Víctor Saltero - Sucedió en el ave…

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"Como cada día, el AVE llegaba puntual. A las 22.25 hacía su majestuosa entrada en la estación, pero, esta vez, todo iba a ser diferente…"
¿Quién había matado a los dos etarras? ¿Eran simples asesinatos o justas ejecuciones?
Quintero, Hur, Irene y Víctor Saltero viven una apasionante historia en el misterioso tren AVE de las 20.00 h.
Estamos ante una inquietante novela, escrita con una asombrosa ambientación y estética cinematográfica…

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Víctor se levantó, dejó el inalámbrico sobre la mesa y sonrió para sí mismo: Quintero nunca cambiaría; era un hombre de carácter.

Le conocía desde la época en que peleaba en los tribunales, hacía ya unos años de eso, cuando tenía su prestigioso bufete jurídico. Desde entonces había mantenido una extraña amistad con él, para tratarse de un policía y un abogado; conservando, de alguna forma, un mutuo respeto profesional.

Recientemente le había ayudado a resolver el caso de las dos mujeres desaparecidas en un barrio de Barcelona, una de ellas pariente de Hur, y ahora se encontraba escribiéndolo, de forma novelada, con el título de El amante de la belleza .

"Es una vocación tardía ésta de escribir", pensó Víctor. Pero la realidad es que le divertía, además de aportarle unos buenos ingresos, complementarios a los que obtenía de las inversiones inmobiliarias que realizó con los abundantes beneficios de su antiguo despacho de abogados.

Sabía que Quintero era un secreto admirador de su perdurable soltería, así como de su forma de vida; envidiaba el ritmo de la misma, sin jefes ni horarios; también el hermoso ático que ocupaba aquí, en la calle Betis, a la orilla del Guadalquivir, que le permitía disfrutar de los luminosos días sevillanos; incluso, probablemente, estaba algo enamorado de Irene, la pareja de Víctor; al menos decía que era la mujer perfecta, pues la percibía hermosa, sensual, independiente y amante, que no esposa, cosa que para el policía significaba un fuerte contraste con su propia vida de casado con dos hijos, y que, según afirmaba, no le dejaban tranquilidad ni para ver los partidos de fútbol. En cambio, con respecto a Hur, su mayordomo, Víctor sabía que el inspector tenía una opinión un tanto difusa: por un lado, le consideraba un vago estirado que había tenido la suerte de encontrar un tipo de vida segura y sosegada junto a él, y encima bien remunerada. Y, por otro, le envidiaba porque al policía también le encantaría tener una persona que cuidara de sus pequeños detalles diarios como el mayordomo hacía con el abogado, y sin reproches por los temas cotidianos.

Víctor Saltero sonreía para sí mismo con estas reflexiones, mientras terminaba de vestirse, cuando Hurtado -Hur para todos- se hizo presente portando una chaqueta en las manos.

– El señor a lo mejor prefiere esta americana.

– ¿No está bien la que me he puesto? -preguntó Víctor a sabiendas de que la autoridad de su criado en cuestiones de estética era indiscutible.

– No me atrevería a señalar tal circunstancia, señor. Pero…

– Bien. No siga -Saltero comenzó a cambiarse-. Seguro que tiene razón.

Se quitó la chaqueta para sustituirla por la que le ofrecían; a este respecto el mayordomo era la voz definitiva, y él, hacía tiempo, había delegado en Hur toda selección de ropa.

– ¿El señor desea que le espere? -inquirió el criado cuando Víctor Saltero se disponía a salir.

– No, Hur. Desconozco qué tiempo tardaré -y continuó-; pero le ruego que telefonee a la señorita Irene y le diga que me será imposible ir esta noche a su casa.

– Muy bien, señor.

– Gracias, Hur.

– Gracias, señor.

Capítulo 3

– Te estaba esperando -dijo por todo saludo el inspector cuando Víctor Saltero llegó a la estación de Santa Justa. Y tras una mirada de soslayo, esbozando una media sonrisa, continuó mientras comenzaban a andar atravesando un cordón de policía, que contenía a los curiosos amontonados al olor de las noticias:

– ¡Joder, abogado! ¿Cómo consigues estar siempre impecable? ¿No me digas que en tu casa estabas vestido así cuando te llamé? -mirándole con ironía precisó contestándose a sí mismo-: ¡Ah, bueno, será obra de Hur!

