Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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Descendió con dificultad por la escalera de cámara de popa, tomando la dirección que Wenbrit le había indicado para llegar a lo que llamaban el comedor principal. Siguió la tenue luz de los faroles entre el olor a espacio cerrado.

Había media docena de personas sentadas a una mesa larga dentro de una amplia sala que se extendía a lo largo del barco. La mesa estaba colocada detrás del palo mayor, que atravesaba todas las cubiertas como un árbol. Murchad estaba de pie en la cabecera, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio.

Murchad sonrió al verla entrar y, con la mano, le indicó que pasara y se sentara en el asiento a su derecha. Éste consistía en dos largos bancos a ambos lados de la larga mesa de pino. Los presentes alzaron las cabezas y miraron con curiosidad a la recién llegada.

Al dirigirse a su lugar, vio que la habían colocado frente a Cian. Fidelma se apresuró a saludar con una sonrisa a los intrigados compañeros de mesa. Cian se levantó sonriendo con suficiencia para presentarla.

– Como no conocéis a nadie, Fidelma… -empezó a decir sin conocer el protocolo.

Correspondía a Murchad hacer las presentaciones, pero Cian no había contado con la fuerte personalidad del capitán.

– Si hacéis el favor, hermano Cian -lo interrumpió el capitán con fastidio-. Sor Fidelma de Cashel, permitid que os presente a vuestros compañeros de viaje. Éstas son sor Ainder, sor Crella y sor Gormán. -Señaló a tres religiosas sentadas frente a ella y junto a Cian-. Éste es el hermano Cian, y a vuestro lado están los hermanos Adamrae, Dathal y Tola.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de saludo general. Más adelante aquellos rostros y nombres llegarían a significar algo, pero por el momento, la presentación era una simple formalidad. Cian se había ofendido y tenía una expresión de fastidio.

Una de las mujeres sentadas junto a él, una religiosa que parecía sumamente joven para emprender un peregrinaje, sonrió a Fidelma con dulzura.

– Parece que ya conocéis al hermano Cian.

Cian se adelantó a responder.

– Nos conocimos hace muchos años en Tara.

Fidelma sintió las miradas de curiosidad y, a fin de disimular la vergüenza, comentó a Murchad:

– Veo que es un grupo de sólo ocho peregrinos. Creía que eran más. Ah, hay una tal sor Muirgel, ¿verdad? -recordó-. ¿Sigue encerrada en su camarote?

Murchad sonrió con gravedad, pero fue la anciana religiosa de rasgos angulosos sentada al final de la mesa quien respondió a su pregunta.

– Me temo que sor Muirgel, así como otros dos, el hermano Guss y el hermano Bairne, están indispuestos todavía. ¿Conocéis a sor Muirgel también?

Fidelma negó con la cabeza y explicó:

– La he conocido al embarcar, pero no ha sido en las mejores circunstancias. Ya he visto que no se encontraba bien.

Un monje viejo y pálido con el pelo sucio y gris soltó un perceptible resoplido de desaprobación.

– Decid que están mareados y santas pascuas, sor Ainder. Hay gente que no debería hacer un viaje por mar si no tiene estómago para ello.

La tercera monja, cuyo nombre Fidelma retuvo, sor Crella, una mujer menuda y joven con rasgos anchos que de alguna forma deslucían el atractivo que en otro caso habría tenido, parecía no aprobar las palabras del monje. Era una joven de temperamento nervioso, pues no dejaba de mirar a su alrededor, como si esperara que alguien fuera a aparecer de un momento a otro. Chasqueó la lengua para reprochar aquellas palabras y, moviendo la cabeza, dijo:

– Tened un poco de benevolencia, por favor, hermano Tola. Es un horrible sufrir, marearse en el mar.

– Existe un remedio de marineros para el mareo -intervino Murchad con humor crudo-, pero no lo recomendaría a nadie. La mejor manera de no marearse es subir a cubierta y fijar la vista en el horizonte, respirar mucho aire fresco. Lo peor que se puede hacer en esas circunstancias es quedarse abajo, encerrado en el camarote. Os aconsejaría que lo transmitierais a vuestros compañeros.

Fidelma sintió la satisfacción de comprobar que el consejo dado antes a sor Muirgel había sido acertado.

