Si Caín sería vengado siete veces,
Yo lo seré setenta veces siete.
Fidelma la corrigió con cortesía.
– Estáis citando la canción de Lamec, hijo de Matusael, cuya eterna sed de venganza fue transformada por las palabras de Jesús. ¿Recordáis lo que Jesús dijo a Pedro según el Evangelio de san Mateo?: «Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: "Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?". Dícele Jesús: "No digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"». Que la sombra de Lamec muera con su venganza, Gormán.
La joven religiosa la miró enfurecida.
– No te pases de lista conmigo, ¡ramera de Babilonia! A ti también te habría matado, pero te has salido con la tuya las dos veces. Aun así serás castigada: «… Y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús».
– ¡Esta niña está delirando! -murmuró sor Ainder con inquietud, levantándose a la vez para apartarse de ella.
Murchad lanzó una mirada interrogante a Fidelma, como para preguntarle qué debía hacer.
Cian se había tranquilizado y estaba sentado con las manos sobre la mesa, mirando a la chica con absoluta indiferencia.
– Gracia a Dios que este asunto está resuelto -dijo a nadie en particular-. Esa demencia no tiene nada que ver conmigo. Yo no soy el responsable de su locura. Dominus illuminatio… En fin, yo sólo me acosté con ella una vez.
Sor Gormán giró sobre sus talones hacia Cian con los ojos encendidos.
– Pero lo hice por ti, por ti… ¿no lo comprendes? ¡Lo hice para salvarte! ¡Para que pudiéramos estar juntos!
Cian sonrió con suficiencia.
– ¿Por mí? -se mofó-. Estás loca. ¿Qué te hizo pensar que querría algo más contigo después de esa noche? Las mujeres os empeñáis en hacer de todas las cosas una propiedad permanente.
Sor Gormán se echó hacia atrás, como si la hubieran abofeteado. Una expresión de perplejidad invadió su semblante por completo.
– No es posible que estés hablando seriamente. Esa noche me dijiste que me amabas.
Su voz se había vuelto un suave lamento.
Fidelma sintió que la invadía la compasión al tiempo que los recuerdos de juventud regresaban a su mente.
– Cian sólo ama a Cian, Gormán -dijo con severidad-. Es incapaz de amar a nadie más. Y en cuanto a ti, Cian, puede que afirmes que no eres el responsable de esas atrocidades, y tendrás razón en lo que respecta a la ley. Sin embargo, la ley no siempre es justa. No puedes desentenderte de la responsabilidad moral con la que cargas. Tu egoísmo, tu habilidad para manipular las emociones ajenas, sobre todo las de las mujeres, son una responsabilidad que te incumbe. Tarde o temprano tendrás que responder por ella.
Cian se ruborizó, molesto por sus palabras.
– ¿Qué tiene de malo aprovechar los placeres que te brinda la vida? ¿Acaso nos hemos convertido todos en ascetas católicos, retirados en el desierto como ermitaños? ¿Por qué no podemos seguir gozando de la vida?
El semblante de Tola reflejaba su furia.
– No matarás es un mandamiento del Señor. La mujer está condenada, pero vos, Cian, vos habéis sido el causante de esta locura y habréis de ser condenado con ella.
– ¿Y bajo la ley de quién? -se mofó Cian-. No me aleccionéis con vuestra moral intolerante. No viene al caso.
Gormán estaba de pie encorvada como un perro al que han azotado; se abrazaba a su propio cuerpo, como si ello la reconfortara. Se balanceaba adelante y atrás sobre sus talones, sin dejar de sollozar.
– Lo hice por ti, Cian -se lamentaba entre susurros-. Muirgel… Canair… Hasta he matado a Toca Nia para protegerte de esa infame acusación. La habría matado también a ella… a Fidelma… y luego a Crella. Ambas querían hacerte daño. Había que protegerte. Sin ellas podríamos haber estado juntos. Estorbaban nuestra felicidad.
Fidelma le habló con suavidad, casi con amabilidad.
– ¿Podríais decirnos cómo matasteis a sor Canair? Yo conozco parte de la historia por Guss, pero me gustaría saber el resto. ¿Nos lo podéis contar?
Gormán soltó una risilla. Era un sonido espeluznante, pues era la risa de una niña inocente.
– Él me amaba. Cian me amaba…, lo sé. «¡Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordias y piedades, y yo seré tu esposo, en fidelidad…!»
Fidelma recordaba las palabras vagamente. Debían de ser del libro de Oseas. En aquel viaje se habían citado muchos pasajes de Oseas.
– Aunque él ahora lo niegue, me amó del mismo modo que yo le amé. Nos habríamos casado si…, si las otras no lo hubieran atrapado con su lujuria y…, y…
Cian se encogió de hombros tímidamente.
– Es obvio que está trastocada -murmuró-. Yo me lavo las manos en este asunto.
– ¡Gormán! -gritó Fidelma, volviéndose con brusquedad a la muchacha-. Cuéntanos qué pasó con Canair. ¿Cuándo la mataste?
Por alguna razón, el tono intimidatorio de Fidelma hizo volver a Gormán de las tinieblas en las que se estaba adentrando y tuvo un momento de lucidez.
– La noche antes de zarpar, la maté en la posada de Ardmore.
Hizo la confesión con frialdad, sin emoción en la voz, sin moverse, sin sentimiento en los ojos que miraban a Cian.
– ¿Sólo porque Canair mantenía relaciones con Cian? -intervino el hermano Tola.
Con una sonrisa perturbadora, la muchacha recitó:
Y se fue tras ella entontecido,
Como buey que se lleva al matadero,
Como ciervo cogido en el lazo,
Hasta que una flecha le atraviesa e l hígado.
O como pájaro que se precipita en la red,
Sin saber que le va en ello la vida…
– ¡Deja ya esas tonterías! -exclamó Cian-. Estoy harto ya de esas divagaciones absurdas.
Sor Ainder se inclinó hacia delante y lo reprendió con una mirada glacial.
– El libro de los Proverbios no es ninguna tontería, hermano Cian. No sois digno de escuchar esas palabras ni de vestir el hábito religioso.
– ¿Creéis que me gusta tener que llevar estos ridículos harapos? -le espetó Cian.
– Cuanto hoy he oído me repugna -replicó sor Ainder-. Pienso relatar hasta el último detalle al abad de Bangor. Cuando regreséis a la abadía, haré que os excomulguen con el ritual más solemne, si ello me es posible.
– Si es que regreso a Bangor -retó Cian con desdén.
Entretanto, sor Gormán había seguido hablando como ajena a cuanto la rodeaba.
Fidelma se inclinó hacia delante para preguntarle con lentitud y claridad:
– ¿Por qué matasteis a sor Canair?
– Canair lo sedujo y lo apartó de mí -respondió con timidez-. Tenía que morir.
Cian abrió la boca para quejarse, pero Fidelma le hizo una seña para hacerlo callar y volvió a preguntar a la muchacha:
– ¿Cómo sucedió? Por lo que sé, Canair se separó del grupo antes de llegar a Ardmore, y el grupo se dirigió a la abadía de St. Declan para pasar la noche. Vos fuisteis con ellos, ¿no?
– Oí a Canair hablar con Cian para citarse con él en la posada más tarde.
– ¿Fuiste a la posada, Cian?
No respondió.
– ¿Te encontraste con Canair? -insistió Fidelma.
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