Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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Crella aspiró aire por la nariz con enfado.

– «Porque el espíritu de fornificación le ha descarriado, y fornicaron, alejándose de su Dios» -recitó-. Me conozco bien el pasaje. El hermano Bairne tenía celos de Muirgel y yo porque somos atractivas para algunos hombres, y porque nos atraían algunos hombres. Eso es todo. Lo desaprobaba.

– Deduzco que él no era uno de los hombres que os atraían.

Crella se rió con dureza.

– Decididamente no.

– ¿Sor Muirgel sentía la misma aversión hacia Bairne?

– Por supuesto. Las dos lo considerábamos un zafio. Y ahora, si habéis terminado…

– No exactamente. La cuestión principal de la que quería hablar con vos era la trágica pérdida de sor Muirgel.

Crella se sentó a la mesa con brusquedad. Fidelma se colocó en el banco de enfrente. Bajo la luz de la lámpara, Fidelma vio con claridad que la joven había estado llorando.

– Me ha parecido oíros comentar durante el desayuno que sor Muirgel era vuestra prima -comenzó con delicadeza.

– Y mi amiga más íntima -afirmó la chica con vehemencia, como si ello se hubiera puesto en duda.

Fidelma extendió la mano y tocó el brazo de Crella para transmitirle comprensión.

– El capitán me ha pedido que investigue el asunto. La ley lo obliga a presentar un informe sobre la muerte de sor Muirgel a las autoridades legales de su puerto de matrícula o, de lo contrario, su familia podría demandarle por negligencia.

Los ojos de Crella se abrieron de par en par con inocencia.

– Pero yo soy pariente, y sé que Murchad no tiene la culpa de la muerte de mi prima.

– Bueno, pero Murchad tiene que demostrarlo ante la ley. Por otra parte, aunque vos tengáis buenas intenciones, algún pariente próximo podría exigir una indemnización por su honor; su padre, por ejemplo, o su hermano. Como soy abogada, el capitán me ha solicitado que haga unas cuantas preguntas y elabore un informe.

Crella hizo un ruido a mitad de camino entre un sollozo y un suspiro.

– Yo no sé nada. Estuve en mi litera toda la noche; tenía tanto miedo, que no osé ni moverme durante la tormenta.

– Sí, claro. Más bien quiero preguntaros detalles sobre ella. Decís que erais prima y amiga íntima de sor Muirgel. En tal caso podréis hablarme de su familia.

Crella se mostró reacia. Miró a Fidelma con cierto recelo.

– Somos de la abadía de Moville. Se alza en la cima de Loch Cúan. El bienaventurado Finnian la fundó hace unos cien años. Comcille estudió allí, y en la actualidad es uno de los colegios eclesiásticos más célebres del país.

– Lo sé -afirmó Fidelma-. Así que las dos erais miembros de la comunidad de Moville.

– Éramos primas. Nuestros padres pertenecían a la familia gobernante Dál Fiatach.

Fidelma la miró con firmeza.

– ¿Los Dál Fiatach cuyas posesiones incluyen Moville?

– Y la gran abadía de Bangor -añadió Crella casi con orgullo-. El territorio Dál Fiatach es uno de los subreinos más grandes de Ulaidh.

– Vaya. Y sor Muirgel…

– … tendría un elevado precio de honor -se adelantó sor Crella-: siete cumals.

Fidelma se sorprendió de que la muchacha lo supiera.

– Conocéis bien lo que vale vuestro honor.

La suma equivalía al valor de veintiuna vacas lecheras.

– El padre de Muirgel era jefe del territorio y mi padre era su tánaiste o presunto heredero. Nos enseñaron todo esto de pequeñas.

– ¿Y qué os movió a entrar en la vida religiosa?

Sor Crella vaciló un momento y luego extendió los brazos a ambos lados con un gesto abarcador.

– Muirgel. Muirgel me lo sugirió. En casa teníamos hermanos y hermanas, así que Muirgel pensó que sería una buena idea irnos de casa para estudiar.

– ¿Qué edad tenía Muirgel?

– La misma que yo: veinte años.

