– Esa puede que sea la razón -dice adelantándose a su aliento, en contra de los deseos de Jill, que querría que comenzara una discusión con Connie.
La carretera se arquea en una curva idéntica a la que acaban de pasar.
– La cabina estaba al final de un lugar parecido a ese -dice Gavin cuando la zona iluminada entre la niebla se extiende tenuemente por un espacio libre en el seto del lado izquierdo.
– La veo. Ahí está -anuncia Connie alzando una mano hacia Jill.
Jill no sabe si Connie le está indicando imperiosamente que pare, o si incluso considera la posibilidad de tirar del freno de mano. Cuando detiene el coche justo delante del espacio, disfruta imaginando que el pedal bajo sus pies es una parte del cuerpo de Connie. Escudriña el camino que se aleja de la carretera. Es tierra batida, o bien asfalto mezclado con barro, y el objeto en medio de la niebla al final del serpenteante sendero podría ser un ancho tocón talado a más de dos metros del suelo.
– No lo creo -decide en voz alta-. ¿Conducirías por un lugar así con esta niebla?
– Si voy a conseguir ayuda para la gente que lo necesita -espeta Connie-, ciertamente lo haría.
Jill lo duda, e introduce el coche en el desvío para dejar patente su objeción. El borroso objeto junto al camino no aparece con mayor definición; de hecho, la niebla parece arremolinarse junto a él, y esa debe de ser la razón por la que su contorno parece menos regular de lo que debería serlo el de una cabina normal. Se frota los ojos y descubre que está tan cansada que comienza a ver imágenes que la descripción de Gavin ha de haber introducido dentro de su cabeza; gente luchando y cayendo en la tierra, si no hundiéndose en ella. Busca a tientas el encendido de los faros y abre los ojos cuando los siente preparados para funcionar. Ahora la forma frente a ella le recuerda a un tótem, aunque por supuesto no está viendo rostros materializándose unos encima de otros.
– Lo siento -dice-. No voy a seguir adelante.
– Quizás Anyes tampoco está muy feliz en estos momentos -responde Connie.
– Eso no lo sabemos, ¿verdad que no? Mad y Jake pueden haber pedido ya ayuda.
– O podrían no haberlo hecho. Bueno, votemos si conducimos hasta allí o me mojo los pies. ¿Qué dices, Gavin?
– Ahora quieres que seamos democráticos, ¿verdad? Hace un rato te comportabas como si estuvieses al cargo -responde Jill por él, y mientras las manos de Gavin vacilan en el espejo, añade-: Votar no servirá de nada. No vamos a conducir hasta allí, yo no. Es mi coche. Si no te gusta puedes salir y caminar, pero no esperes que me quede por aquí-. Le confunde el deleite que su discurso ha intensificado, porque esa alegría no parece suya; parece como si la cercara. La confunde hasta tal punto que imagina ver el tocón, o el objeto que se parece a uno, estremecerse ansioso-. Ni siquiera es una cabina -le dice a Connie-, ve y mira si no lo ves desde aquí.
– ¿Me esperará mientras lo hago, Gavin? Podrías intentar que me espere, ¿lo crees posible?
Gavin discrepa con una o ambas preguntas abriendo la boca en un bostezo. Pueden darle todos los argumentos que quieran a Jill, pero es su coche. Da marcha atrás y sale del desvío, arañando la aleta con el seto. En el momento que los faros giran alejándose del campo, cree ver al objeto dividiéndose como una ameba y a su parte superior brincando o derrumbándose sobre el terreno. ¿Tan cansada está? No lo bastante para no seguir conduciendo, y lo hace en medio de una atmósfera de silencio y frustración. Entonces Gavin vuelve a bostezar, quizá reaccionando al espectáculo de niebla precipitándose hacia el coche sobre el mismo negro y húmedo pedazo de carretera, para luego acabar perdiéndose en los setos.
– Gavin -casi grita Connie-, por el amor de no-voy-a-decir-quién, deja ya esos malditos bostezos.
