Joseph Wambaugh - Hollywood Station

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Bajo la atenta mirada del sargento de policía apodado el Oráculo, los agentes de «la comisaría Hollywood» se enfrentan con su rutina habitual. Entre días en los coches de patrulla y noches en las entrañas de una ciudad que nunca duerme, este grupo de policías ve la urbe del glamour en su cruda realidad y, a medida que pasan por tugurios de drogas y sucias esquinas, una serie de acontecimientos sin relación aparente los lleva al caso más sorprendente sucedido en «Hollywood Station» en los últimos años, y les recuerda que en Los Ángeles el horror y el extremismo no tienen límite.

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En aquella época, el público negro era siempre de lo mejorcito, y a él lo trataban como a uno más. Y, la verdad, había disfrutado de su dosis de conejitos de chocolate en aquellos tiempos, antes de que la hierba, la bencidina y el alcohol lo tumbaran, antes de empeñar el trombón cien veces y terminar vendiéndolo. La vara le había proporcionado suficiente dinero para mantenerse a whisky escocés…, en fin, una semana o así, si no recordaba mal. Nada de garrafa para Teddy, él tomaba Jack, de aquélla. ¡Ah, cuánto elixir dorado había pasado por su garganta y le había calentado el estómago!

Se acordaba de los buenos tiempos como si hubieran sido esa misma tarde. Era el día anterior lo que a veces no podía recordar. Ahora bebía lo que fuera, pero, ¡ay!, cuánto se acordaba del Jack y el jazz, y de las dulces muñequitas que se lo llevaban a casa y le daban de comer gumbo caliente. Entonces la vida era bella. Hacía cuarenta años y un millón de tragos.

Cuando Trombone Teddy bostezó, se rascó y supo que era hora de salir del saco de dormir que era su casa, instalado en el pórtico de un edificio de oficinas abandonado, al este del cementerio viejo de Hollywood, hora de irse a la calle a cubrir el turno mendicante de noche, Farley Ramsdale se había despertado ya de su hora de sueño inquieto, después de una pesadilla que no recordaba.

– ¡Olive! -gritó. No hubo reacción. ¿Es que esa zorra atontada había vuelto a dormirse? Le daba por el saco que estuviera tan pillada con el crystal pero pudiera dormir tanto. ¡A lo mejor se metía jaco en el chocho o en cualquier otra parte donde él nunca miraría y la heroína contrarrestaba lodo el hielo que se fumaba! ¿Sería posible? Tendría que vigilarla mejor.

– ¡Olive! -gritó otra vez-. ¿Dónde hostias te has metido?

– Farley -la oyó decir con voz soñolienta desde la sala-, estoy aquí. -Sí se había dormido, desde luego.

– Pues mueve ese culo flaco que tienes, anda, prepara unas trampas para el correo. Esta noche tenemos trabajo.

– Vale, Farley -replicó ella a voces, más despierta ya.

Cuando Farley terminó de mear, lavarse la cara, deshacerse con el cepillo casi todos los nudos del pelo y maldecir a Olive porque no lavaba las toallas del cuarto de baño, ella había terminado con las trampas.

Al entrar en la cocina, ella estaba friendo unos sándwiches de queso en la sartén y ya había servido dos vasos de zumo de naranja. Las ratoneras estaban ensartadas en trozos de bramante de metro veinticinco. Farley las probó una por una.

– ¿Están bien, Farley?

– Sí, están bien.

Se sentó a la mesa pensando que tenía que tomarse el zumo de naranja y el bocadillo, aunque no le apetecía ni lo uno ni lo otro. Era una de las ventajas de que Olive Oyl estuviera en casa. Cada vez que la miraba, sabía que tenía que cuidarse más. Parecía una mujer de sesenta años, aunque juraba que tenía cuarenta y uno, y la creía. Tenía el coeficiente de inteligencia de un schnauzer o un congresista estadounidense, y no mentía por miedo, aunque él jamás le había puesto la mano encima con violencia. Todavía no, al menos.

– ¿Pediste prestado el Pinto a Sam, como te dije? -le preguntó cuando le puso delante el bocadillo de queso.

– Sí, Farley. Está aparcado ahí fuera.

– ¿Tiene gasolina?

– No tengo dinero, Farley.

– ¡Dios! -Sacudió la cabeza y se obligó a dar un mordisco al bocadillo, a masticar, a tragar. Y luego, otra vez lo mismo-. ¿Has preparado un par de trampas auxiliares, por si acaso?

– ¿Un par de qué?

– ¡Un par de trampas diferentes, joder! ¡Con cinta aislante!

