– Te hablo de delincuencia altamente especializada en 3D -aclaró el inspector-. O'Rahilly ha diseñado clones de los cuatro miembros de la banda, en tres dimensiones, y podría haber eliminado a Winston para que la copia sustituya al original. Es la última forma de piratería que nos quedaba por ver, la que suplanta al artista en concierto por un engendro, hecho de luz y sonido.
– Interroguémosle -ordenó de inmediatro el comisario-. ¿Dónde reside ese sujeto?
– Ahí está el problema -dijo Perdomo-. O'Rahilly rara vez sale de su barco pirata, que tiene fondeado en las aguas internacionales del estrecho de Oresund.
El mono de tabaco del comisario Galdón había llegado ya al paroxismo. Incapaz de aguantar ni un segundo más sin cigarrillos, rescató una infecta colilla de uno de los dos ceniceros que tenía sobre la mesa y después de estirarla y alisarla con los dedos, para que ofreciera mejor aspecto, se la llevó a los labios con sus dedos temblorosos y amarillos de nicotina.
– ¡Me da igual que haya sido la viuda, el pirado de Chapman o el pirata Pata de Palo, Perdomo! -bramó-. ¡Este asesinato hay que resolverlo cuanto antes! ¿De qué nos vale tener cien sospechosos si no tenemos ningún imputado? Te doy siete días. Pasado ese plazo, a menos que me entregues a alguien concreto a quien imputarle el delito, me pongo en contacto con Scotland Yard para que manden un equipo de refuerzo. ¡Si alguien se tiene que cubrir de ridículo por no haber resuelto el crimen del año, prefiero que sean los británicos!
54 The way you look tonight
Cuando sólo le quedaban cien metros para llegar al restaurante donde había quedado citado con Tania, Perdomo recibió una llamada del instructor Chaparro, que atendió a través del manos libres.
– Me telefoneó una ayudante tuya hace un par de horas, una tal Amanda Torres -comenzó diciendo el puertorriqueño-. ¿Puede ser?
Perdomo sintió cómo le invadía una oleada de indignación. La periodista había vuelto a extralimitarse y a tratar de conseguir información por su cuenta, sin que él le hubiera concedido permiso. Tendría que haberla mandado a paseo después de la brutal agresión de su ex novia.
– Sí, puede ser -respondió Perdomo, fingiendo que estaba al corriente de la llamada.
– Me ha parecido simpatiquísima -comentó Chaparro-, hasta me dio su cuenta de Messenger para que chateáramos un rato, a la noche. Sin embargo, como no me habías contado nada acerca de ella, le dije que no podía suministrarle información hasta no haber hablado contigo. Siento si esto te ha causado algún trastorno, man.
– No, hiciste bien -le felicitó Perdomo-. Y es mejor que siempre hables directamente conmigo, porque aunque Amanda es de toda confianza -mintió-, prefiero escuchar las noticias frescas de primera mano. ¿Qué tienes?
– Chapman se ha derrumbado -aseguró el instructor-. No hay marine, no hay viajes astrales, no hay nada de nada. Los federales lo han interrogado durante ocho horas seguidas y ha confesado que se lo inventó todo.
Perdomo no sabía qué decir. ¿Todo era un invento? No podía ser, pues había algo en la historia de Chapman que sonaba inequívocamente verídico.
– Pero ¿cómo supo que el crimen había sido cometido con su revólver? -preguntó, ansioso.
– Se lo oyó decir a un interno de Attica. -Entiendo -dijo Perdomo, tratando de atar cabos. -Ya te dije -continuó Chaparro- que aunque es un preso un poco especial, el tipo tiene contacto con otros internos. El problema ahora es que Chapman se niega a decir al FBI quién le contó que el revólver había sido robado.
– ¡El preso que se lo contó le ha debido de amenazar de muerte! -conjeturó el inspector-. ¿Ha dicho al menos si le están presionando?
