Joseph Gelinek - Morir a los 27

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Morir a los 27: краткое содержание, описание и аннотация

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“John Winston, cantante y líder de The Walrus, aparece muerto con cuatro disparos en la suite de su hotel después de un concierto. La policía pronto descubre que Winston ha fallecido a una edad considerada maldita en el mundo de la música pop. Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison son algunos de los ilustres miembros del macabro club de los 27. A pesar de su imagen de apóstol de la paz, Winston tenía numerosos enemigos. Entre ellos, el irlandés Ronan O’Rahilly, “Mr. Download”, el más famoso pirata informático que mediante holografías, ha conseguido piratear el último bastión que les quedaba a los músicos: los conciertos en directo. Además, la investigación da un vuelco inesperado: Markk David Champman, el asesino de John Lennon que lleva recluido en prisión más de treinta años, asegura estar detrás de la muerte de Winston. Empresas discográficas sin escrúpulos seductoras groupies caza estrellas, fans enloquecidos… la novela muestra la cara más oscura del negocio del rock”.

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1. El reggaeton.

2. El buenismo, es decir, esa actitud de la gente que opina que todo el mundo es bueno.

3. La progresiva robotización de las centralitas. ¡Ya era prácticamente imposible tener un diálogo por teléfono con un ser humano!

4. La gente que se pone a hablar en el AVE por el móvil, para hacer ostentación de lo indispensable que es en su trabajo.

5. Los automovilistas ansiosos, que te pegan el morro en carretera, cuando ven que no te pueden adelantar.

6. Los programas de televisión con gente encerrada en alguna casa, academia, etc.

7. Las parejas que se llaman entre sí «gordi», «churri», «chiqui», «cari» o «peque».

8. El laísmo, sobre todo en la expresión «La dije cuatro frescas», y el leísmo, sobre todo aplicado a los coches: «Le tengo aparcado enfrente del portal».

9. Los bancos que te aseguran que lo importante es la relación con el cliente y luego atan el bolígrafo de la ventanilla a una cadena, porque no se fían de ti.

10. Los tratamientos que prometen eliminar la grasa superflua en diez días y sin hacer ejercicio.

Perdomo entregó las llaves del vehículo al guardacoches y después de comprobar que llevaba bien abrochada la americana y que la camisa no se le había salido por fuera del pantalón, entró al restaurante.

Tania estaba sentada en la única mesa situada cerca de la ventana y vestía un traje de cóctel plateado, muy elegante, de cintura alta y tirantes muy finos. La forense sabía que tema los hombros bonitos y había decidido que, en aquella noche de reencuentro con Perdomo, había que sacarles todo el partido posible. Además del atuendo, que resultaba de lo más seductor, el segundo detalle que indicó al inspector que no tendría que esforzarse mucho para llevarse a Tania a la cama fue que ésta le recibió besándole en los labios. Todo hacía presagiar una noche romántica. Sin embargo, nada más sentarse a la mesa, la forense le espetó:

– Prefiero decírtelo cuanto antes, para que no te hagas ilusiones. ¿Estás preparado para que te dé la mala noticia de esta noche?

Perdomo pensó que se refería al sexo, así que el anuncio de Tania le hizo sonreír.

– Esta cena de reencuentro corre de mi cuenta -aseguró ella con gran determinación-. Dime que estás de acuerdo y que no voy a tener que forcejear durante media hora con el maitre al final de la cena, para que acepte mi tarjeta de crédito, en vez de la tuya.

– ¿Y si me niego? -preguntó él, para provocarla.

– En ese caso -respondió muy decidida la forense-, me levanto y me voy.

– ¿Por qué es tan importante para ti invitarme a cenar? -quiso saber el policía. Su tono de voz era cordial, lo que indicó a la mujer que acababa de ceder a sus pretensiones.

– Te he devuelto el principal del préstamo cubano, pero no los intereses -le aclaró-. Después de esta noche, estaremos realmente en paz.

Perdomo soltó una pequeña carcajada al escuchar a la forense expresándose en lenguaje bancario.

– ¿Ése es el sentido de esta cena? ¿Acallar tu mala conciencia? -inquirió luego.

– Por supuesto, ¿qué pensabas? -dijo la otra muy seria-. ¿Que he montado esta cena para seducirte?

– Te dejo pagar, no tengas problema -le aseguró el inspector, cada vez más convencido de que, después de la cena, Tania le invitaría a tomar una copa en su casa-. Y es bueno que me lo hayas dicho antes de solicitar los platos, porque pienso pedir lo más caro.

