Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Asesinato En El Kibbutz: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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Cinco personas tomaron la palabra sucesivamente. Matilda fue la última que habló en estos términos:

– No tenemos suficiente mano de obra y no vamos a contratar a nadie, y, además, Ilan ya tuvo tiempo libre el año pasado. ¿Hay que decir algo más? -Guta, sentada cerca de Matilda, asintió vigorosamente con la cabeza.

– Si todo el mundo conviniera en que Ilan es un artista… -dijo a voz en cuello Yojeved.

Y entonces Ilan T., con el rostro encendido, estalló con desatada furia:

– Me dais risa. Ya he hecho exposiciones en la ciudad y el mundo entero me reconoce como artista, todos salvo vosotros. Éste es el único lugar del mundo donde uno tiene que avergonzarse de ser artista -por encima del vocerío que había desencadenado, Ilan gritó-: Éste es el único lugar del Estado de Israel donde ser artista no sólo no es un honor, es una vergüenza, porque no es un trabajo productivo. No tengo por qué pediros permiso para nada.

– Un momento -dijo Zeev HaCohen poniéndose en pie y volviéndose hacia Ilan-. ¡Cálmate, Ilan, por favor! -y, dándose la vuelta para dirigirse a los reunidos, dijo-: Quiero hacer una sugerencia. ¿Por qué no tratamos de ser constructivos y pensar con lógica? -Dvorka hizo un gesto de asentimiento. Ilan T. permaneció callado y se pasó una mano trémula por el largo cabello. La mujer que estaba a su lado le posó una mano en la rodilla.

– Es Ditza, su mujer -explicó Avigail-, es de Haifa. Los dos formaban parte de una unidad Nájal, y, terminado su servicio, se quedaron en el kibbutz; llevan aquí doce años.

– Mi propuesta es -dijo Zeev HaCohen en el silencio que se había hecho- que actuemos como ya lo hicimos en un caso previo: solicitemos que venga una comisión de expertos del Kibbutz Artzi para que examinen la obra de Ilan y nos aconsejen qué pasos debemos dar. Que sean los expertos quienes decidan si merece que se le conceda la categoría especial de artista.

– Sé a qué otro caso te estás refiriendo -le espetó Ilan-, y que vuestra brillante comisión de expertos decidió que el artista necesitaba someterse a un tratamiento psicológico. Dijeron que, a juzgar por su obra, estaba desequilibrado. Y permitidme que os diga -continuó, con las venas del cuello hinchadas- que hoy día es un artista de fama reconocida gracias a que se marchó del kibbutz. Y eso mismo vamos a hacer nosotros, marcharnos. No quiero lanzar amenazas -dijo en un tono más calmado-, pero vamos a irnos, porque no nos ofrecéis otra alternativa; si esos idiotas que no tienen ni idea de arte ni de ninguna otra cosa se presentan aquí y dicen sobre mí lo que hace cuatro años dijeron sobre Yoel, cuya obra se aprecia hoy en todo el mundo, no pienso quedarme.

– Compañeros -dijo Dvorka calmadamente cuando el alboroto llegaba a su punto culminante y comenzaba a aquietarse-, quiero decir algo -se puso en pie-. Ésta no es la única forma posible de evitar las injusticias, de garantizar la igualdad por la que luchamos, la síntesis entre las necesidades privadas y las necesidades comunes. Vamos a tratar de pensar si no hay un medio mejor de sostener una sociedad como la nuestra -la cámara mostró la expresión de pasmo de Guta. Fania seguía tejiendo como si no hubiera pasado nada-. Necesitamos artistas -dijo Dvorka con aplomo y tranquilidad-, aquí necesitamos artistas y necesitamos del arte. No debemos ser rígidos. No hay motivos para que pongamos obstáculos en el camino de un compañero de talento. Nuestra situación económica es buena y no es necesario denegar una petición de este tipo por ahorrar dinero. Y tal vez -continuó, posando la vista en el grupo de jóvenes sentados detrás de Tova-, tal vez, en lugar de pensar en que los niños duerman con sus padres y en asignar nuestros recursos a proyectos acordes con el espíritu de los tiempos, deberíamos modificar nuestra actitud hacia el individuo.

– ¿Qué propones entonces, Dvorka? -preguntó Shula con gesto de desconcierto.

– Propongo que nos replanteemos la cuestión con un espíritu diferente -dijo Dvorka con calma. Matilda pegó un brinco y Zeev HaCohen la tranquilizó poniéndole la mano en el brazo.

