Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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– ¿No es una tentación para los ladrones de joyas? -preguntó Jeff en voz alta.
Daniel Cooper se adelantó para oír mejor.
El guía sonrió con aire de indulgencia.
– Oh, no, señor. -Señaló en dirección al guardia armado que estaba apostado allí cerca-. Esta piedra está más custodiada que las joyas de la Torre de Londres. No hay peligro. Si alguien llega a tocar esa vitrina, suena una alarma, y automáticamente se cierran todas las puertas y ventanas de esta sala. Por la noche, se conectan rayos infrarrojos, y si alguien entra en la habitación, suena una alarma en la jefatura de Policía.
Jeff miró a Tracy, y dijo:
– Ahora comprendo por qué los exhiben así.
Cooper intercambió una fugaz mirada con uno de los detectives. Horas más tarde, el inspector Van Duren recibía una transcripción de la conversación.
Al día siguiente, Tracy y Jeff visitaron el Rijksmuseum. Al entrar, Jeff comprobó un plano del museo. Atravesaron el vestíbulo principal y llegaron a la sala donde se exhibían obras de Fra Angélico, Murillo, Rubens y Van Dyck. Avanzaban con lentitud, deteniéndose delante de cada cuadro. Luego entraron en la sala de La ronda nocturna, la más famosa tela de Rembrandt.
El título oficial de la obra era La compañía del capitán Frans Banning Cop y el teniente Willen van Ruytenburch y mostraba, con extraordinaria claridad y maestría de composición, a un grupo de soldados preparándose para salir de ronda, bajo el mando de un capitán de colorido uniforme. El sector que rodeaba el cuadro estaba acordonado, y había un guardia muy cerca de allí.
– Cuesta creerlo -dijo Jeff-, pero Rembrandt recibió tremendas recriminaciones por esta tela.
– Pero, ¿por qué, si es fantástica?
– La persona que se lo había encargado, el capitán del cuadro, se enojó porque Rembrandt había destacado a los demás personajes tanto como a él… -Se volvió hacia el guardia-. Espero que esta obra esté bien protegida.
– Oh, sí, señor. El que intente robar algo de este museo tendrá que sortear rayos electrónicos y cámaras de televisión de noche, y hay varios guardias con perros adiestrados.
Jeff esbozó una sonrisa.
– Ahora me quedo más tranquilo. Es un cuadro bellísimo.
Ese mismo día se informó a Van Duren de esa conversación.
– ¡La ronda nocturna! -exclamó-. ¡Imposible!
Daniel Cooper se limitó a parpadear con sus ojos miopes.
En el Centro de Convenciones de Amsterdam había una exposición de filatelia. Tracy y Jeff fueron a verla. El vestíbulo estaba fuertemente custodiado, ya que muchos de los sellos eran de lo más valioso. Cooper y el detective holandés los observaron recorrer la colección de sellos raros. Tracy y Jeff se detuvieron delante de un pequeño sello de la Guayana Británica.
– Qué sello más horrible -observó Tracy.
– Ni te acerques, querida. Es único en su especie. No existe otro en todo el mundo.
– ¿Cuánto vale?
– Un millón de dólares.
El empleado que estaba junto a ellos asintió.
– Así es, señor. La mayoría de la gente que lo mira no tiene idea, pero veo que usted sabe de sellos. En ellos se encuentra la historia del mundo.
Se encaminaron a otra vitrina y contemplaron un sello donde aparecía un avión realizando acrobacias.
– Éste es interesante -señaló Tracy.
El bedel que cuidaba la vitrina dijo:
– Está valorado en…
– Setenta y cinco mil dólares -apuntó Jeff.
– Sí, señor. Exacto -replicó el empleado, sorprendido.
Continuaron y vieron un sello azul, hawaiano, de dos centavos.
– Ése vale medio millón de dólares -sostuvo Jeff.
Cooper los seguía mezclado entre el gentío.
Jeff señaló otro.
– Ése es otro sello raro, de un penique, procedente de Mauricio. En lugar de decir «franqueo pagado», algún impresor distraído puso «franqueo postal». Hoy vale una fortuna.
