– No sé por qué te has empeñado -dijo- en pensar que no quiero que ganes más dinero. A mí me encanta que le vaya bien a la gente a la que aprecio.
– Lo sé, estaba tomándote el pelo -se justificó Tania-. No es sólo una cuestión económica, el trabajo de Monceau me tiene fascinada.
– ¿Qué hace exactamente, los momifica?
– No, sólo los pone presentables, para que los familiares se puedan despedir del muerto de la manera menos traumática posible. Dice que es muy importante que la gente vea al difunto, para comenzar el proceso de duelo lo antes posible, y que aquí en España eso se suele evitar por costumbre, lo que retrasa el trabajo psicológico de recuperación.
– Si dejas el juzgado, te echaremos de menos -dijo Perdomo, cogiéndole la mano durante un instante-. Eres una gran forense y la autopsia de Winston ha sido impecable.
– ¿Qué tal va la investigación? -se interesó Tania, aunque lo que quería preguntar, en realidad, era: «¿Por qué has retirado tu mano de la mía?».
– Acaban de darme la noticia de que Chapman no encargó el asesinato -reveló Perdomo-. Pero hay alguien, dentro de la prisión de Attica, que sí está directamente implicado, alguien que sabía que el asesinato de Winston se cometió con el mismo revólver que mató a Lennon. También tenemos otra línea de investigación, la de un pirata informático, que tal vez esté conectada con la primera.
Antes de que llegaran los platos, Tania se levantó para ir al aseo y cuando regresó halló a Perdomo inquieto y con expresión preocupada.
– ¿Qué ocurre? -preguntó la mujer-. ¿Hay novedades sobre el caso?
– No, no es nada -mintió el inspector-. Ya se me pasará.
Pero Tania era una mujer muy observadora, y al cabo de un par de minutos se dio cuenta de que Perdomo inclinaba periódicamente el cuerpo hacia un lado, para mirar por encima de su hombro, en dirección a una mesa situada justo detrás de ella. La mujer se giró con la excusa de llamar a un camarero y pudo ver que, a su espalda, estaban cenando dos mujeres, de entre cuarenta y cuarenta y cinco años.
– ¿Alguien conocido? -preguntó la forense, que no estaba dispuesta a fingir que no se había percatado de la situación.
Perdomo trató de quitarle importancia al asunto, pero era un actor lamentable.
– Me ha parecido reconocer a una antigua compañera de colegio -respondió con un susurro, mientras le hacía un gesto a Tania para que bajara la voz.
– ¿Por eso estás tan blanco, como si hubieras visto al mismo demonio? -se burló la forense.
Perdomo refunfuñó por el hecho de que Tania le estuviera extrayendo la verdad con fórceps, pero deseaba tener una cena lo más amigable posible y se rindió a su interrogatorio.
– La más joven de las dos -su tono era prácticamente inaudible, lo que llevó a Tania a tener que inclinarse sobre la mesa- es una amiga íntima de mi ex.
Tania sabía que no debía ser indiscreta, de modo que abrió el bolso y sacó un pequeño espejo de maquillaje, con el que pudo localizar a su objetivo sin tener que volverse, mientras fingía empolvarse la nariz. Las dos amigas conversaban animadamente, ajenas por completo al escrutinio del que estaban siendo objeto.
– Las veo -dijo-. ¿Y por qué te preocupan tanto?
– No me preocupan -protestó Perdomo, indignado por el hecho de que Tania fuera capaz de interpretar tan certeramente sus gestos e inflexiones de voz. Se sentía tan incapaz de ocultarle información como un cadáver abierto en canal, encima de su mesa de disección.
– ¿Cuál es la situación exacta, Raúl? -dijo por fin la forense, cambiando el tono festivo por uno de gran seriedad
– .¿Has roto con esa mujer o no? No me gustaría hacer el ridículo esta noche, y mucho menos sentirme utilizada.
– ¿Utilizada? -dijo él-. ¿En qué sentido?
