Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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Murchad adoptó un gesto grave.

– No es más que una niña.

– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: si un perro cuerdo a un perro loco se enfrenta, es seguro que del cuerdo será mordida la oreja.

– Tendré cuidado -le aseguró y miró a lo alto de la jarcia.

Apenas se había acercado a ésta cuando sor Ainder profirió un grito inarticulado de advertencia que hizo mirar a Fidelma hacia arriba.

Gormán había perdido el equilibrio y estaba colgada, agarrándose con desesperación a las cuerdas con una mano y tratando de agarrar la jarcia con la otra.

– ¡Aguanta! -la animó Fidelma, pero su voz se iba con el viento.

Murchad también la había visto resbalar y se lanzó jarcia arriba. Apenas había ascendido un metro cuando Gormán se soltó y cayó contra la cubierta con un pavoroso golpe seco.

Fidelma fue la primera en acercarse a ella.

No fue necesario tomarle el pulso, pues era evidente que la joven se había desnucado en la caída. Fidelma se inclinó para cerrar aquellos ojos vidriosos, al tiempo que sor Ainder entonaba una oración de difuntos.

Murchad bajó a la cubierta y se unió al grupo.

– Lo lamento -dijo resollando-. ¿Está…?

– Sí, está muerta. No es vuestra culpa -respondió Fidelma, poniéndose en pie.

Cian miraba el cuerpo de la muchacha por encima del hombro del hermano Dathal.

– Bueno -dijo con alivio-. Ya está.

CAPÍTULO XXII

Fidelma permanecía parada en el muelle, al cálido sol otoñal, inhalando las exóticas fragancias de aquel puerto humilde y pintoresco levantado al socaire de un antiguo faro romano conocido como la Torre de Hércules. El Barnacla Cariblanca estaba amarrado cerca. Los demás pasajeros se habían dispersado tierra adentro para proseguir la peregrinación al Santo Sepulcro de Santiago. Fidelma no había querido seguir con ellos, alegando la excusa de que debía escribir un informe de la travesía al jefe brehon de Cashel para que Murchad pudiera llevárselo a su regreso a Éireann.

Una hora antes de que el Barnacla Cariblanca arribara al puerto de la costa noroeste de el reino de los suevos -acaso uno de los puertos de donde Golamh y los hijos de Gael partieron rumbo a Éireann un milenio atrás- se había representado el desenlace de la historia.

Cian había vuelto a desaparecer, pero esta vez con sor Crella. A Fidelma no le sorprendió.

– ¿Recordáis cuando Cian huyó del barco a la isla de Uxantis? -preguntó a Murchad-. Era evidente que necesitó ayuda.

El capitán estaba confuso, y así lo dijo.

– Era evidente que un hombre con un brazo inutilizado no habría podido llegar a remo a la isla con un esquife, y mucho menos devolverlo al barco.

Murchad se disgustó por no haber caído en la cuenta.

– No se me había ocurrido.

– Tuvo que tener un cómplice. Persuadió a Crella para que lo ayudara, del mismo modo que la ha persuadido ahora. Quizá debiera haberla advertido del riesgo al que se expone enredándose con Cian, aunque dudo que me hiciera caso. Siempre ha sido hábil con las mujeres. Sería capaz de embelesar a los pájaros.

– ¿Y adónde irán ahora? Porque a Éireann no pueden volver.

– ¿Quién sabe? Puede que Cian prosiga el viaje en busca de Mormohec el médico para comprobar si su brazo puede sanar. O puede que no. Quien me da pena es Crella. Un día se encontrará con una sorpresa desagradable.

– ¿Qué la ha hecho volver con Cian si él ya la había dejado en una ocasión? -preguntó Murchad.

– Quizá no haya aprendido que si a uno le muerde un perro, debe cuidar que no le vuelva a morder. Él se desembarazará de ella cuando no la necesite. No creo que volvamos a verlo en Éireann, pero no porque sienta culpa alguna por cuanto ha sucedido en este viaje. Su arrogancia no le permitiría reconocer ninguna culpabilidad. Evitará su tierra natal para no tener que toparse con cualquier otro testigo que pueda acusarlo de ser el Carnicero de Rath Bíle.

