Carmen Garralde le había advertido de que el portero automático estaba roto y que debía llamarla al móvil cuando estuviera frente al portal para que ella supiera que tenía que bajar a abrirle.
– Hágame una perdida -le había recomendado la mujer.
Pero Perdomo no quiso correr riegos y siguió llamando al teléfono hasta que se lo cogieron.
– Inspector Perdomo -dijo lacónicamente cuando oyó la voz aguardentosa de Garralde.
– Mire, padezco artritis reumatoide desde hace años y me cuesta un montón bajar y subir escaleras. Es que el ascensor se quedó fuera de combate el mismo día que el portero automático y… ¡y ya va para tres semanas! ¿Le importa que le tire las llaves desde la terraza?
Perdomo se situó en el punto en que le explicó la mujer y aguardó allí a que le lanzara las llaves durante un tiempo que le pareció interminable. Se entretuvo estudiando a la gente que tomaba copas en una terraza cercana y no pudo evitar pensar en cuánto había cambiado Madrid en los últimos años: la expresión un poco manida de «somos un crisol de culturas», que tanto les gustaba emplear a los políticos locales en sus discursos, era hoy más cierta que nunca, pues en aquella terraza se mezclaban los latinoamericanos con los subsaharianos, los eslavos con los estadounidenses y, cómo no, también con los magrebíes, que Perdomo pudo identificar con facilidad porque eran los únicos en cuya mesa no había consumiciones alcohólicas. Luego reparó en la cantidad de ruidos distintos que había en el ambiente, y cerró los ojos para individualizarlos. Además de voces humanas, hablando varios decibelios por encima de lo necesario -España, recordó, era el segundo país más ruidoso del mundo después de Japón-, se escuchaban perros ladrando, pájaros piando, motos a escape libre, una flauta dulce dando la murga desde una ventana de un primer piso, televisores a todo meter, y hasta el ruido de un taconeo flamenco que provenía de un semisótano.
Le sacó de su ensimismamiento el ruido metálico de las llaves contra el suelo, a escasos centímetros de donde él se encontraba. «Un poco más y me abre la cabeza», pensó el policía, que cuando quiso mirar hacia arriba no pudo ya localizar a Carmen Garralde, pues la mujer se había desvanecido como un fantasma.
Perdomo subió sin problemas los cinco tramos de escalera que conducían hasta el ático, aunque comprendió la tortura que podían llegar a suponer aquellos peldaños para una persona aquejada de problemas articulares. Al llegar al último descansillo vio que la mujer no le estaba esperando en la puerta, como hubiera sido lo correcto, sino que había dejado ésta entornada. El policía empujó despacio la hoja hacia dentro y antes siquiera de que pudiera dar un paso hacia el interior notó que una criatura pequeña y peluda le olfateaba los pies: era una perrita teckel, que estaba supervisando al inspector para establecer si, como visitante, era digno de confianza. El policía se dejó hacer, pues sintió una simpatía instintiva hacia el animal, y entonces oyó la voz ronca de su propietaria que la llamaba desde dentro.
– ¡Koxka! ¡Koxka, ven aquí!
La perrita desapareció en el acto hacia el interior de la casa y Perdomo decidió seguir su rastro.
El piso, no demasiado grande, estaba decorado sin embargo con un gusto exquisito y era muy luminoso. Las baldosas eran de terracota clara -resultaba evidente que a la violinista le gustaban los colores tranquilos: blancos, cremas y neutros- y abundaban en él los muebles rústicos, como de caserío, combinados con piezas clásicas, como un par de butacas estilo imperio que llamaron la atención de Perdomo por estar recién tapizadas. Mención especial merecía la amplia terraza, desde la que se dominaban los jardines de Las Vistillas, el Campo del Moro, la catedral de la Almudena y la Casa de Campo. En cuanto llegó al salón pudo escuchar a su anfitriona desde una habitación contigua, dirigiéndose directamente a él.
– Me calzo y enseguida estoy con usted.
