Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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* * *

Aquella tarde, ya con un par de copas encima después del trabajo, decidió seguir celebrándolo. Morton tenía que hacer un recado, pero, mejor. No necesitaba compañía. Caminó por Princes Street recreándose en las perspectivas de la noche. Al fin y al cabo era un hombre libre, tan libre como aquellos jovenzuelos apiñados delante de la hamburguesería que se pavoneaban, entre bromas, expectantes, ¿de qué? Lo sabía muy bien: de que llegara la hora de irse a su casa hasta el día siguiente. También él esperaba, a su manera, matando el tiempo.

En el Rutherford Arms encontró a un par de clientes a los que conocía de noches como ésta, desde que Rhona le dejó. Estuvo una hora bebiendo con ellos, sorbiendo la cerveza como si fuera leche materna. Hablaron de fútbol, de carreras de caballos y del trabajo; así pudo recuperar la tranquilidad. Era una típica conversación nocturna y se aferró a ella con ganas. Pero se dijo que más valía poco y bueno que mucho y malo, y se largó de pronto del bar, borracho, después de despedirse de los conocidos hasta la próxima, y se dirigió, caminando con cuidado hacia Leith.

* * *

Jim Stevens, sentado a la barra, vio por el espejo que Michael Rebus dejaba el vaso en la mesa y se dirigía a los servicios. Segundos después le seguía el hombre misterioso, que estaba sentado a otra mesa; sería para convenir otra entrega, porque no parecían llevar encima nada comprometedor. Stevens siguió fumando, a la expectativa. No había transcurrido un minuto cuando Rebus reapareció y se acercó a la barra a pedir otra consumición.

John Rebus no daba crédito a sus ojos al cruzar la puerta del pub. Le dio una palmada en el hombro a su hermano.

– ¡Mickey! ¿Qué haces aquí?

Michael Rebus se quedó de piedra. El corazón se le subió a la garganta y tuvo un acceso de tos.

– Tomando una copa, John -dijo con evidente incomodidad-. Me has dado un susto con esa palmada -añadió esbozando una sonrisa.

– Era un simple saludo fraterno. ¿Qué estás bebiendo?

Mientras los dos hermanos hablaban, el otro hombre salió de los servicios y se marchó del bar sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Stevens lo observó marcharse, pero ahora su mente se planteaba otra cuestión: no podía dejar que el policía le viese, y dio la espalda a la barra como si buscara a alguien sentado a alguna mesa. Ahora estaba convencido. El policía tenía que estar en el ajo. Toda la movida había sido muy hábil, pero ahora estaba seguro.

– ¿Así que vas a actuar en Leith? -dijo John Rebus. Animado por lo que ya había bebido, sentía que por fin las cosas iban mejorando; ahí estaba con su hermano, tomando aquella copa que siempre se prometían, y pidió dos cervezas acompañadas de sendos whiskies-. Aquí los sirven de cuarto de pinta, una buena medida -comentó a Michael.

Michael no dejaba de sonreír, como si su vida dependiera de ello, pero pensaba a toda velocidad en aquel batiburrillo de ideas. Lo que menos le convenía era beber más. Si se enteraban de aquello, a su contacto en Edimburgo le iba a parecer extraño, muy extraño. Si se enteraban, le quebrarían las piernas. Se lo habían advertido. ¿Qué estaba haciendo John por aquí? Parecía muy alegre, bebido incluso, pero ¿y si era una trampa? ¿Y si habían detenido en la calle a su contacto? Se sentía como cuando de niño robaba del monedero de su padre y lo negaba y negaba durante semanas, con el pesar de la culpa en su corazón.

Culpable, culpable, culpable.

Mientras tanto, John Rebus bebía y charlaba, sin advertir el cambio de actitud de su hermano, pendiente ahora de lo que él decía. Para él, en aquel momento, lo único que contaba era el whisky y el hecho de que Michael iba a actuar en el local de un bingo de aquel barrio.

– ¿Quieres que vaya a verte? -preguntó-. Así seré testigo de cómo se gana el pan mi hermano.

– Claro -contestó Michael jugueteando con el vaso de whisky en las manos-. John, será mejor que no beba. Tengo que tener la cabeza despejada.

