– ¿Qué significa? -preguntó Murchad.
– Imagino que vos y Gurvan tenéis el mismo peso y la misma estatura, ¿verdad? -preguntó Fidelma.
– Supongo. ¿Por qué?
– Poned un pie junto a la huella, Murchad. Procurad que sea al lado, no encima.
Así lo hizo. Su bota era mayor.
– Eso demuestra que la huella no es de Gurvan, de la noche que descubrió el cuerpo de Toca Nia.
– ¿Y?
– Por aquí pasó el asesino de Toca Nia durante la noche. Se movió por el barco a hurtadillas y subió por esta escalera. Le oí y me despertó, aunque creí, tonta de mí, que eran ratas o ratones, y saqué al gato para que los cazara. Pero era el asesino de Toca Nia, que entró en su camarote y lo apuñaló en un arrebato de ira. Y con tal ardor, que la sangre se esparció por el suelo de todo el camarote y le manchó los pies. Advertí que las huellas, que traté de discernir de las de Gurvan, conducían al pasillo. Se terminaban de golpe, lo cual me hizo pensar que el asesino se había limpiado la sangre; pero claro, no sabía que hubiera una escotilla. Ahora veo que el asesino regresó a su camarote a través de esta ruta.
Murchad movió la cabeza, perplejo.
– Pero esas manchas no pueden decir gran cosa.
– Al contrario. La huella del suelo dice mucho.
Dijo esto señalando la huella; sintió que el entusiasmo la embargaba por primera vez en días al dar por fin con una pista tangible.
– ¿Y qué os dice?
– El tamaño de esa huella sugiere mucho acerca de la persona que mató a Toca Nia. Y ahora empiezo a vislumbrar una relación de hechos. Quizá las coincidencias no sucedan con tanta frecuencia, como creemos. La persona que mató a Toca Nia es la misma que mató a sor Canair en Ardmore y que apuñaló a sor Muirgel. Quizás…
Fidelma consideró el problema en silencio.
– Yo que vos tendría cuidado, señora -intervino Murchad con inquietud-. Si esa persona os ha intentado matar una vez puede que vuelva a intentarlo. Es claro que os ve como una amenaza. Tal vez estéis muy cerca de descubrirla.
– Todos debemos permanecer ojo avizor -asintió Fidelma-. Pero a esta persona le gusta matar en secreto, de eso estoy segura. Y de otra cosa podemos estar seguros también.
– No os comprendo.
– Nuestro asesino es una de sólo tres posibles personas a bordo y creo que es una persona demente. Sin lugar a dudas, debemos estar muy atentos.
* * *
Aquella noche el viento volvió a cambiar. Tras la atmósfera tensa de la cena, que Wenbrit les sirvió como de costumbre, Fidelma subió a cubierta a encontrarse con Murchad y Gurvan en la espadilla.
– Me temo que nos aguarda otro temporal, señora -anunció con pesadumbre el capitán al verla llegar-. Está siendo un viaje de lo más infausto. Si la calma se hubiera mantenido, estaríamos a dos días del puerto ibérico. Habrá que ver hacia dónde nos llevan los vientos.
Fidelma miró al cielo. No parecía tan amenazador como los funestos nubarrones de la primera noche en el mar. Cierto que las nubes tenían un cariz negruzco, pero no cruzaban el cielo tan deprisa como en la ocasión anterior.
– ¿Cuánto tiempo nos queda antes de que descargue? -preguntó.
– Nos alcanzará a medianoche -respondió Murchad.
En aquel momento Fidelma reparó en que el barco hendía verdaderamente el agua, arrojando espuma blanca a ambos costados del casco. Todo parecía tan tranquilo…
Hacia la medianoche, el cambio súbito de tiempo parecía increíble de creer. Había mar gruesa y el viento cambiaba de dirección tan a menudo que la mareaba. Fidelma había estado sentada en la cubierta, cavilando acerca de todo lo que había acontecido, analizándolo y aclarándolo mentalmente. Se levantó al notar que la cubierta empezaba a balancearse. Gurvan estaba ocupado supervisando a los marineros que aseguraban las jarcias.
