Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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– Buenas, señor Morton.

Se volvió y vio a una niña, casi una jovencita ya, que le miraba, con un libro apretado contra el pecho. Morton frunció el ceño.

– Soy Samantha Rebus.

– Dios mío -exclamó Morton sorprendido-. Claro que sí. Vaya, vaya, sí que has crecido desde la última vez que te vi hará uno o dos años. ¿Cómo estás?

– Muy bien, gracias. He venido con mi madre. ¿Está de servicio?

– Algo por el estilo.

Morton notaba sus ojos clavados en él. Dios, tenía los mismos ojos que su padre. Herencia paterna.

– ¿Cómo está papá?

Decírselo o no decírselo. ¿Y por qué no? Pero no le pareció el lugar adecuado.

– Bien, que yo sepa -contestó, consciente de que era verdad en un setenta por ciento.

– Voy abajo, a la sección juvenil. Mamá está en la sala de lectura, pero allí es muy aburrido.

– Voy contigo. Me dirigía precisamente ahí.

Ella le sonrió, complacida por alguna idea de su cabeza adolescente, y Jack Morton pensó que era muy distinta a su padre. Era muy guapa y educada.

Una cuarta niña había desaparecido. Parecía algo anunciado. Nadie habría apostado en contra.

– Hay que establecer vigilancia extra -insistió Anderson-. Esta noche se asignarán más agentes de servicio. Recuerden -añadió ante los presentes, ojerosos y desmoralizados- que cuando mate a la víctima tratará de deshacerse del cuerpo y, si podemos sorprenderle en ese momento, o algún civil le ve haciéndolo, ya lo tenemos.

Anderson golpeó con el puño en la palma de su mano. Estaban todos poco animados. El estrangulador ya había dejado, sin ningún problema, tres cadáveres, en distintas partes de la ciudad: Oxgangs, Haymarket y Colinton. La policía no podía estar en todas partes (aunque aquellos días a los ciudadanos les parecía que sí) por mucho que se esforzara.

– Bien -prosiguió el inspector jefe consultando una carpeta-, el último secuestro no parece guardar mucha relación con los anteriores. El nombre de la víctima es Helen Abbot; ocho años. Observarán que es menor que las otras; tiene pelo castaño claro hasta los hombros y se la vio por última vez con su madre en Princes Street. La madre dice que la niña se extravió. Estaba con ella y de pronto ya no estaba allí, igual que ocurrió con la segunda víctima.

A Gill Templer, cuando pensó en ello más tarde, le llamó la atención un detalle. Las niñas no podían haber sido raptadas en una tienda; habría sido imposible sin que se produjeran gritos o alguien lo hubiera visto. Pero alguien había declarado haber visto a una niña con el mismo aspecto que Mary Andrews -la segunda víctima- subir la escalinata de la National Gallery hacia el Mound. Iba sola y parecía contenta. Tal vez, se dijo Gill, porque había escapado a la tutela de su madre. ¿Por qué? ¿Para acudir a escondidas a alguna cita con alguien a quien había conocido y que resultó ser el asesino? En tal caso, se diría que todas las niñas habían conocido al asesino; por tanto, algo tendrían en común. Sin embargo, iban a distintos colegios, tenían distintos amigos, edades distintas. ¿Cuál era el común denominador?

Se dio por vencida cuando empezó a dolerle la cabeza. Además, había llegado a la calle donde vivía John y tenía otras cosas en qué pensar. Él le había pedido que le llevara una muda para cuando le dieran el alta, que mirase si tenía correo y comprobase si funcionaba la calefacción central. Le había dado la llave; mientras subía la escalera tapándose la nariz para evitar el olor a meados de gato, sintió que había un vínculo entre ella y John Rebus. Se preguntaba si la relación iba a convertirse en algo serio. Era un buen hombre, aunque con alguna obsesión, algún secreto. Tal vez era eso lo que a ella le gustaba.