– ¿Y quedará libre e impune?

– En estos casos suele ocurrir que el verdadero culpable queda libre, mientras que aquellos a los que ha utilizado o los más inocentones acaban recibiendo el castigo.

Poco después, el grupo de peregrinos que quedaban había partido del puerto con el hermano Tola a la cabeza. Fidelma contempló la marcha: con el hermano Tola y sor Ainder iban a su pesar el hermano Dathal y el hermano Adamrae, así como el hermano Bairne, que parecía tan reacio a acompañarlos como los otros a tenerlo entre ellos. Al parecer, el perdón no era una característica de la fe compartida por aquel pequeño grupo.

Fidelma se quedó por el puerto mientras se reparaban los daños que la tormenta había causado al Barnacla Cariblanca. Se alojó en una posada pequeña con vistas al puerto. Allí descansó, volvió a acostumbrarse a estar sobre suelo firme y aprovechó para escribir el informe. Cuando supo que el Barnacla Cariblanca se preparaba para largar las velas, bajó al muelle.

Subió a bordo para despedirse, sobre todo del señor de los ratones, al que le regaló pescado que había comprado en el puerto. El gato cojeaba un poco, pero se recuperaba bien de la cuchillada. Se dejó acariciar y ronroneó un poco antes de atender asuntos más importantes como el pescado que Fidelma le había dejado en el suelo, delante de él.

En la cubierta de popa, un lugar que ya era familiar para Fidelma, intercambió unas últimas palabras con Murchad.

– ¿Cuándo partiréis hacia el santo lugar, señora? Ya he visto pasar a varios grupos de peregrinos desde que atracamos. Pensaba que a estas alturas ya os habríais marchado.

A Fidelma no le preocupaba encontrar un grupo adecuado al que unirse.

– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: escoged la compañía antes de sentaros con ella. No habría escogido como compañeros de viaje a los que trajisteis aquí, de haber sabido lo que iba a suceder.

Murchad se rió a carcajada limpia, pero seguía preocupado por ella.

– ¿Pensáis viajar sola? Porque en ese caso tengo un dicho para vos: una oveja sana no desdeñará la compañía de un rebaño sarnoso.

Fidelma permitió que una de sus sonrisas picaras transformara su expresión.

– Creo que no es así, Murchad. En realidad el dicho es: una oveja sarnosa nunca desdeñará un rebaño sano. Pero gracias por la idea. No, me quedaré aquí unos cuantos días, pues todavía han de pasar muchas ovejas por este puerto. Debo esperar a que pase un rebaño de mi agrado. Puede incluso, como habéis sugerido, que haga el viaje sola.

– ¿Creéis que es prudente, señora?

– Me han dicho que no hay muchos bandoleros en la ruta de aquí al Sepulcro. Estoy segura de que no serán tantos los peligros del camino como los que he afrontado en el Barnacla Cariblanca.

Murchad movió la cabeza.

– Sigo sin comprender cómo descubristeis que sor Gormán era la culpable. Ni qué tuvo que ver mi esposa Aoife.

– Ya os dije que no fue vuestra esposa. Fue su nombre, Aoife, y la historia de Lir. Aoife, la segunda hija de las tres que tuvo el rey de Aran, en la historia de los hijos de Lir. Aoife era hermosa, pero Lir, el dios del océano, casó con su hermana menor, Albha. Albha murió y Lir casó con su hermana mayor, Niamh. Niamh murió también y al final Lir casó con Aoife.

– Apenas recuerdo la historia -dijo Murchad sin convicción.

– Bueno, recordáis que Aoife tenía celos de cuantos se acercaban a Lir a pesar de que éste la quería. La obsesión acabó siendo tal, que el resentimiento y la desconfianza que se apoderaron de Aoife la llevaron a destruir todo cuanto amaba a Lir para poder tenerlo para ella sola. La espina de los celos irracionales se instaló en su corazón y no podía hacer otra cosa que destruir. «Y son, como el "seol", duros los celos», como dijo Muirgel.

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