Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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Aunque el espectáculo le parecía divertido, Rebus comenzó a cabecear, a consecuencia del exceso de copas, la falta de sueño y la desangelada oscuridad del teatro. Le despertó la ovación final del público. Michael, sudoroso en su deslumbrante indumentaria escénica, recibía los aplausos muy complacido y salió a saludar de nuevo cuando la mayoría del público se estaba levantando. Le había dicho a su hermano que tenía que irse enseguida a casa y que no se verían al final del espectáculo, y que ya le llamaría para saber si le había gustado.

Y John Rebus se había quedado dormido en plena actuación.

Pero ahora se sentía recuperado, e incluso cuando la mujer le invitó a tomar una copa en un bar cercano, aceptó. Salieron del teatro cogidos del brazo, sonrientes. Rebus se sentía relajado, como un muchacho. Aquella mujer le trataba como si fuera su hijo, verdaderamente, y a él le gustaba que fuera tan cariñosa. Bueno, una última copa y luego a casa. La última.

Jim Stevens los vio salir del teatro. Todo aquello le estaba resultando muy extraño. Ahora Rebus se desentendía de su hermano y se iba con una mujer. ¿Qué significaba aquello? Desde luego, tendría que contárselo a Gill en cuanto se le presentara la ocasión. Stevens, sonriente, guardó la instantánea en su archivo mental de escenas similares. De momento, había sido una noche fructífera.

* * *

¿Dónde, pues, aquel amor materno se transformó en contacto físico? ¿Quizás en el pub, cuando sus dedos enrojecidos le magrearon el muslo? ¿Afuera, cuando él le rodeó torpemente el cuello con los brazos tratando de besarla? ¿O en su piso, que olía a humedad y al marido, tendidos en un viejo sofá y dándose la lengua?

Daba igual. Era demasiado tarde para lamentarlo, o demasiado pronto. Así que la siguió sumiso cuando se encaminó al dormitorio, se dejó caer en la enorme cama de matrimonio con somier, gruesas mantas y edredón, y observó cómo se desvestía a oscuras. La cama era como la que él tenía de niño, cuando no había más que una bolsa de agua caliente para combatir el frío, montones de mantas rasposas y edredones. Camas pesadas y sofocantes, la antítesis del descanso.

Daba igual.

A Rebus no le deleitaban los detalles de aquel cuerpo recio y tuvo que dirigir el pensamiento hacia otras cosas; sus manos en aquellos pechos bien sobados le recordaban sus últimas noches con Rhona; tenía unas pantorrillas gruesas, al contrario que Gill, y un rostro marcado por la experiencia, pero era una mujer y estaba con él, así que se abstrajo de todo, la estrechó entre sus brazos y se dispuso a pasarlo bien. Pero le agobiaba la pesadez de aquella cama; era como estar en una jaula, se sentía pequeño, atrapado y aislado del mundo. Intentó rechazar aquella idea, aquel recuerdo de Gordon Reeve y él, sentados los dos a solas, oyendo los gritos en las otras celdas, mientras aguantaban y resistían, juntos de nuevo. Vencedores, pero derrotados. Su corazón latía al compás de los gemidos de ella, y ahora le sonaban alejados. Sintió que una primera oleada de repugnancia absoluta le golpeaba el estómago como una porra, y sus manos subieron hasta la garganta fofa y blanda del cuerpo que tenía debajo. Ahora oía unos gemidos inhumanos, como proferidos por un gato o una plañidera; apretó más y sintió en los dedos cómo la tela de la sábana aprisionaba la piel, arrastrándole sin remisión a un mortífero fin, ponzoñoso. No tendría que haber sobrevivido. Debería haber muerto entonces, en aquellas celdas malolientes como pocilgas, bajo los chorros a presión y los incesantes interrogatorios. Pero había sobrevivido. Había sobrevivido y se estaba corriendo.

«Él solo, totalmente solo.

»Y los gritos.

»Los gritos.»

Rebus sintió debajo de él un borboteo en el momento en que su cabeza iba a estallarle y cayó desmayado sobre aquel cuerpo medio asfixiado, como si alguien hubiera accionado un interruptor.