– Parecen tan pequeños… -dijo Tracy-, tan fáciles de robar…
El guardia del mostrador sonrió.
– El ladrón no iría lejos, señorita. Las vitrinas tienen protección por medio de cables electrónicos, y guardias armados patrullan el edificio noche y día.
– Es una buena noticia -acotó Jeff- En esta época nunca están de más todas las precauciones.
Aquella tarde, Cooper y Van Duren se reunieron con Willems. Van Duren le entregó los informes y esperó.
– Aquí no hay nada decisivo -opinó finalmente Willems-, pero reconozco que los sospechosos parecen estar rondando ciertos blancos de mucho valor. Está bien, inspector. Tiene permiso oficial para instalar micrófonos en las habitaciones del hotel.
Daniel Cooper estaba feliz. A partir de ese momento, ingresaría en la intimidad de Tracy Whitney. Sabría todo lo que estuviera pensando, diciendo o haciendo. La imaginó en la cama con Jeff, y tuvo un súbito escozor en el cuerpo.
Cuando Tracy y Jeff salieron esa noche a cenar, un equipo de técnicos de la Policía se dedicó a instalar diminutos transmisores sin cables en las dos habitaciones. Los ocultaron detrás de los cuadros, dentro de las lámparas y debajo de las mesillas de noche.
El inspector Van Duren se instaló en una suite del piso de arriba, donde un técnico había instalado un radiorreceptor con antena, conectado con una grabadora.
– Se activa cuando resuena una voz -explicó el hombre-. No es necesario que nadie esté aquí para manejarlo. Cuando alguien hable, automáticamente comenzará a grabar.
Sin embargo, Daniel Cooper deseaba estar allí las veinticuatro horas.
TREINTA Y TRES
En las primeras horas de la mañana siguiente, Daniel Cooper, el inspector Joop van Duren y su joven ayudante, el agente Witkamp, se hallaban en la suite de arriba, escuchando la conversación de abajo.
– ¿Más café? -decía la voz de Jeff.
– No, gracias, querido. Prueba este queso que nos mandaron del bar. Es realmente maravilloso.
Un breve silencio.
– Mmmm. Delicioso. ¿Qué quieres que hagamos hoy, Tracy? Podríamos ir en auto a Rotterdam.
– ¿Por qué no nos quedamos aquí, y descansamos?
– Buena idea.
Daniel Cooper sabía qué quería decir eso, y apretó los labios con rabia.
– La reina va a inaugurar un nuevo asilo para huérfanos.
– Qué bien. Pienso que los holandeses son las personas más hospitalarias y generosas del mundo. Son iconoclastas. Aborrecen las normas y los reglamentos.
Era la típica conversación mañanera de dos amantes.
– Hablando de personas generosas… -decía la voz de Jeff-. Adivina quién está parando en este hotel. El escurridizo Maximilian Pierpont. ¿Recuerdas el Queen Elizabeth II?
– ¡Cómo olvidarlo!
– Probablemente haya venido a comprarse otra empresa. Ahora que hemos vuelto a encontrarlo, Tracy, deberíamos hacer algo con él. Es decir…, siempre y cuando permanezca aquí hasta que terminemos nuestro trabajito…
Risa de Tracy.
– Totalmente de acuerdo, querido.
– Tengo entendido que nuestro amigo tiene por costumbre viajar con objetos de mucho valor. Se me ocurre una idea que…
En ese momento irrumpió otra voz femenina:
– ¿Desean que les arregle ahora la habitación?
Van Duren se volvió hacia el agente Witkamp.
– Quiero un equipo de vigilancia para Maximilian Pierpont. En el instante en que Whitney o Stevens establezcan cualquier tipo de contacto con él, háganmelo saber.
El inspector Van Duren presentaba su informe ante su superior, Willems.
– Pueden andar detrás de numerosos blancos, señor. Están poniendo de manifiesto un gran interés por un acaudalado norteamericano de nombre Maximilian Pierpont; asistieron a la convención de filatelia, fueron a ver el diamante «Lucullan» y pasaron dos horas contemplando La ronda nocturna.
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