Flotsam era más fuerte y corpulento que Jetsam; por la fuerza, obligó al joven a sacar el rígido brazo izquierdo de debajo del pecho, se lo puso a la espalda y le esposó la otra muñeca. Vio entonces cómo se hundía la pulsera en el amasijo de tendones y tejido, y casi vomita.
Ya esposado, lo agarraron por un brazo cada uno y lo levantaron; pero ahora estaban tan resbaladizos como él, impregnados de sangre viva del uno y coagulada de la otra, de modo que se les escurrió y se golpeó la cabeza contra la bañera. El joven ya no sentía dolor y sólo gimió más quedamente. Lo levantaron de nuevo, lo sacaron de la bañera y se lo llevaron a rastras al pasillo, donde Flotsam patinó y cayó al suelo con el joven encima, que no dejaba de sangrar y gemir.
Una vecina gritó desde el balcón al ver a los jadeantes policías en la escalera exterior; arrastraban al joven que, desnudo y manchado de sangre, chocaba contra los peldaños enlucidos con un plaf-plaf que arrancó a la mujer gritos aún más fuertes. Los tres rodaron amontonados hasta la acera, bajo la luz de una farola; Flotsam se levantó y empezó a revolver el maletero buscando el botiquín de primeros auxilios, sin saber lo que contenía con exactitud, pero convencido de que no habría un torniquete. Jetsam se arrodilló junto al joven que se desangraba. Se quitó el Sam Browne [9] de un tirón e intentó ceñirle el cinto al brazo a modo de torniquete provisional. Entonces llegó la ambulancia haciendo chirriar las ruedas al doblar la esquina de Cherokee, con la luz centelleante y la sirena ululando.
La primera patrulla que llegó era del sargento conocido como el Oráculo, que aparcó en doble fila a media manzana de distancia para dejar libres las inmediaciones del lugar a los técnicos sanitarios, a los investigadores y agentes científicos de la comisaría Hollywood y al equipo del juez de instrucción. El viejo sargento de patrulla era inconfundible incluso en la oscuridad. Fornido de figura, al acercarse se distinguían los claros galones de los años de servicio en la manga izquierda, que le llegaban casi al codo. Cuarenta y seis años en activo significaban nueve sardinas y lo convertían en uno de los policías más veteranos de todo el Departamento de Policía.
«El Oráculo tiene más sardinas que el mar», decían todos.
«No me jubilo por la sencilla razón de que el acuerdo de divorcio concedió la mitad de mi pensión a mi ex -contestaba siempre el Oráculo-. Seguiré en activo hasta que reviente esa bruja, o yo, lo que sea primero».
El joven no se movía y se estaba poniendo ceniciento; lo envolvieron en una manta, lo sujetaron con correas en la camilla y lo metieron en la ambulancia al tiempo que dos técnicos sanitarios se afanaban en cortar el Unjo de sangre, reducido ya a un goteo. Miraron al Oráculo y le indicaron, con un gesto negativo de la cabeza, que seguramente se había desangrado y no se salvaría.
Aunque esa noche de mayo soplaba en Los Ángeles un viento desértico procedente de Santa Ana, Flotsam y Jetsam tiritaban mientras recogían con abatimiento todo el equipo, esparcido en la acera alrededor de una jardinera de cemento con prometedores pensamientos y nomeolvides.
– ¿Están heridos? -preguntó el Oráculo a los agentes, empapados de sangre-. ¿Alguna lesión?
– No -dijo Flotsam-. Jefe, me parece que acabamos de pasar por una situación táctica sobre la que no nos enseñaron nada en la academia. Y si enseñaron algo, ese día falté a clase, me cago en todo.
– Vayan a Cedars a que los vea un médico, lo necesiten o no -dijo el Oráculo-. Después, límpiense a fondo y, por lo que veo, también pueden echar los uniformes al fuego.
– Si ese tipo tiene hepatitis, estamos listos, sargento -dijo Jetsam.
– Si ese tipo tiene el SIDA, estamos muertos -dijo Flotsam.