Capítulo 16

Se despertó en una habitación blanca que le recordaba mucho la del hospital en que abrió los ojos tras la crisis nerviosa que sufrió años atrás. De afuera llegaban ruidos amortiguados, y se sentó en la cama con un fuerte dolor de cabeza. ¿Qué había ocurrido? Dios, aquella mujer, aquella pobre mujer. ¡Había intentado matarla! Estaba borracho, muy borracho. Dios bendito, había intentado estrangularla, ¿no? Por el amor de Dios, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué?

Un médico abrió la puerta.

– Ah, señor Rebus, veo que ha despertado. Bien. Vamos a trasladarle a un pabellón. ¿Cómo se encuentra?

Se acercó a tomarle el pulso.

– Creemos que es simple agotamiento. Agotamiento nervioso. Su amiga llamó a la ambulancia…

– ¿Mi amiga?

– Sí, dijo que se desmayó. Según nos han informado sus superiores, ha estado trabajando con mucho empeño en un caso de homicidio. Es simple agotamiento. Necesita descanso.

– ¿Dónde está mi… amiga?

– No lo sé. En casa, supongo.

– Según ella, ¿simplemente me desmayé?

– Exacto.

Rebus sintió un gran alivio. No había contado nada. Sintió de nuevo punzadas en la cabeza. El doctor tenía las muñecas vellosas y muy limpias; le puso un termómetro en la boca, sonriéndole.

¿Sabría lo que estaba haciendo antes de desmayarse? ¿O su amiga lo vistió antes de llamar a la ambulancia? Tenía que ponerse en contacto con aquella mujer. No sabía exactamente dónde vivía, pero lo sabrían los de la ambulancia; ya lo averiguaría.

Agotamiento. No se sentía agotado. Comenzaba a sentirse descansado y, aunque algo desconcertado, bastante tranquilo. ¿Le habrían dado algo cuando estaba inconsciente?

– ¿Pueden traerme un periódico? -farfulló con el termómetro en la boca.

– Le diré a un ordenanza que se lo traiga. ¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Un familiar o un amigo?

Rebus pensó en Michael.

– No -contestó-, no llamen a nadie. Sólo quiero un periódico.

– Muy bien -dijo el médico cogiendo el termómetro y anotando la temperatura.

– ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí?

– Dos o tres días. Quiero que le examine un psiquiatra.

– De psiquiatra, nada. Lo que quiero son unos libros.

– Veremos qué puede hacerse.

Rebus volvió a recostarse, más relajado y decidido a dejar que las cosas siguieran su curso. Se quedaría allí descansando, aunque no lo necesitara, y dejaría que se ocupasen los demás del caso. Que se fastidiasen. Anderson, Wallace y Gill Templer.

Pero le vino a la mente el pensamiento de sus manos apretando aquella garganta avejentada y se estremeció. Era como una mente ajena. ¿Había estado a punto de matar a esa mujer? ¿No sería, quizá, necesario que le viera un psiquiatra? Las preguntas acentuaban su dolor de cabeza. Trató de no pensar en nada, pero las imágenes de su viejo amigo Gordon Reeve, de su nueva amante Gill Templer y de la mujer con quien la había engañado y a la que había estado a punto de estrangular, regresaron a su mente y bailaron en su cabeza hasta hacerse borrosas. Pero enseguida se quedó dormido.

– ¡John!

Se acercó diligente a la cama, con fruta y una bebida energética en las manos. Iba maquillada y vestía de calle. Le dio un beso en la mejilla; Rebus olió el perfume francés y atisbo de reojo, con cierta mala conciencia, el escote.

– Hola, inspectora Templer -dijo-. Adelante -añadió levantando una esquina de la sábana.

Ella se echó a reír y arrastró junto a la cama una silla de rígida estructura. En el pabellón entraban otras visitas, hablando en voz baja por respeto a los enfermos, pero Rebus no se sentía enfermo.

– ¿Cómo estás, John?

– Muy mal. ¿Qué me has traído?

– Uvas, plátanos y naranjada. Muy poco original, me temo.

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