Abrió la puerta del piso, recogió las cartas de la moqueta y echó una mirada al interior. En la puerta del dormitorio recordó aquella apasionada noche; el olor aún parecía flotar en el aire.

El piloto del radiador estaba encendido; Rebus se sorprendería cuando se lo dijera. Tenía muchos libros; claro, su mujer era profesora de literatura. Recogió algunos del suelo y los colocó en los estantes vacíos del mueble. En la cocina se preparó café, se sentó a tomarlo y miró el correo: una factura, una circular y una carta con el nombre mecanografiado echada al correo en Edimburgo hacía tres días. Las guardó en el bolso y cuando fue a mirar en el armario advirtió que el cuarto de Samantha seguía cerrado con llave. Más recuerdos suprimidos. Pobre John.

* * *

A Jim Stevens se le acumulaba el trabajo. El Estrangulador de Edimburgo se estaba convirtiendo en un personaje importante; no se podía ignorar a aquel malnacido, aunque uno tuviera mejores cosas que hacer. Stevens disponía de un equipo de tres personas que trabajaban con él en las noticias y artículos del diario. Los malos tratos a niños en Inglaterra eran la noticia del día; las cifras eran horripilantes, pero era más horripilante la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras esperaban que apareciera otra niña asesinada o que desapareciera otra criatura. Edimburgo era una ciudad desierta. Los niños no salían de casa y los pocos que se veían por la calle corrían como desesperados. Stevens quería dedicar sus esfuerzos al caso de las drogas, a reunir pruebas y desenmascarar la conexión con la policía; pero tenía encima a Tom Jameson a todas horas del día, entrando y saliendo de su despacho: «¿Y ese original, Jim? A ver si te ganas el sueldo, Jim. ¿Cuándo es la próxima rueda de prensa, Jim?» Stevens salía quemado al cabo de la jornada. Así que decidió interrumpir su investigación sobre el caso Rebus. Era una lástima, porque al estar la policía totalmente ocupada en aquellos asesinatos, quedaba el campo libre para otros delitos, incluido el tráfico de drogas. La mafia de Edimburgo debía de estar en la gloria. Había publicado el artículo sobre el «burdel» de Leith con la esperanza de obtener alguna información a cambio, pero los capos no entraban en el juego. Bueno, que les dieran. Ya llegaría su momento.

Cuando ella entró en el pabellón, Rebus leía una Biblia, cortesía del hospital; la monja, al enterarse de su petición, le preguntó si quería un cura o un pastor, posibilidad que él rechazó enérgicamente. Estuvo hojeando complacido -más que complacido- algunos de los mejores pasajes del Antiguo Testamento y refrescando su memoria acerca del vigor y la fuerza moral de los mismos. Leyó la historia de Moisés, de Sansón y de David, y a continuación el Libro de Job, y encontró en él una fuerza que creía olvidada:

Dios se ríe del sufrimiento de los inocentes,

la tierra es entregada en manos de los impíos

y él cubre el rostro de los jueces,

si no es él, ¿quién es?

Si yo dijere: olvidaré mi queja,

dejaré mi triste semblante y me esforzaré,

me turban todos mis dolores;

sé que no me tendrán por inocente.

Yo soy impío.

¿Para qué esforzarme en vano?

Aunque me lave con aguas de nieve.

Rebus sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal a pesar de que la calefacción del pabellón era agobiante, y su garganta imploraba agua. Mientras se servía un poco de agua tibia en un vaso de plástico vio llegar a Gill con unos tacones menos escandalosos y dirigirle una sonrisa que animaba el pabellón. Algunos enfermos la miraban con admiración. Rebus sintió una repentina alegría de marcharse aquel mismo día de allí. Dejó a un lado la Biblia y la saludó con un beso en el cuello.

– ¿Qué me traes?

Cogió el paquete de sus manos y vio que era una muda.

– Gracias -dijo-. Creía que esta camiseta no estaba tan limpia.

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