Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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Moish se quedó callado y tocó el papel que tenía en las rodillas. Michael reparó en el frenético movimiento de las agujas de tejer de Fania y en el ceño fruncido de Guta. Dvorka apoyó la barbilla en la mano sin apartar la vista de Moish. Zeev HaCohen descruzó las piernas y las colocó en paralelo, ladeando después la cabeza para escuchar, pose que en su día, pensó Michael, debía de tener encanto pero que ahora se le antojaba excesivamente juvenil, casi grotesca. Yojeved escuchaba a Moish con expresión cada vez más agria.

– Creo que nos ha llegado el momento de replantearnos cómo reorganizar la vida del kibbutz desde el punto de vista de las relaciones entre la familia y la comunidad. Estoy citando un texto de Osnat y, aunque quizá no soy tan hábil con las palabras como ella, sí comprendía la visión que Osnat tenía en mente, tal como la comprendíais la mayoría de vosotros. Y no quiero que todo se quede en nada -dijo Moish con una voz a su pesar cargada de patetismo- sólo porque Osnat haya fallecido.

– ¿Qué quieres decir con «quedarse en nada»? ¿Por qué en nada? -dijo Tova desde el público-. Tenemos una comisión encargada del desarrollo del kibbutz, y la creamos precisamente para eso. Cualquiera pensaría que sin Osnat…

– Sí, ya lo sé – la interrumpió Moish -, pero quisiera que lo debatiéramos para rendir honores a la memoria de Osnat -carraspeó-. En los últimos años, Osnat era uno de los pilares del kibbutz. Me gustaría que discutiéramos una solución inmediata para el problema de que los niños duerman en familia y también, desde una perspectiva positiva, seria y, no sé cómo decirlo…, profunda, sí, ésa es la palabra, el asunto de la instalación comunitaria para los miembros de edad.

Matilda se puso en pie y, exhibiendo su abultada barriga, dijo a voz en grito con mucho aspaviento:

– ¿Otra vez vas a empezar con eso?

Dvorka también se levantó. Su figura delgada y erguida causó un efecto inmediato. Matilda se calló y tomó asiento. El semblante de Dvorka también estaba pálido. Despegó los labios y en un tono ponderado, didáctico, despojado de emociones y autoritario, dijo:

– Mira, Moish, de eso ya hemos hablado muchas veces. Es un tema complejo, demasiado complicado para tratarlo a la ligera. Crear situaciones destructivas para el grupo y el individuo no va a valemos para rendir homenaje a Osnat. La propia Osnat carecía de respuesta para numerosas preguntas, incluidas algunas triviales, como por ejemplo quién se ocuparía de los niños enfermos si no tuviéramos casas infantiles. A veces tiendes a olvidarte de que aquí hemos creado una sociedad igualitaria y productiva mucho antes de que las feministas quemaran sus sujetadores. Éste es el único lugar donde la mujer puede trabajar como un hombre, gracias a las soluciones originales que hemos creado para permitirle realizarse en un trabajo innovador y constructivo.

»Pero éstos son asuntos secundarios, y Osnat solía decir que los resolveríamos del mismo modo que se han resuelto en otros lugares. Eso no es lo principal; lo que me preocupa es la cuestión de la igualdad. Si hemos creado una sociedad igualitaria ha sido gracias a una educación uniforme. Educación que dejaría de ser posible si los niños durmieran con sus padres. Y tendría mucho más que decir al respecto teniendo en cuenta los principios que están en juego, pero no son éstos el momento ni el lugar para hablar de eso.

Guta tenía el rostro distorsionado por el odio y la ira, según apreció Michael, cuando rompió a hablar dirigiéndose a Moish:

– ¿Por qué no dices que quieren montar una residencia de ancianos para resolver el problema de la vivienda? ¿Por qué no hablas de eso? La última vez que me quejé de que seguían sin realojarnos en casas nuevas, Osnat me dijo que la comisión de vivienda tenía a la vista un nuevo proyecto, es decir, la residencia de ancianos en cuestión, donde también quieren vender plazas a gente de la ciudad, ¡como si estuviéramos cortos de dinero!

