Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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Murchad sonrió.

– Puede que quede un poco cojo, pero seguirá cazando ratones mucho tiempo. El bueno de Wenbrit ha conseguido coser la herida, y no tiene mal aspecto a pesar del corte. Supongo que no visteis quién os lanzó el cuchillo, ¿no?

– Estaba demasiado oscuro -respondió, y cambió de tema-. ¿Se ha acabado ya la tormenta?

– Creo que ya hemos pasado lo peor -respondió-. El viento ha cambiado a sur, por lo que será más fácil volver a izar la vela mayor y mantener el rumbo inicial. Creo que no me dolerá acabar este viaje. Me alegrará volver a los brazos de Aoife.

– ¿Aoife?

– Mi esposa se llama Aoife -dijo Murchad sonriéndole-. Hasta los marineros tienen esposa.

Un pensamiento pululaba en la memoria de Fidelma. De pronto le vino a la mente una antigua canción.

Tú, que nos amaste en días ya idos,

A la vorágine del odio, de rencor nutrido,

Arrojaste el amor profesado

Para hacer de la venganza tu ley.

A Murchad no le hizo gracia.

– Estaba pensando en la concupiscencia y los celos de Aoife, esposa de Lir, dios de los océanos, y en cómo destruía a quienes le amaban.

El capitán resopló, ofendido, y protestó:

– Mi esposa Aoife es una mujer maravillosa.

Fidelma se apresuró a sonreírle.

– Disculpadme. Solamente el nombre me ha sugerido la idea. No pretendía faltarle al respeto a vuestra esposa. Con todo, me ha hecho recordar algo muy útil.

¿Cuál era el pasaje bíblico que había citado Muirgel a Guss para decirle quién podía ser la siguiente víctima?

(…) Y son, como el «seol», duros l os celos.

Son sus dardos saetas encendidas,

Son llamas de Yaveh.

Miró al mar. Seguía cubierto de espuma, pero había perdido braveza, y las grandes olas empezaban a ser más pequeñas y escasas. ¡Al fin todo tenía sentido! Sonrió con satisfacción absoluta y se volvió hacia el exhausto Murchad.

– Perdonad, capitán, pero no os prestaba atención.

Fue entonces cuando Fidelma se fijó en el desbarajuste que había causado la tempestad. Por toda la cubierta había palos astillados, el tonel del agua estaba deshecho en pedazos, cabos y demás aparejos colgaban aquí y allá. Los marineros parecían haberse desplomado allí donde estaban, de puro agotamiento.

– ¿Alguien está herido? -preguntó Fidelma, boquiabierta ante los destrozos.

– Algunos de mis hombres se han hecho un par de rasguños -reconoció Murchad.

– ¿Y los pasajeros?

Murchad movió la cabeza.

– Todos sanos y salvos, señora… por esta vez.

Para Fidelma era un milagro que en aquellos dos días en que el barco había sido zarandeado arriba y abajo por un mar furioso, nadie hubiera sufrido daños.

– La previsión es que mañana o pasado divisemos la costa ibérica, señora -dijo en voz baja-. Y si hemos mantenido buen rumbo, arribaremos a puerto poco después. Desde ese puerto el santo lugar está muy cerca tierra adentro.

– Debo confesar que no lamentaré salir de los confines de vuestro navío, Murchad.

El capitán la miró con mala cara y dijo:

– Quería decir que, una vez lleguemos al puerto, ya no habrá ocasión para llevar al asesino de Muirgel y Toca Nia ante la justicia. Y eso será malo. La historia rondará este navío como un fantasma, lo perseguirá allá a donde vaya. Mis hombres ya han bautizado este viaje como «la travesía de los malditos».

– El misterio se resolverá, Murchad -aseguró Fidelma para infundirle confianza-. La mención del nombre de vuestra mujer me ha hecho ver las cosas claras, o eso creo.

Murchad la miraba sin comprender nada.

– ¿El nombre de mi esposa? ¿El nombre de Aoife os ha hecho descubrir al culpable de los asesinatos?

