Joseph Gelinek - El Violín Del Diablo

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La concertista española de violín Ane Larrazábal aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín.
El asesino ha dejado escrita en su pecho, con sangre de la propia víctima, la palabra iblis, que signifca diablo en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo es muy crítico con los fenómenos paranormales, pero cuando empieza a sufrir extrañas y estremecedoras visiones que no logra explicarse, decide recurrir a los servicios de una parapsicóloga. Su intervención será clave para descubrir la identidad del asesino.
Una novela basada en hechos reales.
Una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los Luthiers y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del Fausto de Goethe o del Dr. Faustus de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.

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– ¿Por qué se le pudo escapar el instrumento?

– Fue en la novena variación, ¿no? La mano izquierda, que es la que sujeta el violín, tiene que hacer una serie de pizzicati rapidísimos, que implican tirar de la cuerda hacia fuera con fuerza. Dado que Ane no podía sostener el instrumento tan firmemente como si empleara mentonera, es posible que se excediera con el pizzicato y el violín saliera despedido por eso.

– ¿No estaría nerviosa por algo?

– ¿Nerviosa? No lo creo. Ane tenía un dominio del escenario que algún crítico ha llegado a calificar de insultante.

– ¿No había discutido con nadie ese día?

– Si lo hizo, no tengo constancia de ello. Pero me extrañaría mucho porque yo hablé con ella un par de horas antes del concierto y la encontré en plena forma.

– ¿Para qué habló con ella?

– Para comunicarle en qué restaurante tenía la reserva. Pensaba salir a cenar con su novio y me encargó que les buscara un buen local. Tras algunas llamadas logré reservar en un italiano llamado Tartini.

Perdomo hizo un ligero movimiento con la cabeza para señalar que conocía el restaurante.

– ¿Sabe lo que creo, inspector? Cuando se nos caen las cosas de las manos no es porque estemos nerviosos, es más bien por un exceso de confianza. Ane conocía tan bien lo que estaba tocando, ¡su Paganini!, que tal vez se relajó demasiado.

– ¿Con un violín que vale tres millones de euros? Me cuesta creerlo.

– Una cosa es que le cueste, y otra que no pueda pasar. ¿Sabe lo que le ocurrió a un violinista llamado David Garret el año pasado?

Garralde acababa de mencionar al llamado «David Beckham de la música clásica», un joven prodigio alemán de físico tan envidiable que se había podido costear sus estudios en la Juilliard School de Nueva York posando para Vogue con trajes de Armani.

– David se cayó a la salida del Barbican Hall de Londres por bajar unas escaleras que estaban demasiado resbaladizas sin prestar atención al hecho de que llevaba puestos sus zapatos de concierto, de suela muy deslizante. Cayó de espaldas sobre la caja de su violín, lo que probablemente le salvó la vida, pero su Guadagnini de un millón de dólares quedó para los restos. ¡Iba distraído!

– Vale, pero…

– ¿Y el chelista Yo-Yo Ma? -prosiguió Garralde, que no estaba dispuesta a ceder la palabra tan fácilmente-. Su exceso de confianza le llevó a dejarse en un taxi de Nueva York un chelo Stradivarius tan valioso como el violín de Ane.

Perdomo se dio por satisfecho con aquellos dos ejemplos y decidió cambiar de asunto. Recordó que, según las notas de Salvador, Rescaglio había declarado que la relación entre Garralde y él no era buena.

– El señor Rescaglio, en la primera entrevista que tuvo con mi compañero asesinado, dijo… -Perdomo se entretuvo unos segundos buscando la declaración del italiano en otra libreta- que ustedes dos procuraban evitarse deliberadamente: cuando estaba uno no podía estar el otro, como en aquella película de Michelle Pfeiffer.

– ¿Lo dijo así? -preguntó intrigada Garralde-. ¿Mencionó Lady Halcón ?

– No, eso ha sido un añadido mío. Soy bastante aficionado al cine.

– Ah, porque decir eso resulta una exageración. No solíamos coincidir, es cierto, pero era porque… -El mascarón de proa se despegó súbitamente del piano, e irguiéndose cuan largo era, dijo sin disimular su irritación-: ¿Y por qué tengo que andar contándole si el señor Rescaglio me caía bien o mal? ¿Qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Ane? ¡Es ella la que ha perdido la vida, no su prometido!

