Crella aspiró aire por la nariz con enfado.
– «Porque el espíritu de fornificación le ha descarriado, y fornicaron, alejándose de su Dios» -recitó-. Me conozco bien el pasaje. El hermano Bairne tenía celos de Muirgel y yo porque somos atractivas para algunos hombres, y porque nos atraían algunos hombres. Eso es todo. Lo desaprobaba.
– Deduzco que él no era uno de los hombres que os atraían.
Crella se rió con dureza.
– Decididamente no.
– ¿Sor Muirgel sentía la misma aversión hacia Bairne?
– Por supuesto. Las dos lo considerábamos un zafio. Y ahora, si habéis terminado…
– No exactamente. La cuestión principal de la que quería hablar con vos era la trágica pérdida de sor Muirgel.
Crella se sentó a la mesa con brusquedad. Fidelma se colocó en el banco de enfrente. Bajo la luz de la lámpara, Fidelma vio con claridad que la joven había estado llorando.
– Me ha parecido oíros comentar durante el desayuno que sor Muirgel era vuestra prima -comenzó con delicadeza.
– Y mi amiga más íntima -afirmó la chica con vehemencia, como si ello se hubiera puesto en duda.
Fidelma extendió la mano y tocó el brazo de Crella para transmitirle comprensión.
– El capitán me ha pedido que investigue el asunto. La ley lo obliga a presentar un informe sobre la muerte de sor Muirgel a las autoridades legales de su puerto de matrícula o, de lo contrario, su familia podría demandarle por negligencia.
Los ojos de Crella se abrieron de par en par con inocencia.
– Pero yo soy pariente, y sé que Murchad no tiene la culpa de la muerte de mi prima.
– Bueno, pero Murchad tiene que demostrarlo ante la ley. Por otra parte, aunque vos tengáis buenas intenciones, algún pariente próximo podría exigir una indemnización por su honor; su padre, por ejemplo, o su hermano. Como soy abogada, el capitán me ha solicitado que haga unas cuantas preguntas y elabore un informe.
Crella hizo un ruido a mitad de camino entre un sollozo y un suspiro.
– Yo no sé nada. Estuve en mi litera toda la noche; tenía tanto miedo, que no osé ni moverme durante la tormenta.
– Sí, claro. Más bien quiero preguntaros detalles sobre ella. Decís que erais prima y amiga íntima de sor Muirgel. En tal caso podréis hablarme de su familia.
Crella se mostró reacia. Miró a Fidelma con cierto recelo.
– Somos de la abadía de Moville. Se alza en la cima de Loch Cúan. El bienaventurado Finnian la fundó hace unos cien años. Comcille estudió allí, y en la actualidad es uno de los colegios eclesiásticos más célebres del país.
– Lo sé -afirmó Fidelma-. Así que las dos erais miembros de la comunidad de Moville.
– Éramos primas. Nuestros padres pertenecían a la familia gobernante Dál Fiatach.
Fidelma la miró con firmeza.
– ¿Los Dál Fiatach cuyas posesiones incluyen Moville?
– Y la gran abadía de Bangor -añadió Crella casi con orgullo-. El territorio Dál Fiatach es uno de los subreinos más grandes de Ulaidh.
– Vaya. Y sor Muirgel…
– … tendría un elevado precio de honor -se adelantó sor Crella-: siete cumals.
Fidelma se sorprendió de que la muchacha lo supiera.
– Conocéis bien lo que vale vuestro honor.
La suma equivalía al valor de veintiuna vacas lecheras.
– El padre de Muirgel era jefe del territorio y mi padre era su tánaiste o presunto heredero. Nos enseñaron todo esto de pequeñas.
– ¿Y qué os movió a entrar en la vida religiosa?
Sor Crella vaciló un momento y luego extendió los brazos a ambos lados con un gesto abarcador.
– Muirgel. Muirgel me lo sugirió. En casa teníamos hermanos y hermanas, así que Muirgel pensó que sería una buena idea irnos de casa para estudiar.
– ¿Qué edad tenía Muirgel?
– La misma que yo: veinte años.