– He cambiado a Irene por ti -respondió el aludido en voz baja-. Espero que me hayas pedido que venga para algo mejor que oír tus complejos de funcionario-proletario. ¿Qué ha pasado?

– El AVE Madrid-Sevilla de las veinte horas, traía dos muertos -Quintero se había puesto serio mientras se acercaban a la sala Club-. Un tiro a cada uno de ellos en el corazón. Tengo en ese salón, el de los viajeros importantes, encerradas para interrogarlas, a las cuatro personas que iban en el vagón con los fiambres.

– ¿Has identificado a los asesinados?

– Aún no, pero en breve sabremos quiénes eran.

Callaron porque en ese instante llegaron a la sala Club AVE. Los policías uniformados de la puerta, reconociendo al inspector, le saludaron y facilitaron la entrada. En unos sillones permanecían sentadas, muy cerca las unas de las otras, cuatro personas: dos hombres y un matrimonio mayor.

Quintero se acercó a uno de los policías de la puerta.

– ¿Dónde tenéis a la gente de la tripulación que quiero interrogar más tarde?

– Allí, en la sala AVE -contestó el aludido, señalando otra estancia que con cristaleras exteriores distaba unos veinte metros.

El inspector asintió con la cabeza. Después, dirigiéndose al policía de paisano, el subinspector Juan Ramírez, que había permanecido en la sala Club AVE con los sospechosos en espera de su jefe, le dijo en voz baja:

– ¿Tienes los datos de éstos?

Por toda respuesta, Ramírez le entregó una libreta con una serie de nombres escritos, mientras mostraba en la otra mano cuatro documentos de identidad.

– Muy bien. Sigue tú aquí y me los vais trayendo de uno en uno a esa otra habitación. Pásame primero a la señora.

Hizo un gesto imperceptible a Víctor para que le siguiera, y ambos hombres caminaron hacia la estancia adjunta. Los policías, incluido Ramírez, miraron a Saltero con la curiosidad que les provocaba el interés de saber quién era ese hombre tan elegante, pero nadie se atrevía a preguntar al jefe: éste no era amigo de explicar lo que no deseaba.

Al momento la señora de sesenta años se sentaba frente al inspector y Saltero en una sala aislada de los demás. Un policía uniformado permanecía a unos metros, discretamente.

– Señora -afirmó Quintero a media voz-, usted se llama María de Gracia Serrano López…

– Sí, señor -contestó la mujer a una pregunta que no le habían hecho, con la tensión y el miedo reflejados en la mirada.

– Bueno, ¿cuál es el motivo de su viaje?

– Mi marido y yo volvemos de pasar unos días en Madrid con mi hija y mis nietos.

– ¿Su marido es el señor mayor que está ahí? -dijo Quintero señalando la habitación adjunta.

– Sí.

– ¿Cómo se llama?

– Vicente Zamora y Zamora.

– ¿A qué se dedica?

– Ahora, a intentar disfrutar de su pensión. Es prejubilado de los Astilleros.

– Bueno, señora, vamos a ver: cuénteme lo que recuerde de lo sucedido en el tren.

Víctor Saltero no hablaba, sólo miraba relajadamente a la mujer con la práctica que los años en los juzgados le había dado sobre interrogatorios de testigos. Esto era algo parecido; se trataba de adivinar cuánto de verdad o incierto había en lo que expresaban. La señora se movió nerviosamente en el sillón antes de responder al policía.

– Mi marido y yo tomamos el tren en Atocha. Llegamos muy justo, porque el atasco de la Castellana casi nos deja en tierra. ¡Aunque mejor hubiera sido! -se lamentó-. Entramos en nuestro vagón y allí nos quedamos hasta el final del viaje.

– ¿En algún momento abandonaron sus asientos?

– No, no, señor. Bueno -titubeó-, mi marido tuvo que ir al baño, tiene un problema de próstata, ¿sabe?

– Ya -contestó Quintero con un gesto, intentando expresar que entendía a lo que se estaba refiriendo; y continuó-: ¿Conocía usted o su marido a alguno de los que estaban en el vagón, incluidos los muertos?

– No, señor -se sobresaltó la pobre mujer-. A ninguno.

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