– Guta -imploró Moish-, por favor te lo pido.

– Pide todo lo que quieras, ¡no vas a lograr taparnos la boca! -chilló Matilda-. No es sólo la vivienda, Osnat también lo concebía como una solución social, ella misma me lo dijo, porque así los compañeros mayores que están solos podrían hacer nuevas amistades en la residencia de ancianos o como quieras llamarla.

– ¡Se quieren librar de nosotros sin ningún motivo! -dijo Guta en un alarido-. En eso se resume vuestra maravillosa visión.

– Lo que quieren es quitarnos de en medio para que no les impidamos introducir sus cambios modernos -dijo Yojeved. Ella también se había puesto en pie.

– ¿Y qué pasará con la figura de la encargada de casa? ¿Qué opinas de eso? ¿Para qué necesitaremos a las encargadas de casa? -preguntó una mujer vestida elegantemente desde el centro del comedor. Michael no la reconoció y Avigail respondió con un encogimiento de hombros cuando le preguntó quién era.

Dvorka se agachó para sacar de debajo de su silla un libro de tapas oscuras y dijo:

– Compañeros, compañeros, concededme un momento -poco a poco se hizo el silencio y todos volvieron a sentarse salvo Dvorka, que permaneció en pie con el libro en las manos-. En momentos difíciles como éste, debemos prestar oído a lo que puedan decirnos los pioneros de los viejos tiempos, aquellos comuneros que compartieron con los demás sus pensamientos más íntimos para que pudiéramos extraer de ellos algún consuelo en situaciones como ésta. Me gustaría leeros un pasaje de Kehilatenu. Son palabras de David Kahana, que figura aquí con el nombre de David K. Como veis, no se sentían en la necesidad de inmortalizar sus nombres, e incluso hoy día, los compañeros que colaboran en nuestra revista no firman con el nombre completo sino sólo con su nombre y la inicial de su apellido, porque lo importante es lo que se dice y no quién lo dice. Nosotros tenemos la suerte de vivir el ideal más elevado al que puede aspirar el hombre: la felicidad individual lograda mediante la integridad del colectivo, como dice David Kahana -Dvorka se sacó del bolsillo de su negro pantalón unas gafas de leer, inclinó la cabeza y dio comienzo a la lectura:

Yo os digo, hermanos, que aun cuando supiera que al final nos íbamos a hundir en el cenagal de la vida, no abandonaría mi puesto; tal vez me detendría un instante a buscar compañeros de fatigas y de audacias, pero no renunciaría a la visión. A veces regreso a casa después del duro trabajo abatido y desesperanzado, y me da la impresión de que a mi alrededor todo se ha sumido en terrible confusión. Entonces, inconscientemente, comienzo a revisar todos los días de mi vida, desde el infierno vienés, pasando por las reuniones y los acontecimientos externos y por las luchas internas a bordo del barco, hasta el «crisol purificador» de Galilea y el kibbutz, y el recuerdo de las derrotas y fracasos me quema la carne como una llama y oscurece mis ojos con pensamientos sobre mi caída en la Tierra… Mas ¿puedo rendirme? No, hermanos, no abandonaré mi puesto, porque no establezco distinciones entre los días de lucha y de vacilación y los de consecución de la visión. La búsqueda eterna y la incesante lucha son nuestro destino. Nos acompañarán todos los días de nuestra vida, mientras caemos y nos levantamos una y otra vez, de tarea en tarea, de sacrificio en sacrificio; y cuanto más crezca nuestra empresa, más dura se volverá la lucha interna, y cuanto más nos apriete la mano del destino, más corrosiva se volverá la duda entre nosotros.

Dvorka cerró el libro, lo dejó en la silla y se quitó lentamente las gafas.

– No lo puedo creer -dijo Michael. Respiraba con dificultad y sudaba-. Esa mujer… al fin está revelando su verdadera personalidad -se levantó para ir a la pila, donde echó un trago del grifo.

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