– Pide lo que quieras, no me das ningún miedo -respondió la mujer, desafiante-. Sobre todo porque estoy convencida de que muy pronto empezaré a ganar más dinero que tú.

Les interrumpió el maitre, un hombrecillo pequeño y dicharachero, aunque, ciertamente, no muy agraciado. De hecho, su aspecto físico era tan inquietante que Tania comentó que había visto criaturas más feas, pero tan sólo en la trilogía de El señor de los anillos. Eso provocó, a su vez, que Perdomo recordara haber leído un estudio muy sesudo de la Universidad de Oxford, que sostenía que los hombres feos producían mayor cantidad de esperma que los apuestos. Según la encuesta, los hombres atractivos aguantan y reducen, de manera instintiva, la cantidad de esperma en cada encuentro, sabedores de que habrán de dosificarse ante el gran número de mujeres que les requieren. En cambio, los poco agraciados son conscientes de todo lo contrario. La teoría hizo que Tania estallara en carcajadas.

El maitre les recomendó entremeses a la catalana como entrante y arroz con gamba roja de Palamós de plato principal. A ambos les hubiera apetecido, tal vez más, probar la butifarra o el bacallá al forn, pero con tal de perder de vista lo antes posible a aquel Quasimodo con esmoquin, la pareja le dijo que sí a todo.

Una vez que el maitre se hubo alejado en dirección a la cocina, Perdomo se quedó observando a Tania en silencio, como si la estuviera diseccionando con la mirada, lo que provocó un ataque de timidez por parte de la forense.

– No me has dicho si estoy guapa o estoy fea -musitó la mujer, sin animarse a levantar la mirada.

– Eso es precisamente lo que iba a comentarte -respondió Perdomo-. Ahora que te veo ahí, con ese maravilloso vestido y esa sonrisa tan… bueno, ya sabes, tan tan, me estaba preguntando cómo es posible que hayas elegido ser forense.

– Me decepcionas, Raúl -Tania era quizá la única persona de su entorno cercano que le llamaba por el nombre de pila, en vez de por el apellido-; eso es un lugar común, un comentario que vengo oyendo desde que anuncié en mi casa que quería dedicarme a esto. «¡Con lo bonita que eres, pasarte el día entre cadáveres!», me repetían una y otra vez todos los amigos de mis padres. Y yo pregunto: ¿por qué la gente encuentra tan distinta la medicina forense de la clínica? Como si los médicos que vosotros llamáis normales no vivieran a diario experiencias tan supuestamente desagradables como las nuestras. Y digo supuestamente porque para mí no hay nada tan excitante como trabajar con los muertos. ¿Tú te imaginas lo que soporta a diario, por ejemplo, un proctólogo?

– Me has ido a citar un caso extremo -argüyó Perdomo-. La mayoría de los médicos no trabajan en medio de un hedor tan insoportable como el que despiden tus pacientes.

– ¡No lo dirás por los podólogos! -replicó la mujer, antes de soltar una carcajada-. Durante el segundo curso de posgrado salí con uno que se tenía que poner Vick VapoRub bajo las fosas nasales para poder atender a su clientela.

Perdomo rió con la anécdota, que tenía todo el aspecto de ser inventada, y decidió sacar a colación el tema económico.

– ¿Por qué has dicho antes que pronto ganarás más que yo? ¿Es que tienes una herencia a la vista?

– Si fuera así, ¿te molestaría? -preguntó Tania, haciéndose la misteriosa.

– En absoluto.

– No hay herencia que valga -reveló-. Te lo he dicho porque estoy haciendo un curso de tanatopraxia, impartido por el doctor Jean Monceau. ¿Has oído hablar de él?

– Por supuesto -repuso Perdomo-. Es el tanatopractor de las estrellas. Fue quien preparó los cuerpos de lady Di, de Nureyev, de Bette Davis, de Jacques Cousteau y de tantos otros, ¿no?

– El mismo. ¿Y tú, cómo estás tan puesto?

Perdomo dudó unos instantes, antes de confesarle su insólita adicción al Hola, pero ya iba por la segunda copa de vino y le costó reprimirse. Para su sorpresa, la forense no hizo el menor comentario al respecto.

– ¿Piensas dejar el juzgado y pasarte a la práctica privada? -preguntó Perdomo.

– Percibo cierto tono de reproche en la pregunta -se lamentó la forense-. Como si dijeras: «¿Piensas dejar de ser una servidora pública para dedicarte sólo a ganar dinero?».

Perdomo estaba atónito. Él no había tratado de insinuar nada en ese sentido. ¿Por qué Tania estaba tan belicosa?

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