– ¡Ah, sí!

Olive salió por la pequeña puerta trasera que daba al patio y recogió las trampas de encima de la lavadora, donde las había dejado. Las llevó adentro y las puso encima del escurridero. Doce tiras de cinta aislante de treinta centímetros y medio cada una, con el lado del pegamento hacia arriba y un cordel pasado por los agujeros practicados en la cinta.

– Olive, no las pongas en el escurridero, joder, que está mojado -dijo, pensando en que tragarse el resto del bocadillo le iba a costar mucho esfuerzo-. Si se mojan, pegan peor, ¿es que no lo ves, joder?

– Vale, Farley -dijo ella; ató las cuerdas a los tiradores de las puertas de los armarios de la cocina y las dejó allí colgadas.

Dios, tendría que despachar a esa fulana. Era más torpe que todas las blancas que había conocido en su vida, salvo su tía Agnes, que tenía certificado de retrasada. Tanto crystal le había reblandecido los sesos.

– Cómete el bocadillo y vamos a trabajar -le dijo.

Trombone Teddy también tenía que ir a trabajar. Tan pronto como el sol se puso, se encaminó hacia el oeste desde el saco de dormir pensando que si se le daba bien la noche en el paseo, seguro que se compraría unos calcetines nuevos. Le estaba saliendo una ampolla en el pie izquierdo.

Todavía estaba a ocho manzanas del pijerío, la parte del paseo a la que acuden en rebaño tanto los turistas como los habituales, las noches templadas, cuando sopla el viento de Santa Ana, que recrudece las alergias pero a algunas personas les produce ansia y sed de acción. Entonces vio a un hombre y una mujer de pie junto a un buzón azul, media manzana más allá, en la esquina con Gower Street. Esa esquina estaba al sur del boulevard, en una calle en la que se mezclaban oficinas, apartamentos y casas.

La noche era oscura, más contaminada de lo normal, por eso no se veían las estrellas; además la luna estaba baja y empañada por la suciedad del aire, pero Teddy los distinguía bien, estaban inclinados sobre el buzón, el hombre hacía algo y la mujer parecía vigilar. Se acercó y se escondió a la sombra de un edificio de oficinas de dos pisos, desde donde los veía mejor. Aunque hubiera perdido oído y quizá labio para el trombón, y el deseo sexual, eso por descontado, siempre había tenido buena vista. Veía perfectamente lo que hacía la pareja. «Anfetamínicos -se dijo-. Están robando el correo.»Y tenía razón, naturalmente. Farley había introducido la ratonera en el buzón y la iba moviendo con la cuerda para ver si atrapaba alguna carta con la tabla de pegamento. Pescó algo que parecía un sobre grueso. Empezó a recuperarlo lentamente, muy despacio, pero pesaba y sólo se había pegado un poco a la tabla, de modo que lo perdió.

– ¡Me cago en todo, Olive! -gruñó.

– ¿Qué he hecho, Farley? -preguntó ella acercándose a la carrera desde su puesto de vigilancia, en la esquina.

Farley no sabía qué era lo que Olive había hecho mal, pero siempre la reñía por todo cuando la vida le fastidiaba, es decir, casi siempre.

– ¡No estás vigilando! -le dijo por decir-. Estás aquí hablando, ya lo ves.

– Porque dijiste «me cago en todo, Olive» -replicó-. Por eso he…

– ¡Vuelve a la esquina, joder! -dijo, y volvió a meter la trampa en el buzón azul.

Por más que lo intentó, no pudo pescar el sobre grueso con la tabla de pegamento, pero después de dejarlo por imposible, consiguió hacerse con varias cartas e incluso con un sobre de tamaño folio bastante pesado, casi tan grueso como el que se le había escapado. Lo intentó con el dispositivo de cinta aislante pero el resultado fue el mismo que con la ratonera.

– Parece un guión de cine -dijo, estrujando el sobre grande-. ¡Maldita la falta que nos hace un guión de cine!

– ¿Qué pasa, Farley? -dijo Olive corriendo otra vez a su lado.

– Toma, éste para ti, Olive -dijo Farley tendiéndole el sobre-. Tú eres la futura estrella de la casa.

Farley le metió el sobre entre los vaqueros y la amplia camisa, por si los detenía la policía. Sabía que la pasma lo trincaría a él también, no sólo a ella, pero suponía que tendría más posibilidades de llegar a un acuerdo si no se le encontraban pruebas encima. Estaba seguro de que Olive no se chivaría, se comería el marrón, sobre todo si le prometía que le guardaría la cama en su casa para cuando saliera. No tenía ningún otro sitio donde ir.

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