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Ian Rankin: El jardínde las sombras

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Ian Rankin El jardínde las sombras

El jardínde las sombras: краткое содержание, описание и аннотация

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– ¿Están todos ocupados? -preguntó Rebus.

Sólo llevaba un minuto dentro del coche y ya se le habían helado los dedos de los pies.

– Algunos están vacíos pero Telford los utiliza de almacén -dijo Clarke.

– No hay Dios que entre o salga sin ser visto -añadió Claverhouse-. Hemos intentado infiltrar algún agente como empleado de la compañía eléctrica o fontanero.

– ¿Quién hizo de fontanero? -preguntó Rebus.

– Ormiston. ¿Por qué?

Rebus se encogió de hombros.

– Es que necesito arreglar un grifo del cuarto de baño.

Claverhouse sonrió. Era alto y flaco, con profundas ojeras y escaso cabello rubio. Por ser de palabra y movimientos pausados, la gente solía subestimarle, aunque quienes lo hacían llegaban en ocasiones a comprobar que merecía su apodo de «cabronazo».

Clarke miró su reloj.

– Queda hora y media para el cambio de turno.

– Podrías poner la calefacción -sugirió Rebus.

Claverhouse se volvió en el asiento.

– No paro de repetírselo, pero ella no quiere.

– ¿Por qué no? -inquirió Rebus intercambiando una mirada con Clarke por el retrovisor.

La joven sonreía.

– Porque -contestó Claverhouse- hay que poner el motor en marcha y eso es un despilfarro estando parado. El efecto invernadero, ya sabes.

– Cierto -afirmó Clarke.

Rebus hizo un guiño en dirección al reflejo del rostro de ella. Por lo visto Claverhouse la había aceptado, lo que significaba acogida incondicional por parte de toda la plantilla de Fettes. Él, eterno garbanzo negro, envidiaba aquella capacidad de adaptación.

– De todos modos esto no sirve de nada -prosiguió Claverhouse-. El cabrón sabe que estamos aquí. No tardaron ni veinte minutos en descubrir el truco de la furgoneta. Ormiston disfrazado de fontanero no pasó del portal, y ahora estamos aquí nosotros tres solos en la calle como unos gilipollas, llamando más la atención que si representásemos una pantomima en la misma acera.

– Presencia visible a modo de factor disuasorio -comentó Rebus.

– Sí, vamos, con unas noches más, seguro que Tommy vuelve al redil de la ley y el orden -comentó Claverhouse rebulléndose en el asiento buscando una postura cómoda-. ¿Has sabido algo de Candice?

Lo mismo que le había preguntado Sammy. Rebus dijo que no con la cabeza.

– ¿Sigues pensando que Tarawicz la raptó?

Rebus lanzó un bufido.

– No porque tú quieras que sea así tiene necesariamente que serlo. Te aconsejo que nos dejes esto a nosotros y te olvides de ella. Tienes que ocuparte de ese asunto del nazi.

– No me lo recuerdes.

– ¿Lograste localizar a Colquhoun?

– Se fue inesperadamente de vacaciones, dejando en la oficina la baja médica.

– Me parece que por culpa nuestra.

Rebus se percató de que acariciaba el bolsillo interior.

– ¿Telford está en el café o qué?

– Hará una hora que entró -dijo Clarke-. Al fondo hay una habitación que utiliza de despacho, pero por lo visto le gusta el salón recreativo donde hay juegos de esos con asiento en una moto para correr por un circuito.

– Necesitaríamos tener a alguien ahí dentro -dijo Claverhouse-. O instalar micrófonos.

– No hemos podido infiltrar un fontanero -dijo Rebus- y ¿tú crees que va a correr mejor suerte alguien que vaya con cables y micrófonos?

– Peor, tampoco -replicó Claverhouse poniendo la radio para sintonizar música.

– Por favor -suplicó Clarke- country y western, no.

Rebus miró hacia el café con buena iluminación y un visillo hasta media altura de la luna. En la parte superior se veía un letrero: «Bocadillos buenos y baratos» con un menú pegado al cristal, y en la acera había un canelón indicando el horario de 6:30 a 20:30. Pasaban ya sesenta minutos de la hora de cierre.. -¿Tiene los permisos en regla?

– Tiene abogados -dijo Clarke.