– Le ruego que se calme -le aconsejó el policía-. No tiene obligación de responder a ninguna pregunta, si no quiere, pero de cuanta más información dispongamos, mucho mejor lo tendremos para atrapar al culpable, ¿no cree?

Carmen Garralde fue a buscar un cigarrillo y ya desde la primera calada se vio que el tabaco ejercía un efecto balsámico sobre su vehemente temperamento, porque recuperó al instante el tono anterior.

– Por supuesto que Andrea no me tenía gran simpatía, pero nunca me lo tomé como algo personal.

– Eso me lo tiene que explicar.

– Quiero decir que cualquiera hubiera sentido celos de cualquier persona que hubiera estado en mi lugar y hubiera ejercido el tremendo control que yo ejercía sobre la carrera de Ane. A todos nos gusta influir sobre las personas a las que queremos, y el señor Rescaglio sabía que en el aspecto profesional la única opinión que Ane tenía en cuenta era la mía.

– ¿Por qué se fiaba tanto ella de usted? ¿Ha estudiado música?

– No, pero he estudiado a la gente, inspector. Sabe más el diablo por viejo que por diablo. Andrea es un muchacho agradable y un músico excelente…

Se detuvo un instante y lo remachó otra vez, para que Perdomo comprendiera que su admiración era genuina:

– Ex-ce-len-te. Podría haber sido un reputado solista si hubiera querido. Sólo le faltaba ambición. Pero desde el punto de vista humano era un ingenuo. No hubiera sobrevivido ni un segundo en la jungla de la música clásica. No puede imaginar la cantidad de puñaladas traperas que una se ve obligada a esquivar al cabo del día en esta profesión.

– ¿Quién se beneficia de la muerte de Ane Larrazábal, señorita Garralde? -preguntó el inspector a bocajarro.

– Yo, desde luego no -replicó la mujer con una amarga sonrisa. Parecía llevar esperando la pregunta desde hacía rato, porque la respuesta llegó a Perdomo como catapultada por un resorte-. Si los artistas tienen varios agentes, también es cierto que los agentes no viven de un solo cliente. Excepto en mi caso: mi única fuente de ingresos era Ane. Muerta ella, muerta la gallina de los huevos de oro, como suele decirse.

«Pero está el violín», estuvo a punto de recordarle el inspector. Sin embargo se abstuvo de hacerlo, porque era como colocar a la mujer, que hasta ahora estaba demostrando ser una valiosa fuente de información, en el papel de sospechosa.

En lugar de eso, prefirió seguir tirando del sedal que ya había lanzado.

– Naturalmente, no me refería a usted, señorita Garralde. Pero si supiese de alguien que…

– ¿Quién se beneficia? -interrumpió la mujer, que no había olvidado el tipo de ayuda que se esperaba de ella-. Desde luego la persona que en estos momentos tiene el violín. ¿Tienen alguna pista sobre dónde puede estar el Stradivarius?

– Ninguna en absoluto -confesó Perdomo-. El mundo de los instrumentos musicales me es totalmente ajeno y no sé ni siquiera por dónde empezar a investigar. Suponga que yo hubiera robado el violín, ¿qué podría hacer con él?

Garralde aspiró el humo del cigarrillo y a Perdomo le dio la impresión de que la mujer se lo había tragado para siempre, porque tardó una eternidad en expulsarlo al exterior. Parecía que en su intento de dar forma a la respuesta que estaba preparando se hubiera olvidado hasta de respirar. Por fin, tras tener buen cuidado de no sumergir al policía en una nube de humo apestoso, comenzó a hablar:

– Hay tan pocos Strads en el mercado que sería complicado venderlo sin despertar sospechas, ya que los que han sobrevivido están perfectamente identificados. Muchos hasta tienen nombre, como si se tratara de cuadros famosos.

– Ese dato puede venir bien. ¿Cómo era conocido el de su representada?

– El de Ane no tenía un nombre concreto, porque nunca se ha podido establecer a quién perteneció, antes de que su abuelo lo adquiriera en Lisboa. Lo usual es que el nombre del Stradivarius tenga que ver con su historia. Le pongo un ejemplo: El Viotti, que es uno de los más famosos, salió del taller de Stradivari en 1709. Se llama así porque su propietario más famoso fue el virtuoso Giovanni Battista Viotti, de quien se dice que lo recibió como obsequio de manos de su amante, Catalina la Grande. En 2005 fue adquirido por más de cinco millones de euros por la Royal Academy of Music londinense.

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