Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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Para compensar los intentos de adoctrinamiento, Samantha había cogido en la sección infantil un libro ilustrado sobre un niño que vuela montado en un gato gigante y corre aventuras fantásticas en una tierra soñada. Esperaba fastidiar con ello a su madre. En la sección de consulta había tanta gente sentada a las mesas, que sus toses resonaban en la silenciosa sala. Su madre, con las gafas caídas sobre la nariz, con auténtico aspecto de profesora, discutía con un bibliotecario a propósito de un libro que había pedido. Samantha cruzó entre dos filas de mesas mirando qué leía y escribía la gente. Se preguntaba por qué dedicaban tanto tiempo a leer libros cuando había tantas cosas interesantes que hacer. Ella, primero, quería viajar por el mundo, y tal vez después estaría dispuesta a sentarse en salas aburridas a leer libros antiguos. Pero eso sería después.

* * *

La observó pasear entre las mesas. Estaba de perfil respecto a ella, fingiendo examinar un anaquel de libros, mirando hacia arriba. Pero ella no miraba a su alrededor; no había peligro. Estaba en su propio mundo. Estupendo. Todas las chicas eran iguales. Pero ésta iba acompañada. Lo notaba. Cogió un libro del anaquel, lo hojeó y le llamó la atención un capítulo; apartó la vista de Samantha. Era un capítulo sobre nudos de pescador. Había muchos tipos de nudos. Muchos.

Capítulo 15

Otra reunión de trabajo. A Rebus comenzaban a gustarle aquellas reuniones porque siempre existía la posibilidad de que acudiera Gill y que después pudieran ir juntos a tomar un café. La noche anterior habían cenado tarde en un restaurante, pero ella estaba cansada y le miraba de un modo extraño, inquiriéndole un poco más de lo habitual con sus ojos, sin gafas por primera vez, aunque se las volvió a poner mientras cenaban.

– Quiero ver lo que estoy comiendo.

Pero él sabía que veía perfectamente. Las gafas eran un refuerzo psicológico protector. Tal vez fuera una paranoia, o quizá simple cansancio, pero él sospechaba que se trataba de algo más, no sabía qué. ¿La había ofendido en algo? ¿Le había hecho algún desaire sin querer? Él también estaba cansado. Se fueron cada uno a su casa y él estuvo despierto en la cama, con ganas de no estar solo. Después volvió a tener aquel sueño del beso y se despertó como de costumbre, sudando y con los labios húmedos. ¿Habría otra carta? ¿Otro asesinato?

Se sentía fatal por la falta de sueño, pero le satisfizo la reunión, no sólo porque hubiera asistido Gill, sino porque había por fin indicios de una pista y a Anderson le urgía corroborarlo.

– Un Ford Escort azul claro -dijo Anderson. El director estaba sentado a su espalda, y su presencia le ponía nervioso-. Un Ford Escort azul claro -repitió Anderson enjugándose el sudor de la frente-. Tenemos informes de que se vio un coche así en el barrio de Haymarket la tarde en que apareció el cadáver de la primera víctima, y hay otros dos testigos que vieron a un hombre y una niña, la niña dormida, al parecer, en un coche como ése la noche en que desapareció la tercera víctima. -Anderson alzó la vista del documento para mirar a los ojos de todos los agentes presentes-. Quiero que den prioridad a este dato. Mejor dicho, quiero saber con detalle quiénes son los propietarios de Fords Escort azules en los Lothian y quiero esa información lo antes posible. Ya sé que han estado trabajando mucho, pero con un esfuerzo más podremos atraparlo antes de que cometa otro asesinato. El inspector Hartley ha confeccionado una lista de turnos. Si su nombre figura en ella, dejen lo que estén haciendo y dedíquense a localizar ese coche. ¿Alguna pregunta?