– ¿Cuándo entrasteis en la abadía de Moville?

– Cuando teníamos dieciséis.

– ¿Por qué emprendisteis este peregrinaje?

– Fue… -Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo.

Fidelma adivinó con una sonrisa alentadora:

– También fue idea de Muirgel, ¿no?

Sor Crella asintió sin decir nada.

– ¿Siempre seguíais a Muirgel?

Crella volvió a ponerse a la defensiva.

– Siempre fuimos muy íntimas. Era más una hermana que una prima. Siempre estábamos juntas.

Fidelma se echó hacia atrás, tamborileando con los dedos sobre la mesa inconscientemente.

– ¿Por qué no compartíais camarote con Muirgel en este viaje?

Crella se desconcertó.

– No sé qué queréis decir.

– Es por curiosidad. Si vos y Muirgel erais tan íntimas y emprendisteis el viaje porque fue idea suya, lo normal sería que compartierais camarote si era necesario hacerlo. Al embarcar me asignaron el camarote en el que estaba ella.

– Ah, sí. Yo le había prometido a sor Canair que compartiría el suyo con ella porque tenía miedo. La pobre nunca había hecho una travesía por mar.

– Claro. Pero sor Canair no llegó a embarcar, ¿cierto? No llegó a tiempo para zarpar.

Sor Crella parecía turbada.

– Iba a la cabeza de nuestro grupo de peregrinos. Era de Moville también, y una buena amiga nuestra.

– ¿Y tenéis idea de por qué propuso conduciros hasta Ardmore y perder el barco luego?

– No. Al embarcar esperaba encontrarla a bordo, por eso yo estaba en un camarote y Muirgel en otro.

– ¿Cuántos erais al partir de Moville?

– Dathal, Adamrae, Cian y Tola venían de Bangor; el resto, de Moville.

– Me han dicho que una hermana murió al poco de partir.

– La anciana sor Sibán. Era muy mayor. Aún no habíamos salido del territorio de Dál Fiatach cuando se desvaneció y murió. Era de Moville.

– De modo que al salir erais doce.

– Ahora sólo quedamos nueve.

– ¿Por qué creéis que sor Canair no se reunió con vos? Si había recorrido el camino entero de Moville a Ardmore con vos, ¿por qué iba a detenerse allí?

Crella se encogió de hombros con un movimiento rápido y nervioso.

– ¿Quién sabe? Quizá temía hacerse al mar o se cansó de nuestra compañía.

El instinto le decía a Fidelma que sor Crella no se creía los motivos que sugería. Decidió no insistir en el asunto para centrarse en la desaparición de Muirgel.

– ¿Cuándo visteis a vuestra prima por última vez?

– Al poco de empezar la tormenta. No sabría decir qué hora era. Ya había oscurecido bastante. Pasé a verla por si quería que le llevara algo que aliviara su malestar. O por si quería que me trasladara a su camarote, pues ya sabía que sor Canair no estaba a bordo.

– ¿Y accedió?

– ¿Si accedió a qué?

Sor Crella no comprendió qué le preguntaba Fidelma.

– ¿Accedió Muirgel a que os trasladarais a su camarote?

La muchacha tuvo un instante de duda y luego movió la cabeza.

– No, no quiso. Dijo que prefería estar sola.

– ¿Os sorprendió la respuesta? -se apresuró a preguntar.

Sor Crella se ruborizó y reflexionó un momento, como si quisiera poner cuidado en la respuesta.

– Somos chicas jóvenes. A veces es… inconveniente compartir habitación o camarote.

Fidelma consideró la respuesta y decidió no continuar por ese camino en aquel momento. No tardaría en averiguar si el recelo evidente de Crella era o no acertado. Pero que Muirgel estuviera esperando compañía masculina durante la tormenta no encajaba con su malestar.

– ¿Cómo se encontraba sor Muirgel cuando la visteis? -preguntó.

– Todavía estaba mareada y débil. Nunca la había visto tan afectada por un mareo.

– ¿Había viajado por mar otras veces?

– Hemos hecho varios viajes a Iona, pero Muirgel no se mareó ni una sola vez.

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