– ¡Capitán! -volvió a exclamar sor Ainder, la monja de facciones angulosas-. ¿Es necesario remover imágenes de los enfermos y los muertos cuando estamos a punto de comer? Quizá el hermano Cian quiera decir las gratias para proceder a la comida.

Fidelma levantó la vista con expectación. La idea de que Cian fuera un religioso y se encargara de recitar las gratias era algo que jamás habría imaginado.

El antiguo guerrero se ruborizó, consciente al parecer de la mirada inquisitiva de Fidelma, y se volvió hacia el hermano austero y anciano.

– Que el hermano Tola pronuncie las gratias - rezongó con frialdad, alzando la mirada hacia Fidelma con desafío-. Son pocas las cosas que debo agradecer -añadió en un susurro dirigido sólo a ella.

Fidelma no se molestó en responder. Murchad, que oyó el comentario, arqueó las espesas cejas, pero no dijo nada.

El hermano Tola juntó las manos y entonó en una fuerte voz de barítono:

Benedictos sit Deus in Donis Suis.

Todos respondieron de forma automática:

Et sanctus in omnis operibus Suis.

Durante la comida, Murchad se puso a explicar, como ya lo había hecho a Fidelma, cuánto duraría el viaje según sus cálculos.

– Cabe esperar que seremos honrados con buen tiempo hasta el puerto en el que desembarcaréis. Este no queda lejos del santo lugar al que os dirigís. Es un viaje no muy largo por el interior.

Se produjo un murmullo de excitación entre los peregrinos. Uno de los dos jóvenes hermanos, a los que Fidelma había visto antes en la cubierta principal, un muchacho llamado Dathal, según ella recordaba, se inclinó hacia delante con el mismo gesto de animación que tenía mientras hablaba con su compañero en cubierta.

– ¿Está el santo lugar cerca del sitio donde Bregon construyó la gran torre?

Por lo que había dicho, era evidente que el hermano Dathal estudiaba las antiguas leyendas gaélicas, pues según contaban los antiguos bardos, los antepasados del pueblo de Éireann habían vivido en el reino de los suevos y, muchos siglos atrás, habían vigilado el país desde una elevada torre construida por su jefe, Bregon. El sobrino de Bregon, Golamh, también llamado Míke Easpain, encabezó a su pueblo en la gran invasión que les aseguró los Cinco Reinos.

Murchad sonrió con gusto. Diversos peregrinos le habían hecho aquella misma pregunta otras tantas veces.

– Eso cuenta la leyenda -respondió con buen humor-. No obstante, debo advertiros de que no hallaréis vestigio alguno de tal colosal edificio aparte de un gran faro romano llamado la Torre de Hércules, y no de Bregon. La Torre de Bregon debió de ser muy, muy alta, ciertamente, para que un hombre pudiera ver la costa de Éireann desde el reino de los suevos.

Hizo una pausa, pero al parecer nadie supo apreciar su broma. Su voz se volvió grave al añadir:

– Ahora quisiera aprovechar que estamos reunidos para deciros unas cuantas cosas que habréis de comunicar a los compañeros que no han podido unirse a nosotros en esta primera comida. Hay una serie de normas que deben contemplarse en este navío.

Vaciló antes de proseguir:

– Ya os he dicho que el viaje durará casi una semana. Durante ese tiempo podréis utilizar la cubierta principal cuanto queráis. Tratad de no interferir en las labores de la tripulación, pues vuestras vidas dependen de un manejo eficiente del barco, y navegar por estas aguas no es tarea fácil.

– He oído hablar de grandes monstruos marinos.

La pregunta venía de la joven hermana Gormán. Fidelma la examinó con interés furtivo, pues pensó que lo mejor sería empezar a conocer a sus compañeros de viaje, teniendo en cuenta que iban a estar encerrados en un barco varios días. Lo cierto era que Gormán era bastante joven: no tendría más de dieciocho años. Hablaba en un tono nervioso y entrecortado que la hacía parecer una niña ingenua, aunque a Fidelma más bien le recordó un cachorro ansioso por complacer a su amo. Tenía una extraña característica: sus ojos no podían estar quietos, los movía como si estuviera en un estado de inquietud permanente. Fidelma se quedó pensando en si ella misma había sido alguna vez tan joven. Dieciocho años. De pronto recordó que era la edad en que había conocido a Cian. Desechó el pensamiento inmediatamente.

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