– Debo reconocer que tiene el fenómeno bien estudiado -admitió el policía, admirado con la escenificación del diálogo que acababa de llevar a cabo su interlocutora.
– Cuando me di cuenta de que había adquirido ciertas facultades (eso fue después de que me operaran de un tumor cerebral hace tres años), me dediqué a documentarme a fondo sobre la cuestión. Lo cierto es que hay personas extraordinariamente hábiles a la hora de sugestionar a los incrédulos. ¿Ha oído hablar, por ejemplo, del experimento de Forer?
– Le confieso que no.
– En 1948, un psicólogo llamado Bertram Forer sometió a sus alumnos a un test de personalidad y luego les entregó un análisis sobre su propio carácter que cada uno tenía que puntuar de 0 a 5. La media fue de 4,26. Después reveló a sus alumnos les había entregado el mismo análisis a todos, y cada uno pensaba que era el apropiado para él. Ya se imagina qué tipo de lugares comunes había vertido en el informe, todos sacados del horóscopo: «Necesitas que la gente te quiera y te admire y sin embargo eres muy crítico contigo mismo». Cosas así.
Fueron interrumpidos por la voz de una anciana, que llamaba a voces a la psicóloga:
– ¡Milaaaa, Milaaaa!
Milagros Ordóñez se puso en pie, como impulsada por un resorte, y dijo:
– Es mi madre. Vuelvo en un segundo.
Cuando la psicóloga abrió la puerta, Perdomo se percató de que el televisor seguía encendido, pero no estaba sintonizado en ningún canal. Lo único que llegaba hasta sus oídos era el sonido inconfundible del ruido blanco, lo cual le produjo un desasosiego difícil de definir. Siguió un breve diálogo entre madre e hija, que Perdomo no alcanzó a descifrar, y luego, el silencio absoluto.
El policía se levantó, inquieto, con la sensación de que estaba molestando. Cuando volvió Ordóñez, se extrañó al verle de pie.
– ¿Ya se marcha?
– Sí. Me ha dicho lo que quería saber, que es que no tiene ninguna prueba relacionada con el crimen, cosa que me tranquiliza. También le ruego máxima confidencialidad sobre cualquier información que le pudiera haber hecho llegar Salvador en su día acerca del caso.
La psicóloga sonrió al darse cuenta de que Perdomo seguía preocupado por una hipotética indiscreción por su parte.
– Inspector, lo único que sé del crimen es lo que ha publicado la prensa. El inspector Salvador y yo no llegamos a tener una entrevista sobre el caso Larrazábal porque no dio tiempo, ya que él falleció un día antes de nuestra primera cita.
La psicóloga y el policía pasaron al recibidor, donde la mujer le entregó la gabardina. Perdomo le preguntó:
– ¿Por qué hace esto?
– ¿Se refiere a ayudar a la policía? Ya le he dicho que no es por dinero, ni por la publicidad que me pudiera reportar. De hecho, debo tener mucho cuidado de que no se sepa que tengo percepción extrasensorial. Si los padres de los niños a los que trato se enterasen de que soy una especie de… bruja, me podría quedar sin clientela de la noche a la mañana.
– Entonces ¿por qué es?
– Porque cuando veo que alguien está sufriendo, necesita mi ayuda y yo puedo dársela, me parece cruel e inhumano no hacerlo.
El policía calló durante unos segundos y luego hizo una especie de resumen emocional de la entrevista:
– Parece usted buena persona y me encantaría poder creerla. La resolución de un homicidio es a veces un proceso tan complicado y laborioso que uno agradecería cualquier tipo de ayuda. Sin embargo…
– No tiene que darme explicaciones, inspector. Aunque he de decirle que, si cambia de opinión, estaré encantada de recibirle de nuevo.
Tras estrechar la mano del policía, la psicóloga abrió la puerta de la calle y Perdomo salió de la casa. Como no oyó la puerta cerrarse tras de sí, giró la cabeza y comprobó que Ordóñez había preferido quedarse a observar cómo se subía al coche.
– Supongamos -dijo Perdomo desde la puerta del vehículo-, y sólo es una suposición, que tuviera de verdad ese raro poder, que hubiera desarrollado cierto nivel de percepción extrasensorial. ¿A qué lo atribuiría usted?