A los pocos segundos se abrió una puerta corredera de madera y apareció, enfundada en un traje azul oscuro de chaqueta y pantalón y calzada con unas originales zapatillas deportivas marrones y negras, la mujer a la que había ido a interrogar. Garralde estaba a punto de cumplir sesenta años y no era lo que se dice bien parecida. No eran solamente sus ojos saltones y su boca desproporcionada lo que convertía su rostro en poco agraciado; se trataba sobre todo de aquel mentón prognático, que sobresalía de la cara como un mascarón de proa. A su favor tenía una estatura envidiable -casi 1,75- y una sonrisa franca, aunque algo inquietante y burlona. El pelo, que Perdomo no supo precisar si era teñido o natural, era de color rojo oscuro, muy lacio, y lo llevaba peinado con raya a un lado, por detrás de las orejas. El inspector y la mujer intercambiaron un recio apretón de manos y Garralde le ofreció asiento en un sofá de color blanco que dominaba el salón.
– Yo prefiero permanecer de pie, porque en cuanto doblo la rodilla siento molestias y tengo que ir a ponerme hielo. ¿Quiere agua o un refresco?
– No quiero nada, muchas gracias.
La perrita fue a acomodarse inmediatamente sobre el sofá, al lado de Perdomo, e incluso llegó a meter el hocico por debajo de la mano del policía, como pidiendo que le acariciase.
– Si le molesta la perra, me la llevo a la terraza.
– No, en absoluto. ¿Es suya?
– Todo cuanto ve en esta casa pertenecía a Ane, incluida la perra. Pero ella sólo utilizaba el apartamento de Madrid cuando venía a España, pues como sin duda debe de saber ya, su residencia habitual era Londres.
– ¿La suya también?
– No, yo vivo en Madrid, en este piso. Pagaba un alquiler a Ane que, aunque era alto, porque estos pisos se cotizan mucho, estaba por debajo del precio de mercado. Ane decía que así jamás se me ocurriría moverme de aquí y siempre tendría el piso en perfecto estado de revista.
– ¿Y cómo se las arreglaban para…?
– ¿Llevar las cosas de Ane a tanta distancia? Ahora, con internet y las videoconferencias es muy fácil. Aunque ella venía a España con frecuencia, a ver a sus padres y a su prometido, Andrea Rescaglio. Pero el grueso del trabajo podía ejercerlo desde aquí. Sobre todo porque Ane confiaba ciegamente en mí y no ponía casi nunca pegas a los calendarios artísticos que yo le diseñaba, casi siempre a final de año.
Perdomo se había distraído con un monitor de televisión que estaba encendido y que mostraba valores bursátiles que cambiaban cada pocos segundos.
– ¿Juega a la bolsa?
– Desde hace treinta años. También en este aspecto, internet me ha facilitado enormemente las cosas, pues antes tenía que invertir a través de terceras personas y ahora puedo hacerlo yo misma con sólo pulsar una tecla de mi ordenador. A lo largo de todo este tiempo, he ganado millones y he perdido millones, pero el balance es positivo. De hecho, es posible que pueda comprar este apartamento si los padres de Ane le ponen un precio razonable. Bueno, el apartamento y todo lo que contiene, que es muy valioso. ¿Ve ese piano?
El policía, que se encontraba algo incómodo por el hecho de tener que mirar de abajo arriba a su interlocutora, aprovechó la ocasión que se le estaba brindando y se puso en pie como un resorte para acercarse al instrumento. La perra debía de tener muy visto el piano, porque ni siquiera consideró la posibilidad de bajar del sofá, en el que se había apoltronado, para ir a husmear.
– Ane -comenzó a explicar Carmen Garralde- tenía verdadera pasión por los instrumentos y objetos originales relacionados con la música. Este piano es la joya de la corona: data de 1876, en él llegó a tocar Brahms y lo utilizó también la BBC Symphony Orchestra en sus primeras grabaciones.
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