Por una vez, Jill está de acuerdo con ella, pero no puede evitar sonreír cuando es ahora la propia Connie la que bosteza ferozmente.
– Tú también lo haces -indica Gavin.
Todavía no se ha borrado el regocijo en los labios de Jill cuando un bostezo se cuela entre ellos.
– Es tu culpa -le acusa Connie-, no nos pasaba antes de que llegaras. Guárdatelos para ti, ¿vale? Ya tenemos bastantes problemas para encima no poder evitar hacer una cosa como esa.
– Dime entonces cómo puedo evitarlo yo.
Su respuesta es otro furioso bostezo, y no es la única reacción que Jill piensa que Connie no es capaz de controlar. Obviamente, los problemas a los que se refería tenían que ver con Jill, pero al poco de haber entrado Gavin en el coche, Connie ya se había puesto en contra de él. Parece no importarle a quién ataca mientras ataque a alguien. Un bostezo que parece espantar esa idea domina a Jill, llevándose consigo el deseo de no haber frenado cuando Gavin se le vino encima del coche. ¿Y si le dice que camine delante como la gente suele hacer en situaciones de niebla? Mejor todavía, ¿por qué no sugiere que Connie le haga compañía? No tendría la intención de atropellarlos, pero está tan cansada que nadie la culparía si perdiera el control del vehículo, si olvidada qué pedal tenía que pisar a fondo…
No es solo la infantilidad del plan lo que la deja sin aliento. Es la dicha que sus pensamientos parecen sacar a la superficie, una alegría tan vasta y salvaje que no puede pertenecerle.
– ¿Podemos dejar de discutir hasta que salgamos de esta? -suplica-. En serio, hay que intentar dejar de hacerlo.
– Podríamos conseguirlo si tú empiezas a darnos ejemplo -dice Connie.
Al menos Jill ha hecho un esfuerzo para ignorar sus pensamientos irracionales, pero Connie suena igual que una cría en el patio de un colegio. Jill siente el deleite de nuevo avivándose, ayudado por el desdén que siente por sus acompañantes. Han comenzado a pensar y comportarse como niños problemáticos, ella incluida, y de repente entiende la situación. La ha visto muchas veces: niños peleándose después de que otro astutamente meta cizaña. Abre la boca para compartir su visión del asunto, pero ya sabe cómo va a reaccionar Connie si se la llama infantil. Está a punto de dejar sus pensamientos caer de nuevo en su atontado cerebro cuando de repente siente que no solo están siendo invadidos por la fatiga. La impresión se parece tanto al despertar de un sueño que se le escapa un resuello.
– Ya sé por qué no debemos seguir discutiendo.
– ¿Por qué? -apenas pronuncia Gavin, pero esta vez sin bostezar.
– Pensad en ello -dice Jill, haciendo lo propio en voz alta, lo que parece servir de ayuda-. Hemos estado discutiendo durante toda la noche, ¿verdad? Y antes de esta noche, durante no sé ni cuánto tiempo en la tienda. Algo quiere que nos peleemos. En fin, tú incluso has visto a gente luchando en tus cintas.
Al principio teme que ese último comentario haya sobrado. Al menos Gavin no bosteza. Aparta la vista del reflejo de su pensativa, o eso espera, silueta en el espejo. Mira la carretera, aunque el borroso e indefinido cerco de niebla la hace sentir como un insecto atrapado en un vaso.
– Bueno, yo voto a que esa es la mayor tontería que he escuchado en mi vida.
No hay palabras suficientes para responder a eso; no solo palabras, en ningún caso. Quizá se acabara creyendo que son poco menos que marionetas si Jill le brinda una demostración.
– Esta es una tontería aún mayor -dice Jill, cerrando los ojos y pisando el acelerador a fondo.
Al principio nadie se da cuenta. Está empezando a pensar que puede dominar la carretera sin mirar.
– Cuidado, vas a estamparnos contra el seto -dice Connie apartándola de esa idea.
– Entonces haz algo para evitarlo.
– Lo acabo de hacer. Cuidado -repite Connie con retintín.
– Necesito más que eso. ¿Para dónde giro?
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