Milagros Ordóñez tardó menos de un minuto en explicar al policía cómo creía ella que había adquirido sus extraordinarias dotes y el policía no pudo evitar un estremecimiento: sus profundos recelos hacia el mundo de los médiums y los fenómenos paranormales habían empezado a resquebrajarse.
El funeral de Ane Larrazábal tuvo lugar en la catedral de la Almudena y a él asistieron los más altos representantes del mundo de la política y de la cultura, encabezados por la reina doña Sofía, que era una gran admiradora de la violinista. Arsène Lupot acudió con sus amigos Roberto y Natalia, y pudo constatar lo enormemente respetada y querida que era la artista en su propio país. Arropando a los padres de Ane -dos maduritos pequeños y encantadores que al luthier le recordaron a una pareja de hobbits - había, entre admiradores y familiares, cerca de mil personas, más las casi trescientas que no habían podido entrar en el templo y que aguardaban ansiosas a la salida del mismo, quizá para poder dar el pésame a los progenitores. Lupot reconoció a muchos músicos: desde la violinista estadounidense Hilary Hahn hasta el violonchelista británico Stephen Isserlis, pasando por el director Zubin Mehta o el tenor Plácido Domingo. El bullicio en la catedral era tal que en un par de ocasiones se rogó silencio. Miembros de la organización de la Almudena tuvieron que recordar a los asistentes la sacralidad del templo, aunque, cuando los ánimos se templaron un poco, toda la energía que flotaba en el ambiente ayudó a gestar una de las más emotivas ceremonias a las que el luthier hubiera asistido jamás.
Los oficios corrieron a cuenta del deán de la catedral y concelebraron la misa otros dos sacerdotes, que los padres de Ane habían hecho ir expresamente desde Vitoria.
La primera lectura fue la carta a los tesalonicenses seguida del evangelio de san Juan. En la homilía, el deán no se refirió ni una sola vez al hecho de que Larrazábal hubiera fallecido de muerte violenta o a que el asesino estuviera aún campando a sus anchas por el mundo, por no hablar de la siniestra posibilidad de que pudiera incluso hallarse allí mismo, entre los presentes, regodeándose íntimamente con el dolor que había causado. En su lugar, dijo que, para gente creyente como Ane, la muerte era dolor pero también era vida, y que morir era vivir para siempre. La parte más emotiva de su intervención se produjo cuando se refirió a Larrazábal como una persona enormemente influyente, porque con su música había podido cambiar la vida de miles personas en el mundo, hombres y mujeres a los que había conmovido y transportado a un mundo mejor con el prodigioso sonido de su violín. Al recordar el poder de la música para cambiar a las personas por dentro, se refirió a Felipe V, que había ordenado construir el muy cercano Palacio Real de Madrid:
– Si se ganó el sobrenombre de el Animoso, con el que ha pasado a la historia, fue porque la música lo sacó de una profunda depresión. El rey no quería salir de su alcoba ni participar en los asuntos de gobierno, y ni siquiera las súplicas de la reina o de los más altos dignatarios del Estado lograban convencerle de que tenía que volver a asumir sus responsabilidades como monarca. Pero, queridos hermanos, en ese tiempo visitó Madrid el gran cantante italiano Farinelli. La reina, Isabel de Farnesio, al escuchar su hermosísima voz y conocer su fascinante personalidad, tuvo una idea que resultó providencial para el futuro de España. El cantante fue llevado a palacio y, desde una habitación contigua a la de Felipe V, comenzó a cantar. El rey se emocionó en el acto con las maravillosas arias de Farinelli y ordenó que fuera llevado a su presencia. Poco a poco, la música fue ejerciendo su poder curativo sobre el melancólico soberano, que con el transcurso de los meses encontró en la voz de aquel castrato legendario el vigor necesario para asumir de nuevo las tareas de gobierno. Me consta -concluyó el deán- que Ane Larrazábal ha desempeñado con miles de personas el mismo papel de Farinelli con Felipe V, y por eso su ausencia será llorada por mucho tiempo, no solamente por sus amigos y familiares, sino también por toda la gente a la que el violín de esta magnífica artista aportó, en algún momento de su vida, algún consuelo espiritual.
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