– ¡Es la versión cuadrafónica! -exclamó-. ¡Pensé que estaba descatalogada!
– ¿No te han atendido todavía? -preguntó el policía-. Te recuerdo que tenemos algo importante que hacer y no podemos tirarnos aquí toda la tarde.
Amanda se encogió de hombros.
– El dependiente -dijo- está con una pelmaza que no sabe distinguir a Yes de Génesis, ¿qué le vamos a hacer? -Señaló el disco de los Rolling Stones-. ¿Sabes? Mucha gente piensa que el paquete que se ve en la portada original de Sticky Fingers es el de Mick Jagger, pero en realidad se trata de Joe D'Allesandro, el mito erótico del cine underground de los sesenta. Estaba tan bueno que me lo tiraría incluso ahora, que ya es una piltrafa.
El encargado de la tienda parecía haberse zafado ya de la dienta pesada y se acercó, contoneándose hasta ellos al compás de la música. Llevaba gafas oscuras redondas, a lo Ozzy Osbourne, mascaba chicle y hablaba tan despacio que parecía que estuviera drogado.
– Mi jefe tiene las cajas con tus vinilos en la oficina -anunció el de la tienda, con una voz tan cascada que parecía la de Tom Waits-. ¿Has traído coche?
– No, si te parece me los llevo a casa en bolsas de supermercado -se burló la reportera-. Claro que he traído coche, y también un fornido ayudante -señaló a Perdomo- que me va a ayudar a cargarlos en el maletero. ¡Pero espero que tengas por ahí al menos una carretilla, para poder sacarlos de la tienda!
Perdomo y Amanda acompañaron al empleado hasta la oficina y se quedaron de una pieza al encontrarse con que el encargado de La Vitrola no era otro que el subinspector Villanueva.
– ¿Eres tú, verdad? -preguntó Perdomo entre incrédulo y divertido-. Quiero decir que no eres ningún clon luminoso del subinspector que yo conozco.
Villanueva se puso en pie de un salto, como un alumno cogido en falta por el director del colegio. Se le notaba visiblemente incómodo, hasta el punto de que, al incorporarse, hizo caer al suelo la mitad de los albaranes que estaba revisando.
– ¿Qué… qué haces aquí? -balbuceó mientras volvía a colocar sobre la mesa el montón de papeles que había derribado.
– Eso pregunto yo -replicó Perdomo-. ¿Qué haces tú aquí? ¿Tan poco te pagamos en la UDEV como para que te tengas que buscar un sobresueldo?
– Esto -dijo, haciendo un amplio gesto con la mano, como para abarcar la tienda entera- es… propiedad de mi cuñado. De cuando en cuando le hago a él y a mi hermana el favor de quedarme al cuidado de todo, para que se puedan ir al cine. Si no, entre el trabajo, los cinco hijos que están criando y la delicada salud de mis padres, que están para el arrastre, jamás podrían estar juntos. El problema fundamental es que el dependiente que tienen… bueno, ya le habéis visto, no se entera de gran cosa, y no le quieren dejar solo.
– ¡Por eso estabas tan al día en temas musicales! -exclamó Perdomo-. ¡Ahora lo entiendo todo!
– Lo cierto -aclaró Villanueva- es que a mí siempre me ha gustado el rock, y por eso no me costó nada decirle que sí a mi hermana. También es verdad que desde que vengo por aquí, estoy mucho más puesto, claro.
– Te presento a Amanda -dijo Perdomo-, la periodista de la que te hablé y que me está ayudando en la investigación.
El subinspector y la reportera intercambiaron un afectuoso saludo y a continuación Villanueva preguntó, señalando las dos cajas de discos:
– ¿Todo este lote es tuyo?
– Todo para mí -afirmó con orgullo Amanda-. He decidido recomponer mi colección de vinilos.
El subinspector movió afirmativamente la cabeza varias veces, mordisqueándose el labio inferior, en un gesto en el que se mezclaban a partes iguales la envidia y el reconocimiento.
– Te llevas la áreme de la créme del pop de los setenta. ¡Enhorabuena! -Se rascó la cabeza, como para terminar de alumbrar una idea y luego añadió-: No está mi cuñado, pero no importa. Una dienta de tu categoría merece una atención por parte de La Vitrola. ¿Hay algún disco en la tienda que te…?