Se acercó a ella.
– En el camarote es donde más segura estaréis, señora, y no olvidéis…
– Amarrar bien cualquier objeto -completó Fidelma con solemnidad, pues lo había aprendido en la tormenta anterior.
– Acabaréis siendo marinera, señora -bromeó Gurvan con una sonrisa aprobadora.
– ¿Va a ser tan fuerte como la anterior? -preguntó Fidelma.
Gurvan respondió con un gesto evasivo.
– No tiene buena pinta. Nos vemos obligados a navegar contra el viento.
– ¿No sería más fácil regresar y navegar con el viento a favor aunque desandemos el rumbo?
Gurvan negó con la cabeza.
– Si fuéramos en la misma dirección que el viento con esta mar, las olas invadirían el barco cada dos por tres y hasta podrían hundirlo.
Como subrayando sus palabras, el agua empezaba a salpicar la cubierta y el mar a bullir. De hecho, el viento había ganado tal intensidad, que el mástil, grueso y fuerte como era, comenzaba a gemir y a combarse un poquito. Fidelma tuvo la impresión de que el viento amenazaba con partir el palo en dos. La vela de piel zapateaba con una violencia tal que parecía que fuera a rasgarse.
– ¡Es mejor que entre ya! -la apremió Gurvan.
Fidelma hizo caso del consejo y, sin apartar la vista del suelo, cruzó con sumo cuidado la cubierta en dirección al camarote.
Sólo tenía que asegurarse de guardar y atar bien cualquier objeto suelto y sentarse a esperar que pasara la tormenta. Pero tardó en amainar. Las horas fueron pasando, y Fidelma estaba convencida de que en realidad el tiempo iba de mal en peor.
En un momento dado se levantó para asomarse a la ventana. Miró a la cubierta, pero no vio nada. Estaba oscuro como boca de lobo, y la lluvia -¿o era agua del mar?- caía en cortina sobre el barco. Era como si el Barnacla Cariblanca estuviera bajo el agua. Cuando estaba mirando, el viento succionó el agua de las crestas y las unió en una masa que descargó sobre el barco; le azotó la cara y los ojos y la empapó.
Volvió al interior del camarote.
Pese al estruendo del viento y el mar, oyó un ruido extraño, como un gruñido, procedente de los tablones laterales. De súbito, una erupción de agua espumosa brotó con violencia de entre la madera.
Paralizada por un instante de terror, Fidelma se quedó mirando el agua y la madera astillada; entonces agarró una manta que había sobre la cama y, con ella, trató de taponar la grieta con desesperación. Notaba la presión de la madera astillada bajo las manos. Todo se estaba mojando: su ropa, la paja del jergón, las mantas… Y el agua era tan fría que empezó a dentellar.
Gritó pidiendo ayuda, pero el fragor del viento y el mar ahogaban el sonido de su voz. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado allí, rezando por que la madera no se partiera del todo. Le parecieron horas, y debido al frío estaba perdiendo sensibilidad en las manos.
Más tarde se apercibió de que alguien había abierto y cerrado la puerta del camarote. Miró por encima de su hombro y vio la figura empapada de Wenbrit, tambaleándose, con un cubo y algo más bajo el brazo.
– ¿Es grave? -gritó el chico, acercando la boca a su oído para que le oyera.
– ¡Muy grave! -respondió ella, gritando a su vez.
El chico dejó en el suelo el cubo y el resto de objetos. A continuación retiró la manta para evaluar el daño.
– El agua ha astillado los tablones del casco -dictaminó-. Voy a intentar reforzarlo y calafatearlo lo mejor que pueda. Debería resistir un buen rato.
Bajo el brazo traía varias piezas de madera, que clavó sobre la parte dañada. A continuación rellenó los huecos con hojas de avellano empapadas. El chorro de agua se redujo hasta quedar en un hilillo.
– ¡Debería aguantar hasta que pase la tormenta! -volvió a gritar Wenbrit para que la oyera-. Me temo que para entonces todos estaremos empapados. El mar no deja de embestir contra el barco y todo el mundo está ensopado.
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