La voz de la esbelta religiosa adquirió mayor frialdad.
– Yo no fui testigo, os lo aseguro.
– No me refería a testigos de la tragedia en sí; pero vos podríais proporcionarme algunos detalles de su vida. Porque vos conocíais a sor Muirgel, ¿verdad?
– Por supuesto.
Fidelma contuvo su irritación, que era cada vez mayor. Sacarle información a sor Ainder era como sacar una muela.
– ¿Dónde la conocisteis?
– En la abadía de Moville.
– De modo que la conocíais bien.
– No.
Fidelma trató de emplear otra táctica.
– ¿Cuándo decidisteis emprender este peregrinaje?
– Hace unas semanas.
– ¿Y viajasteis con sor Muirgel de Moville a Ardmore?
– Sí.
– ¿Podéis darme una idea de qué clase de persona era?
– La verdad es que no sabría deciros.
– Debisteis de pasar algo de tiempo con ella durante el viaje, ¿no?
– No.
– ¿No? -insistió Fidelma, exasperada.
– No.
De pronto sor Ainder cedió y ofreció algo más de información.
– De Moville partimos doce. Uno falleció cuando llevábamos recorridos poco más de treinta kilómetros. Era una hermana anciana, y no debía haber emprendido el viaje. El grupo era suficientemente grande para que yo no tuviera un interés particular por sor Muirgel.
– ¿No es algo extraño para un grupo de religiosos de la misma abadía que parte en peregrinaje hacia tierras lejanas? ¿Que no entablen amistad o, cuando menos, que sepan algo de la vida de cada uno?
Sor Ainder dio un resoplido desdeñoso.
– ¿Y por qué? Una peregrinación no tiene nada que ver con ser o no amigo de los otros religiosos del grupo. A veces ni siquiera nos alojábamos en la misma posada de camino al puerto. Además, aunque las abadías de Moville y Bangor no estén muy lejos la una de la otra, son dos instituciones diferentes.
Fidelma hizo un último intento.
– Bien, planteémoslo de otro modo: ¿había alguna enemistad dentro del grupo?
– No lo sé. Y tampoco veo qué relación pueden tener estas preguntas con el accidente que se llevó la vida de sor Muirgel durante la tormenta.
– Es mi manera de hacer las cosas.
Fidelma se sorprendió de reaccionar tan a la defensiva a la altanería de sor Ainder. En otras circunstancias habría reprendido con dureza la inflexibilidad de la religiosa.
– A mí me parece una pérdida de tiempo -replicó sor Ainder sin inmutarse-, así que ahora me voy a mi camarote para orar y meditar -dijo haciendo amago de marcharse.
– Un momento, hermana -la detuvo Fidelma, que se negaba a dejarse intimidar.
– ¿Sí? -preguntó sor Ainder mirándola desde su altura con aquellos ojos negros penetrantes.
– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a sor Muirgel?
La esbelta monja arrugó el entrecejo. Fidelma pensó que iba a negarse a responder.
– Creo que al embarcar. ¿Por qué?
– ¿Creéis? -repitió Fidelma, haciendo caso omiso de la pregunta.
– Eso he dicho.
Fidelma vio que sus ojos se encendían de enfado; hubo un momento de silencio en que pareció que sor Ainder estaba decidiendo si añadir algo a su respuesta negativa.
– La visteis al subir a bordo, ¿y no volvisteis a verla después?
– Como ya sabéis, después se encerró en su camarote por el mareo.
– ¿Vos no fuisteis a verla para saber sobre su estado?
– No tenía interés alguno en hacerlo.
– ¿La tormenta no os despertó en ningún momento anoche?
– Yo diría que la tormenta nos despertó a todos.
– Pero vos no salisteis de vuestro camarote.
– ¿Adónde queréis ir a parar con estas preguntas? -objetó sor Ainder con dureza.
– Sólo quiero cerciorarme de si alguien vio salir a sor Muirgel de su camarote y subir a cubierta, desde donde supuestamente cayó al agua.