Gill Templer tomaba apuntes en su pequeña libreta, perfilando quizás una nota para la prensa. ¿Emitirían un comunicado de la reunión? Probablemente aún no. Esperarían a ver si obtenían algún resultado tras esa primera indagación, y si no averiguaban nada, pedirían ayuda a la población. A Rebus no le apetecía ese plan en absoluto: recabar datos sobre propietarios, recorrer los suburbios, interrogar a sospechosos, tratando de «intuir» si pertenecían a la categoría «probable» o «posible», organizar quizás un segundo interrogatorio. No, no le gustaba nada. Lo que le habría gustado era irse con Gill a su guarida y hacer el amor. Desde su observatorio junto a la puerta sólo podía verla de espaldas; había vuelto a llegar el último, por entretenerse en algo más de lo previsto con Jack Morton en el pub, donde habían tomado un almuerzo (líquido). Morton le comentó lo lento que iba el proceso de indagación puerta a puerta: cuatrocientas personas interrogadas, datos de familias enteras verificados dos veces, comprobación de los grupos habituales de chiflados y pervertidos. Y ninguna pista que arrojara luz sobre el caso.

Pero ahora tenían un coche, o eso pensaban. Era una evidencia tenue, pero era una posibilidad, al fin y al cabo. Rebus se sentía un poco orgulloso de la parte que le correspondía en la investigación, porque gracias a su tenaz escrutinio de referencias cruzadas habían podido establecer ese indicio. Quería comentárselo a Gill Templer y luego quedar con ella para otro día aquella semana; quería volver a verla, ver otra vez a alguien, porque su piso se estaba convirtiendo en una cárcel. Volvía a su casa sin ánimo, tarde, de noche o de madrugada, se metía en la cama y dormía sin preocuparse de limpiar ni de comprar comida (ni de robarla siquiera). No tenía tiempo ni ganas. Comía en los kebab y en los puestos de patatas y pescado frito, en las panaderías y chocolaterías que abrían temprano. Su palidez se acentuaba y su estómago gruñía como si no le quedase piel para distenderse; sólo continuaba afeitándose y poniéndose una corbata para estar mínimamente presentable. Anderson había reparado en que no llevaba las camisas muy limpias, pero no le había dicho nada de momento. Por un lado, tenía a Rebus en la lista de honor, como descubridor de la pista, y por otro lado, era evidente que no estaba de humor para aguantar amonestaciones.

La reunión tocaba a su fin. Nadie se hacía preguntas, salvo la obvia: «¿Hasta cuándo aguantaremos?». Rebus salió al pasillo para esperar a Gill, que cruzó la puerta con el último grupo, hablando plácidamente con Wallace y Anderson. El director le pasó la mano por la cintura en broma y con gesto amable al cruzar el umbral. Rebus miró con mala leche al variado trío de superiores. Miró a Gill, pero ella no pareció advertir su presencia y él volvió a sentirse como quien vuelve a la casilla de salida, uno del montón. Eso era el amor. ¿Quién se burlaba de quién?

El trío echó a andar pasillo adelante y él permaneció donde estaba, como un jovencito al que le han dado plantón, maldiciendo sin parar.

Otra vez le daban de lado, lo dejaban tirado.

«Por favor, John no me dejes.

»Por favor, por favor, por favor.»

Y un grito resonaba en su recuerdo…

Sintió un mareo; resonaba en sus oídos aquel oleaje. Notó que se tambaleaba levemente y se apoyó en la pared buscando algo firme donde apoyarse, pero el muro palpitaba. Respiró profundamente y pensó en su infancia en aquella playa pedregosa, cuando se recuperaba de la depresión. También entonces había oído el oleaje. Poco a poco el suelo fue afirmándose, mientras los que pasaban le miraban burlones, sin que nadie se parase a ayudarle. Que se fueran a la mierda. Y a la mierda Gill Templer también. Ya se las arreglaría él solo. Dios le ayudaría. No pasaba nada. Lo único que necesitaba era un cigarrillo y un café.

Pero lo que realmente necesitaba era recibir unas palmaditas en la espalda, felicitaciones por el buen trabajo realizado, reconocimiento; necesitaba que alguien le dijera que todo se arreglaría; que no iba a pasarle nada.

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