– No parece el caso -dijo el Oráculo, y el pelo gris cortado al rape, a la antigua, pareció brillar a la luz de la calle. Entonces se fijó en las esposas de Jetsam, tiradas en la acera. Las enfocó con la linterna y dijo al exhausto policía-: Ponga los grillos en lejía, muchacho, tienen hilachas de carne pegadas.
– Necesito surfear un rato -dijo Jetsam.
– Y yo -dijo Flotsam.
La veteranía y la facilidad para dispensar palabras sabias le habían valido el sobrenombre al Oráculo. Pero esa noche no le hizo honor al alias. Se quedó mirando a sus muchachos, temblorosos y demacrados y les dijo:
– Bien, muchachos, vayan ahora mismo a la sala de urgencias de Cedars a que los vea un médico.
Fue entonces cuando llegó al lugar Charlie Gilford, categoría D2, un investigador de noche perezoso, aficionado al chicle y con cierta inclinación a las corbatas malas, a quien no se asignaban casos y cuyo trabajo consistía en tareas de apoyo. Sin embargo, con más de veinte años en la comisaría Hollywood, no le gustaba perderse el final de los casos sensacionalistas y disfrutaba pronunciando frases lapidarias sobre el suceso del momento. A sus sentencias debía el mote del Compasivo.
Mientras se desarrollaban los acontecimientos esa noche en Cherokee Avenue, y tras recibir un rápido resumen del Oráculo y avisar a un equipo de homicidios desde casa, fue a echar un vistazo al truculento escenario del asesinato seguido de suicidio y al rastro cié sangre que daba fe del esfuerzo horrible que se había hecho en vano para salvar la vida al asesino.
Charlie el Compasivo se chupó los dientes uno o dos segundos y dijo al Oráculo:
– No entiendo a los policías jóvenes. ¿Por qué llegan a estos extremos ante un caso que se resuelve solo? Tenían que haber dejado al tipo metido en la bañera, con la mujer, y que se desangrara tranquilamente a su aire. Podían haberse quedado sentados escuchando música hasta que todo acabara. Lo único que tenemos aquí es otra historia de amor hollywoodiense que se tuerce un poquillo.
A Farley Ramsey siempre le había parecido que los buzones azules, incluso los de las esquinas más sórdidas de Hollywood, guardaban un tesoro mucho más abundante y fácil de cobrar que los de la mayoría de pisos y apartamentos de categoría. Le gustaban sobre todo los del exterior de la oficina de Correos porque se llenaban a rebosar entre la hora de cierre y las diez de la noche, la hora más propicia para él. La gente confiaba tanto en las oficinas de Correos que depositaba auténticos filones, incluso dinero en metálico, a veces.
Las diez de la noche era mediodía para Farley, que debía su nombre a la admiración de su madre por el actor Farley Granger, el de Extraños en un tren, de Hitchcock, que había sido una de las películas predilectas de la mujer. En esa película, Farley Granger era jugador profesional de tenis y, aunque la madre de Farley le había costeado clases particulares cuando estudiaba los últimos cursos de primaria, el tenis lo aburría mortalmente. Era un peñazo. Estudiar era un peñazo. Trabajar era un peñazo. Sólo la metanfetamina crystal no era un peñazo.
A la edad de diecisiete años y dos meses, Farley Ramsda le había pasado de fumeta a anfetamínico. Se enamoró del crystal la primera vez que lo fumó, un amor eterno. Pero, aunque era mucho más barato que la cocaína, costaba lo suficiente para obligarlo a dar brincos hasta bien entrada la noche, haciendo la ruta de los buzones azules por las calles de Hollywood.
Lo primero que tenía que hacer aquella tarde era pasarse por la ferretería a comprar unas ratoneras. No es que tuviera miedo a los ratones, que se paseaban por su pensión a todas horas. Bien, no era una pensión exactamente, sería lo primero que él diría. Era un viejo chalet estucado en blanco, junto a Gower Street, la casa familiar que su madre le había transferido en vida quince años atrás, cuando Farley tenía dieciocho y estaba matriculado en el Instituto de Enseñanza Secundaria Hollywood donde descubrió la alegría de la meta.
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