Con el semblante pétreo sor Ainder aseguró:
– Yo no salí de mi camarote.
– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había desaparecido?
– Cuando sor Gormán me despertó con la noticia… o más bien, cuando la oí hablar de ello con el hermano Cian.
– ¿Sor Gormán?
– Compartimos camarote. Al parecer el hermano Cian la había despertado porque estaba buscando a Muirgel. Yo suelo tener un sueño profundo. Pero me despertaron sus voces, montando un alboroto para nada.
– ¿Para nada? Pero si al final Muirgel había caído al mar. No es el vuestro un comentario generoso.
– Me refería al alboroto que armaron al discutir -espetó sor Ainder-. Ahora, si me permitís…
– ¿Estaban discutiendo?
Sor Ainder no quiso dar más detalles, pero Fidelma volvió a intentarlo.
– ¿De qué discutían?
– No sabría deciros.
– Supongo que, como compartís camarote con sor Gormán, la conoceréis bien. -Fidelma quería volver al asunto por otro derrotero.
– ¿Si la conozco? Apenas. Es una muchacha abobada.
– Por curiosidad, decidme, ¿a quién conocéis vos del grupo? -preguntó Fidelma cáusticamente.
Sor Ainder volvió a entornar los párpados con furia.
– Depende del grado de conocimiento al que os referís con «conocer».
– ¿Qué significado le daríais vos? -replicó Fidelma con frustración.
– Le daría varios significados. Pero ahora creo que ya hemos perdido bastante tiempo con este asunto.
Dio media vuelta y se marchó. Fidelma se acordó de un juego al que solía jugar de niña. Consistía en poner unas cuantas manzanas dentro de un barreño con agua, e intentar coger cuantas fuera posible sin usar las manos. Obtener información de sor Ainder era como aquel juego. Era como si estuviera basado en el mismo principio.
Fidelma quedó sumamente desconcertada. No recordaba haber interrogado a nadie con tanta exhaustividad ni a nadie que respondiera de un modo tal que no proporcionara ni una brizna de información. Permaneció allí de pie, respirando hondo, sintiéndose como una joven alumna derrotada después de un debate con el brehon Morann. Aunque si algo le había enseñado Morann era a no abandonar ante el primer muro con que topara.
Bajó otra vez al comedor principal en busca de otros peregrinos. Al principio pensó que no había nadie, pero luego atisbó una sombra inclinada sobre algo en un rincón. Fidelma carraspeó ruidosamente.
La figura encapuchada se enderezó de golpe, volviéndose hacia ella al mismo tiempo con agilidad felina. La cogulla cayó, dejando al descubierto la cara de sor Crella. La joven de rostro amplio tenía los ojos enrojecidos como si hubiera llorado.
– Lamento haberos asustado, hermana -se disculpó Fidelma con una sonrisa tranquilizadora.
– Pensaba que… no os he oído entrar.
– Con los crujidos y gemidos de este barco, tendríais que tener buen oído para distinguir unos pasos -comentó Fidelma-. Debería haber anunciado mi llegada, pero creía que el comedor estaba vacío.
– Se me ha caído algo por aquí y lo estaba buscando.
– ¿Queréis que os ayude? -se ofreció Fidelma, mirando hacia la tenue luz del farol que aún chisporroteaba sobre la mesa.
– No -se apresuró a responder sor Crella, recuperada al parecer del susto-. Pensaba que se me había caído aquí, pero debo de habérmelo dejado en el camarote. No es nada importante.
Fidelma se fijó en los gestos ligeramente antagonistas de la monja.
– Muy bien -dijo-. ¿Tenéis tiempo para hablar un momento?
Crella entornó los ojos con suspicacia.
– ¿Para hablar de qué?
– De sor Muirgel.
– Supongo que os referís a lo ocurrido en el funeral, ¿verdad? No pienso disculparme. El hermano Bairne siempre ha sido estúpido y celoso.
– ¿Por qué escogió un pasaje del libro de Oseas? Parecía fuera de lugar para una ceremonia de este tipo.
Читать дальше