– Somos adultos -respondió Tania-, no hace falta que te lo explique, ¿no? Ahora esa mujer le contará a su amiga que te ha visto cenando en actitud romántica con una bella mulata (que soy yo) y eso provocará una reacción por parte de… lo siento, he olvidado el nombre de tu ex… que a ti te colocará en una situación inmejorable para negociar los términos de la reconciliación.
Una hora y media más tarde, Perdomo y Tania entraban sigilosamente en casa de esta última (para no despertar a la niña) después de una cena que había resultado impecable sólo desde el punto de vista estrictamente gastronómico. Para conseguir ser declarado inocente de los cargos de manipulación psicológica, Perdomo tuvo que emplearse a fondo. Le explicó a Tania que el restaurante lo había elegido ella, por tanto, ¿cómo podía acusarle a él de haberla arrastrado hasta un local habitualmente frecuentado por Elena o por alguna de sus amigas para que los vieran juntos? La tesis de la forense era que Perdomo quería provocar un ataque de celos en su ex, para que ésta, herida en su amor propio, intentara una maniobra de reconquista. Él se defendió argumentando que, si de verdad hubiera pretendido que Elena supiese de la existencia de Tania, habría sido infinitamente más seguro y eficaz invitarla a cenar en su casa, para que la viera su hijo Gregorio. El chico seguía manteniendo una relación excelente con la trombonista, y no hubiera tardado ni veinticuatro horas en comunicarle la existencia de una rival. A la pregunta de si la relación había terminado o no, Perdomo respondió con evasivas.
– Sólo te diré -le había asegurado a la forense en el restaurante, mientras ésta abonaba una factura más que abultada- que cuando hace unas semanas Elena salió por la puerta de mi casa, me anunció que no quería volver a verme nunca más.
Lo que el policía calló era que, en las tres rupturas precedentes, Elena le había mandado a paseo con expresiones muy similares, y sin embargo siempre habían acabado reconciliándose.
Tania pagó a la canguro y cuando ésta se fue, invitó a Perdomo a que pasara a la alcoba de su hija, Estela, que acababa de cumplir tres años. La criatura dormía plácidamente y la pareja estuvo contemplándola durante un rato. La forense le contó que, a raíz de su separación, ella había temido que empezaran a aparecer terrores nocturnos, pero que de momento nada de eso había ocurrido. Finalmente, apagaron la luz y pasaron a la sala de estar.
Tania se preparó un daiquiri y luego le sirvió a Perdomo el gin-tonic que había pedido. La mujer le preguntó qué música le apetecía escuchar y el inspector respondió que cualquier cosa menos las tres erres: reggaeton, rap o rock and roll.
– Eso nos deja bastante donde elegir -dijo la forense, mientras se acercaba a una torre de metal y madera en la que estaban colocados los CD-. ¿Conoces a un pianista de jazz de mi país que se llama Gonzalo Rubalcaba? Tiene un disco maravilloso, grabado en directo en Estados Unidos, titulado Imagine.
– ¿Imagine? ¿Como la canción de John Lennon?
– Sí -dijo Tania-, una versión en clave de jazz. ¿O es que te crees que al único que le fascinaba Lennon era a John Winston?
Tania colocó el CD en el reproductor y el piano exquisito del músico cubano empezó a desgranar las primeras notas de la canción. Luego, apagó una de las lámparas de la sala de estar y en la estancia se creó una deliciosa penumbra. Aunque podría haber ido a acomodarse en el sofá en el que se sentaba Perdomo, la forense optó por permanecer de pie, meciéndose suavemente al ritmo de la música. Después de unos compases, Perdomo empezó a sonreír con esa boca ladeada que había llevado a Amanda a decir de él que era Ellen Barkin con pantalones. Tania lo vio, y se dio cuenta de que la sonrisa no estaba dedicada a ella, sino que respondía a un recuerdo, o tal vez a una ocurrencia que había surgido en la cabeza de su ex. No llegó a decirle la manida frase del cine de «un penique por tus pensamientos», pero sí empleó una muy similar. El inspector bajó la vista hacia el vaso que sostenía entre las manos antes de responder.
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