– Sí, naturalmente. Necesitas que las misteriosas sensaciones confluyan en tu persona -comentó Rebus moviendo las manos como un hipnotizador, mientras Michael le miraba con los ojos desorbitados y sonriendo.

Jim Stevens cogió su cajetilla y, sin volverse, abandonó el ruidoso y enrarecido pub. Si hubiera habido menos ruido, habría podido oír lo que hablaban.

Rebus le vio salir.

– Creo que conozco a ése -comentó, señalando con la cabeza hacia la puerta-. Es un reportero del periódico local.

Michael Rebus mantuvo la sonrisa; tenía que sonreír a toda costa, aunque el mundo se viniera abajo.

El Bingo Rio Grande era un antiguo cine. Habían eliminado las primeras doce filas de butacas para instalar tableros de bingo y taburetes, pero aun quedaban varias filas de asientos rojos y polvorientos, y el anfiteatro seguía intacto. John Rebus dijo que prefería sentarse arriba para no distraer a Michael y se encaminó al anfiteatro, detrás de un matrimonio anciano. Las butacas parecían cómodas, pero cuando optó por una de la segunda fila notó vibrar los muelles en las posaderas; se rebulló ligeramente para acomodarse y finalmente adoptó una postura estable sobre una sola nalga.

Abajo había bastante público, pero en la penumbra del descuidado anfiteatro sólo estaban él y la pareja. Oyó un taconeo por el pasillo, luego una pausa, y una mujer corpulenta entró en la segunda fila. Rebus no pudo por menos que alzar la mirada, y vio que ella le sonreía.

– ¿Le importa que me siente a su lado? -dijo la mujer-. No espera a nadie, ¿verdad?

Tenía una mirada expectante, y Rebus asintió con la cabeza, sonriendo.

– Ya me lo parecía -añadió ella sentándose.

Él mantuvo la sonrisa. Por cierto, no había visto nunca a Michael tan alterado y tan sonriente. ¿Tan embarazoso le resultaba tropezarse con su hermano mayor? No, tenía que ser otra cosa; aquella sonrisa de Michael era como la de un ladronzuelo sorprendido in fraganti. Tendría que hablar con él.

– Yo vengo mucho al bingo, pero pensé que el espectáculo de hoy sería divertido, ¿sabe? Pero desde que murió mi marido -hizo una pausa picara-, bueno, ya no es lo mismo. A mí me gusta salir de vez en cuando, ¿sabe? A todos nos gusta, ¿no? Así que me dije: voy a salir. Y no sé qué me hizo subir aquí. El destino, supongo.

Su sonrisa se amplió y Rebus también le sonrió.

Tenía poco más de cuarenta años e iba demasiado maquillada y perfumada, pero se conservaba bien. Hablaba como si hiciera días que no cruzase palabra con nadie, como si fuera importante para ella demostrar que podía hablar y que la escucharan, que la comprendiesen. A Rebus le dio lástima. Veía en ella algo de él mismo; no mucho, pero sí lo bastante.

– ¿Y usted qué hace por aquí? -inquirió ella, forzándole a contestar.

– He venido a ver la actuación, igual que usted -respondió Rebus, sin atreverse a decirle que su hermano era el hipnotizador, para no dar pie a quién sabe qué preguntas.

– Ah, ¿le gusta este tipo de espectáculos?

– Es la primera vez que voy a ver uno.

– Yo también -añadió ella con otra sonrisa, de complicidad esta vez.

Tenían algo en común. Afortunadamente, en ese momento se apagaron las luces, las pocas que había, y en el escenario se encendió un foco y apareció un presentador. La mujer abrió el bolso, sacó una ruidosa bolsa de caramelos duros y le ofreció a Rebus.

A Rebus, para su sorpresa, le gustó el espectáculo, pero no tanto, ni mucho menos, como a la mujer sentada a su lado, que se rió a carcajadas al ver a un voluntario del público quitarse los pantalones en el escenario y recorrer el pasillo del patio de butacas moviéndose como si nadara. Michael le hizo creer a otro cobaya voluntario que se moría de hambre; a una mujer le hizo creerse que era una bailarina de striptease haciendo un número y a otro hombre le hizo creer que se moría de sueño.

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