– No, Chapman ha confesado que inventó esa historia del viaje astral para adquirir notoriedad, pero el FBI no le ha podido sacar de ahí. ¿Sabes lo que creo? Que con ayuda de su abogado va a tratar de negociar su libertad condicional. A cambio de confesar quién le proporcionó la información sobre el revólver, intentará que el Parole Board le ponga en la calle en la próxima ocasión. Puede ser un tira y afloja que dure varias semanas, porque para que Chapman salga a la calle, alguien va a tener que pasar por encima del cadáver de Yoko Ono. Y la japonesa es una mujer muy rica y con multitud de contactos -concluyó el instructor.
Nada más colgar, Perdomo se dio cuenta de que se había distraído tanto hablando con Chaparro que se había pasado de la calle donde estaba el restaurante. Aprovechando que no había municipales a la vista, el inspector efectuó un giro prohibido de ciento ochenta grados, en el que las ruedas de su coche chirriaron como si iniciara una persecución policial, y se encaminó a su encuentro con Tania. Tuvo que desoír una voz interior, que le aconsejaba no acudir a aquella cita.
Además de la crisis actual, Perdomo había tenido ya en el pasado varios desencuentros con Elena, incluyendo una separación de tres meses. Pero tenía claro que seguía atraído hacia ella y que no deseaba perderla definitivamente. Las reconciliaciones habían sido posibles hasta el momento porque, durante sus épocas de distanciamiento, ninguno de los dos había tratado de encontrar otra pareja. A pesar del mutuo enfado, se había establecido entre ambos un pacto tácito de fidelidad en la distancia. Los dos habían sentido la necesidad de vivir un tiempo en soledad, para descubrir hasta qué punto se echaban de menos, para darse cuenta de si realmente podían vivir el uno sin el otro. Perdomo había bautizado aquellos períodos de descanso en la pareja como un barbecho emocional. Igual que se deja sin cultivar la tierra durante un tiempo, para que el suelo no se empobrezca, los amantes -argüía él- deben cesar de tener relaciones por un período determinado, al objeto de reencontrarse después con el alma cargada de recursos. Pero si retomaba la relación con Tania -algo que podía suceder incluso aquella misma noche-, las posibilidades de volver con Elena, cuando a ésta se le pasara el enfado, se reducían al mínimo. ¿Para qué meterse, entonces, en camisa de once varas?
«De momento no tiene por qué enterarse», se dijo, tratando de silenciar la voz que le aconsejaba abortar el reencuentro con la forense. ¿Qué era lo que le tenía tan enganchado a la trombonista? El sexo con Elena era bueno, sí, pero no excepcional. Dejando a un lado el hecho de que ella era muy difícil de complacer en la cama -o como lo hubiera dicho un sexólogo, que tenía una curva de excitación muy lenta-, la conexión entre ambos era más bien de actitud ante la vida y de afinidad cultural. A Elena y a él solían gustarles las mismas películas, los mismos libros, las mismas canciones. ¡No! ¿Qué estaba diciendo? «No inventes, Perdomo, a Elena le encantó la última película de David Lynch, que a ti no te produjo ni frío ni calor, y se pasa la vida escuchando discos chill-out del Buddha Bar, que jamás te han interesado. Elena y yo estamos condenados a entendernos por una razón aún más poderosa, y es que detestamos las mismas cosas y a las mismas personas. Es el odio lo que nos une, y no hay nada más fuerte que el odio.» Perdomo sonrió al recordar una frase que le había dicho Elena una vez, nada más conocerse: «Cuando se odia, hay que hacerlo con la misma intensidad con que lo hace Madonna». La cantante estadounidense detestaba a Mariah Carey, hasta el punto de que había llegado a afirmar: «Si yo fuera Mariah Carey, me suicidaría».
Mientras aparcaba, y como homenaje a la mujer a la que sentía que estaba a punto de traicionar, Perdomo hizo una lista mental de las cosas que Elena y él más habían detestado al unísono, durante el último año en pareja. Con más calma, hubiera podido encontrar hasta un centenar, pero en la inmediatez del momento, le vinieron a la memoria no menos de diez:
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