– No creo que tardemos en identificar al culpable -respondió con optimismo-. Pero esperaré a que todos los peregrinos se reúnan para la comida del mediodía. Entonces hablaremos del asunto con ellos. Me gustaría que Gurvan y Wenbrit estén presentes, y vos también. Y puede que necesite la ayuda de unos brazos fuertes -añadió.

Sonrió ante la expresión perpleja de Murchad y puso una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

– Descuidad, Murchad. Esta tarde conoceréis la identidad del responsable de atroces crímenes.

CAPÍTULO XXI

Se habían reunido como había solicitado Fidelma, sentados en derredor de la extensa mesa de la sala principal; Murchad se repantigó contra la caja del mástil. Gurvan estaba sentado cómodamente en un lado, mientras que Wenbrit se había encaramado a la mesa en la que preparaba la comida normalmente, y tenía los pies colgando, presenciando la sesión con interés. Fidelma apoyó la espalda contra su silla, situada en la cabecera de la mesa, y miró a aquellos rostros expectantes.

– Se me ha dicho alguna vez -empezó a decir con calma- que averiguo las cosas gracias a una suerte de instinto. Puedo aseguraros que no es así. Como dálaigh, hago preguntas y escucho. En ocasiones, aquello que la gente omite en sus respuestas me revela más de lo que dice en realidad. Pero necesito información. Necesito hechos, preguntas incluso, que considerar. Yo analizo esa información o reflexiono sobre esas preguntas, y sólo entonces puedo hacer deducciones.

»No, no poseo conocimientos secretos, como tampoco soy un profeta capaz de despejar una incógnita sin información. El arte de revelar misterios es comparable a jugar al fidchell o al brandubh. Todo debe estar sobre la mesa para que cada uno pueda decidir qué solución dar al problema. Los ojos deben ver, el oído debe prestar atención y el cerebro debe funcionar. Los instintos pueden engañar o confundir. Por consiguiente, no son infalibles como medio para llegar a la verdad, si bien pueden ser buenos consejeros.

Calló. Reinaba el silencio. Los demás seguían mirándola con expectación, como conejos atentos a los movimientos de un zorro.

– Mi mentor, el brehon Morann, solía decirnos que nos cuidáramos de lo evidente porque en ocasiones lo evidente es engañoso. Mientras pensaba sobre ello comprendí que, a veces, lo evidente es lo evidente porque es la realidad.

»Si fuerais por un camino y apareciera alguien corriendo hacia vosotros con los ojos desorbitados, el cabello alborotado y las facciones distorsionadas, gritando y echando espumarajos por la boca; y si además esa persona enarbolara un cuchillo manchado de sangre y asimismo tuviera sangre en la ropa, ¿de qué modo percibiríais a esa persona? Podría estar gritando y tener la cara distorsionada porque la han atacado, y podría sostener el cuchillo porque acaba de cortar carne para la comida y se ha manchado la ropa por descuido. Hay muchas explicaciones posibles, pero la más evidente es que se trata de un maníaco homicida dispuesto a matar a quienes se interpongan en su camino. Y en ocasiones la explicación evidente es la correcta.

Volvió a hacer una pausa, pero tampoco hubo comentarios.

– Me temo que me he estado fijando demasiado en lo evidente sin percatarme de que era la verdad.

«Cuando recomponía los hechos, sólo había una persona vinculada a todos ellos, un denominador común que siempre estaba allí donde yo miraba. Y ese denominador común era Cian.

Cian se levantó con torpeza de su sitio; el balanceo del barco lo empujó sobre la mesa, pero evitó la caída apoyándose con una mano.

Gurvan se había levantado para colocarse tras él, con la mano sobre el hombro del monje.

Cian se sacudió para apartarlo.

– ¡Arpía! ¡No soy un asesino! Lo que te mueve a acusarme son tus celos mezquinos. Sólo porque te rechacé…

– ¡Siéntate y calla o tendré que pedirle a Gurvan que te reduzca!

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