– ¡El Sticky Fingers censurado! -exclamó Amanda, que parecía haber estado esperando el ofrecimiento desde hacía rato-. Me muero por tenerlo. ¡Muchas gracias!
– Eso está hecho -dijo Villanueva.
El subinspector les pidió que le acompañaran hasta la sección de discos prohibidos durante el franquismo y buscó Sticky Fingers en la cajonera. Revisó los vinilos de adelante hacia atrás, las carpetas hicieron chak, chak, chak al amontonarse las unas sobre las otras, llegó al final del recorrido, los volvió a revisar en el otro sentido y no encontró lo que buscaba. Repitió la operación un par de veces más, cada vez en un estado de alarma mayor, hurgó incluso en media docena de cajoneras contiguas, pero la versión franquista del mítico disco de los Rolling Stones había volado de la tienda.
– ¡Mi cuñado me va a cortar los cataplines! -dijo aterrado Villanueva.
– ¡Seguro que ha sido la pelmaza! -exclamó Amanda-. ¡Me dio mala espina desde que la vi! ¡Lástima! Si esa mujer hubiera sabido que el encargado de la tienda es un subinspector de homicidios, no se hubiera animado a robar el disco.
– Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón -dijo Perdomo-, pero ¿qué tiene quien roba a un policía?
– ¡Cien años años en comisaría! -sentenció lleno de ira Villanueva.
52 Happiness is a warm gun (demo tape)
Amanda abrió las dos cajas en las que venían embalados los vinilos con el entusiasmo de una niña que acabara de descubrir los regalos de Reyes bajo el árbol de Navidad. Aquellos doscientos discos constituían el núcleo duro de su recién empezada colección, que incluía los álbumes más importantes del pop de la década de los sesenta y setenta: desde Abbey Ruad de los Beatles hasta Made in Jopan de Deep Purple, pasando por Thick as a Brick de Jethro Tull, Tea for the Tillerman de Cat Stevens o Tubular Bells, de Mike Oldfield. Mientras ayudaba a la periodista a colocar los discos en las baldas, Perdomo observó que el pedido también incluía algunos álbumes de jazz y de clásica. El inspector reconoció, por ejemplo (porque su hijo Gregorio tenía en casa la versión en CD), las Variaciones Goldberg, de J. S. Bach, en versión del excéntrico Glenn Gould o los magníficos duetos jazzísticos entre Elis Regina y Antonio Carlos Jobim, del disco Elis & Tom.
– ¡Qué maravilla! -exclamó Amanda cuando terminaron de ordenar los álbumes-. ¿Te das cuenta de que con sólo mirar el lomo de un vinilo, ya sabe uno de qué disco se trata? En cambio, los CD son muchísimo más difíciles de distinguir. Mira -dijo poniendo un dedo sobre el canto oscuro de uno de los álbumes-, éste sólo puede ser Dark Side of the Moon; se reconoce perfectamente el haz de luz blanca atravesando el prisma. ¿Y este otro? ¡Lo distinguiría entre un millón, porque se aprecian los marcos de los cuadros de Pictures at an Exhibition, de Emerson, Lake & Palmer! ¡Ay, Perdomo, cómo me hubiera gustado estrenar la colección contigo y escuchar una cara entera de Aqualung con un martini entre las manos! Pero lo primero es lo primero, así que echemos un vistazo a esa grabación que encontrasteis en la suite real del Ritz.
Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una bolsa de plástico, que contenía una cinta cásete, metida en su correspondiente caja, y un CD de audio, que entregó a la periodista para que lo reprodujera en el equipo estéreo.
– ¿No sería mejor escuchar directamente la cinta? -sugirió ella-. Igual que tengo plato para los vinilos, también dispongo de pletina para cásete.
– Sin problema -dijo Perdomo extrayendo la cinta de la bolsa de pruebas-. La Policía Científica ya ha terminado de examinarla y no hay peligro de que, al manipularla, pongamos en peligro la investigación. Lo que hay en el CD no es más que una copia digital del contenido de la cásete.
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