pensó que iba a atacarle, se apartó por miedo y acabó cayendo por la borda. Crella no causó su muerte, sino la persona que provocó en él ese miedo a morir.
Un largo silencio volvió a dominar la sala. Con los ojos arrasados en lágrimas, sor Crella miraba fijamente a Fidelma sin acabar de entender lo que había dicho, salvo que no la estaba acusando.
– ¿Os estáis burlando de nosotros, hermana? -saltó sor Ainder, colérica-. Acusáis a la ligera y luego absolvéis como si nada. ¿Qué pretendéis? ¿No podéis decirnos sencillamente qué motivo impulsó a cometer estos crímenes y quién es el responsable?
Fidelma mantuvo un tono impasible, como si hablara del tiempo.
– Vos misma me disteis el motivo.
Sor Ainder pestañeó.
– ¿Qué?
– Vos me dijisteis… que era uno de los siete pecados capitales. -Fidelma calló para que asimilaran sus palabras antes de proseguir-. En toda investigación, la primera pregunta que uno debe plantearse es la que Cicerón hizo una vez a un juez romano. ¿Cui bono?¿Quién se beneficia? ¿Qué razón hay?
– ¿Insinuáis que la razón fue la lujuria? -interrumpió el hermano Tola en un tono cargado de irrisión-. ¿Cómo se puede atribuir a la lujuria la muerte del guerrero de Laigin, Toca Nia? A mí me parece evidente que murió a causa de su acusación contra Cian. Sólo Cian se beneficiaba con su muerte.
Era indiscutible que Tola no podía sufrir a Cian y viceversa.
– Lleváis razón -asintió Fidelma con serenidad-. Toca Nia murió para proteger a Cian.
Cian fue a levantarse de nuevo, pero Gurvan lo empujó para sentarlo otra vez.
– Así que, al final, resulta que me estás acusando -dijo con amargura-. Yo no…
– ¿No lo mataste? -interrumpió Fidelma sin alterarse-. No, no lo hiciste. He dicho que lo mataron para protegerte; no he dicho que lo hubieras matado tú. Pero la causa de la muerte de Toca Nia es la misma que la de las muertes de Canair y Muirgel, así como el de los dos intentos de acabar con mi vida.
– ¿Dos? -preguntó el hermano Dathal, extrañado-. ¿Alguien os ha intentado matar dos veces?
– Oh, sí -confirmó Fidelma-. Anoche hubo un segundo intento en mi camarote durante la tormenta. Le debo mi vida a un gato.
No se molestó en dar más explicaciones. Habría tiempo de sobra más adelante.
– ¿De manera que hay un solo asesino y una sola razón? ¿Eso estáis diciendo? -preguntó Murchad para cerciorarse de que seguía el razonamiento.
– La razón en cuestión es la lujuria -confirmó-. O más bien, diría, la convicción que el asesino tenía de estar enamorado de Cian hasta el extremo de perder la razón y obsesionarse con que debía protegerlo y eliminar a cualquiera que intentara ganarse su amor.
Cian se echó hacia atrás, pálido y tembloroso.
– No entiendo lo que estás diciendo.
– Si Toca Nia te hubiera hecho daño, le habrías sido negado a esa persona, que te quería para ella sola.
– Sigo sin entenderlo.
– Es muy fácil. He dicho que eras el denominador común. ¿No fuiste amante de Canair y de Muirgel varias veces?
Cian la miró con desafío y dijo sin más:
Читать дальше