– ¿Cuándo entrasteis en la abadía de Moville?
– Cuando teníamos dieciséis.
– ¿Por qué emprendisteis este peregrinaje?
– Fue… -Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo.
Fidelma adivinó con una sonrisa alentadora:
– También fue idea de Muirgel, ¿no?
Sor Crella asintió sin decir nada.
– ¿Siempre seguíais a Muirgel?
Crella volvió a ponerse a la defensiva.
– Siempre fuimos muy íntimas. Era más una hermana que una prima. Siempre estábamos juntas.
Fidelma se echó hacia atrás, tamborileando con los dedos sobre la mesa inconscientemente.
– ¿Por qué no compartíais camarote con Muirgel en este viaje?
Crella se desconcertó.
– No sé qué queréis decir.
– Es por curiosidad. Si vos y Muirgel erais tan íntimas y emprendisteis el viaje porque fue idea suya, lo normal sería que compartierais camarote si era necesario hacerlo. Al embarcar me asignaron el camarote en el que estaba ella.
– Ah, sí. Yo le había prometido a sor Canair que compartiría el suyo con ella porque tenía miedo. La pobre nunca había hecho una travesía por mar.
– Claro. Pero sor Canair no llegó a embarcar, ¿cierto? No llegó a tiempo para zarpar.
Sor Crella parecía turbada.
– Iba a la cabeza de nuestro grupo de peregrinos. Era de Moville también, y una buena amiga nuestra.
– ¿Y tenéis idea de por qué propuso conduciros hasta Ardmore y perder el barco luego?
– No. Al embarcar esperaba encontrarla a bordo, por eso yo estaba en un camarote y Muirgel en otro.
– ¿Cuántos erais al partir de Moville?
– Dathal, Adamrae, Cian y Tola venían de Bangor; el resto, de Moville.
– Me han dicho que una hermana murió al poco de partir.
– La anciana sor Sibán. Era muy mayor. Aún no habíamos salido del territorio de Dál Fiatach cuando se desvaneció y murió. Era de Moville.
– De modo que al salir erais doce.
– Ahora sólo quedamos nueve.
– ¿Por qué creéis que sor Canair no se reunió con vos? Si había recorrido el camino entero de Moville a Ardmore con vos, ¿por qué iba a detenerse allí?
Crella se encogió de hombros con un movimiento rápido y nervioso.
– ¿Quién sabe? Quizá temía hacerse al mar o se cansó de nuestra compañía.
El instinto le decía a Fidelma que sor Crella no se creía los motivos que sugería. Decidió no insistir en el asunto para centrarse en la desaparición de Muirgel.
– ¿Cuándo visteis a vuestra prima por última vez?
– Al poco de empezar la tormenta. No sabría decir qué hora era. Ya había oscurecido bastante. Pasé a verla por si quería que le llevara algo que aliviara su malestar. O por si quería que me trasladara a su camarote, pues ya sabía que sor Canair no estaba a bordo.
– ¿Y accedió?
– ¿Si accedió a qué?
Sor Crella no comprendió qué le preguntaba Fidelma.
– ¿Accedió Muirgel a que os trasladarais a su camarote?
La muchacha tuvo un instante de duda y luego movió la cabeza.
– No, no quiso. Dijo que prefería estar sola.
– ¿Os sorprendió la respuesta? -se apresuró a preguntar.
Sor Crella se ruborizó y reflexionó un momento, como si quisiera poner cuidado en la respuesta.
– Somos chicas jóvenes. A veces es… inconveniente compartir habitación o camarote.
Fidelma consideró la respuesta y decidió no continuar por ese camino en aquel momento. No tardaría en averiguar si el recelo evidente de Crella era o no acertado. Pero que Muirgel estuviera esperando compañía masculina durante la tormenta no encajaba con su malestar.
– ¿Cómo se encontraba sor Muirgel cuando la visteis? -preguntó.
– Todavía estaba mareada y débil. Nunca la había visto tan afectada por un mareo.
– ¿Había viajado por mar otras veces?
– Hemos hecho varios viajes a Iona, pero Muirgel no se mareó ni una sola vez.
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