Los miembros del kibbutz votaron a favor de posponer la votación y Shula se disponía a plantear el siguiente punto del orden del día cuando Ilan T., la vista fija en Matilda, que no había dejado de mascullar, dijo abruptamente:

– Osnat era la única persona que demostraba respeto por los artistas, que apreciaba el arte, que sabía de qué iba el tema.

– Todos estamos muy apenados por su pérdida -intervino Zeev HaCohen-, pero entre nosotros hay muchas personas que respetan a los artistas y, además, debemos intentar mantener un espíritu fraternal en la sijá. Hay otros asuntos que tratar. No digas nada de lo que luego puedas arrepentirte, Ilan; estás en tu casa.

La pantalla azulada no mostró la réplica verbal de Ilan, pero sí se le vio levantarse y encaminarse hacia la puerta seguido por su mujer mientras todos fingían que no había pasado nada y se apresuraban a votar sobre la petición de ingreso presentada por la familia Yaffe, que llevaba año y medio en el kibbutz en calidad de candidata. La opinión general era que la familia se había adaptado con éxito al kibbutz, y así quedó reflejado en una clara mayoría a su favor cuando Shula anunció que sólo había diez votos en contra y dos abstenciones.

Habían llegado al último punto del orden del día. Shula se volvió hacia Moish y le cedió la palabra. Avigail cambió varias veces de postura en la butaca, sin acabar de acomodarse, y al final cruzó las piernas, enderezó la espalda y se quedó sentada muy rígida. Michael encendió otro cigarrillo. La creciente tensión reinante en el comedor se transmitía a la habitación, donde las ventanas cerradas y con las cortinas echadas creaban una atmósfera cavernosa.

– Hace casi dos semanas -comenzó Moish, que tenía el semblante aún más pálido que de costumbre-, perdimos a Osnat -en el comedor se había hecho un silencio pesado. Zeev Ha- Cohen y los demás miembros de la junta directiva sentados junto a Moish agacharon la cabeza. Dvorka ni pestañeó, aunque tensó brevemente los labios-. La muerte de Osnat ha sido un golpe del que aún no nos hemos repuesto -dijo Moish, y Michael le vio echar un vistazo a la hoja que tenía en las rodillas-, y del que no llegaremos a reponernos hasta mucho después de que se haya descubierto…, pero no es de esto de lo que quería hablaros esta noche -continuó Moish después de haber recuperado la voz-, sino de lo que, por mor de la brevedad, llamaré «la obra de su vida».

El silencio era absoluto. Tan sólo se oía la voz de Moish y el sonido de su respiración.

– Antes de continuar quiero decir que confiamos plenamente en Yoyo y no albergamos la menor duda sobre su inocencia en tanto no se demuestre lo contrario.

Yojeved cuchicheó unas palabras al oído de Matilda.

Michael miró a Avigail, que tenía la vista clavada en la pantalla. Supo que ella notaba su mirada. Cuando volvió a prestar atención, oyó que Moish decía:

– Disculpadme esta fraseología, ¿cómo podría expresarlo mejor?… A mí, la muerte de Osnat me ha hecho tomar conciencia de que es cierto eso que se dice de que la vida es efímera. Y luego Aarón Meroz, a quien muchos recordáis, ha sufrido un infarto. Es como si nuestra generación estuviera a punto de desaparecer de la escena sin haber logrado nada propio.

Alguien dijo algo a gritos y Moish pidió:

– Por favor, dejadme hablar sin interrumpirme, que ya me cuesta bastante -en el silencio que siguió, Moish pareció hacer acopio de fuerzas. Michael se fijó en sus anchas manos, absolutamente inmóviles. Sólo su palidez y su respiración acelerada y ronca delataban su nerviosismo-. Como es natural, la repentina muerte de Srulke no ha contribuido a aliviar esta sensación. No pretendo decir que no hayamos logrado nada en absoluto, pero sí que ha llegado la hora de que dejemos nuestra huella, tal como lo hizo la generación de nuestros padres. Mientras Osnat estuvo en vida, yo no sentía tan intensamente esta necesidad. Ahora que nos ha dejado, quiero explicaros que me siento llamado a desempeñar lo que, en palabras bonitas, se podría denominar una misión. Siento que Osnat…, que debemos continuar lo que ella comenzó.

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