– Es por donde primero intentamos meterle mano -añadió Claverhouse-, pero ha solicitado que se prorrogue el horario nocturno y no serán los vecinos quienes se quejen.

– Bueno -dijo Rebus-, por más que sea un placer estar aquí con vosotros charlando…

– ¿Fin de tu servicio de enlace? -inquirió Clarke.

Conservaba su buen humor, pero Rebus la veía cansada debido al sueño alterado, al frío y al aburrimiento de un servicio de vigilancia que se sabe que no va a servir para nada. Además, no era ninguna delicia hacerlo en compañía de Claverhouse, tan poco locuaz, y con aquel latiguillo de que todo había que «hacerlo bien», es decir, conforme al reglamento.

– Haznos un favor -dijo Claverhouse.

– Tú dirás.

– Hay un puesto de patatas fritas frente al Odeón.

– ¿Qué te traigo?

– Una bolsa de patatas.

– ¿Ya ti, Siobhan?

– Una Irn-Bru.

– Ah, oye, John -añadió Claverhouse cuando Rebus ya bajaba del coche-. De paso, pide una botella de agua caliente.

En ese momento entró en la calle un coche a toda velocidad que frenó con un chirrido delante del café. Abrieron la portezuela trasera del lado de la acera sin que nadie se apeara y volvieron a arrancar apretando el acelerador con la portezuela abierta. En la acera un bulto se arrastraba tratando de incorporarse.

– ¡Síguelos! -gritó Rebus.

Claverhouse ya había dado al contacto y metió la primera de un manotazo. En cuanto arrancaron Clarke estableció comunicación por radio. Cuando Rebus cruzó la calle el hombre se puso en pie apoyado con una mano en la luna del café y sujetándose la cabeza con la otra. Al llegar a su lado notó su presencia y trató de alejarse tambaleándose.

– ¡Dios! ¡Ayuda! -gritó cayendo otra vez de rodillas sin quitarse las manos de la cabeza.

Su rostro era una máscara ensangrentada. Rebus se agachó frente a él.

– Ahora pedimos una ambulancia -dijo. Los clientes se apiñaban tras los cristales del café; dos jóvenes habían salido a la puerta a mirar como si se tratase de una escena de teatro callejero. Rebus sabía quiénes eran: Kenny Houston y El Guapito-. ¡No os quedéis ahí! -gritó.

Houston miró a El Guapito, pero éste ni se movió. Rebus sacó el móvil para llamar a urgencias con la vista clavada en El Guapito: pelo negro ondulado, ojos maquillados, cazadora de cuero negro, jersey negro de cuello cisne, vaqueros negros. Rolling Stones: Paint it Black. Tenía la cara blanca, como empolvada. Rebus se acercó a la puerta. A sus espaldas, el hombre profería gemidos en un lamento de dolor que retumbaba bajo el cielo nocturno.

– No lo conocemos -dijo El Guapito.

– No he preguntado si lo conocéis. He pedido ayuda.

– Palabra mágica -dijo El Guapito sin inmutarse.

Rebus se arrimó hasta casi rozar la cara con la suya y El Guapito sonrió, dirigiendo a Houston un gesto con la cabeza para que fuese a por toallas.

Los clientes habían vuelto casi todos a sus mesas y sólo uno examinaba atentamente la huella ensangrentada de la mano en el cristal. En una puerta al fondo del café, Rebus vio otro grupo de mirones, y en medio a Tommy Telford, estirado, sacando pecho y con las piernas separadas. Casi con aspecto militar.

– ¡Creí que cuidabas de tus amigos, Tommy! -le gritó Rebus.

Telford le lanzó una mirada fulminadora y volvió a entrar en el cuarto cerrando la puerta. Afuera los gritos iban en aumento. Rebus cogió las toallas que le dio Houston y corrió hacia el herido que, de nuevo en pie, se tambaleaba como un boxeador noqueado.

– Aparte un poco las manos.

El hombre levantó las manos del pelo apelmazado y Rebus vio que llevaba tras ellas una porción de escalpelo tan sólo unido al cráneo como por una bisagra. Un chorro de sangre le salpicó la cara. Volvió la cabeza y sintió que le empapaba el oído y el cuello, y, sin mirar, apretó la toalla contra la cabeza del hombre.

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